jueves, 14 de julio de 2016

Lilí Álvarez, la distinción de la plenitud

Fue el título de una de sus obras, ‘Plenitud’ (1946). Su autora gritó entre sus renglones contra la rutina, el tópico, el adocenamiento y los hábitos retrógrados. Prototipo de mujer moderna, independiente y progresista, Lilí Álvarez (Roma, 1905-1998) aseguraba que “el estudio o la cancha son las puertas por las cuales se sale al universo”. Y con sus triunfos deportivos e inquietudes culturales se forjó un universo pleno donde supo imponer la defensa de la mujer con la exquisitez de la elegancia. 

Brillante tenista, patinadora, automovilista y esquiadora, Lilí Álvarez fue también escritora, periodista y defensora de los derechos de la mujer. De familia de burgueses y aristócratas, nació en el hotel Majestic de Roma durante un viaje de placer de sus padres y fue una mujer cosmopolita que ayudó a cambiar los esquemas mentales de una sociedad en la que las mujeres estaban supeditadas a ser madres y esposas. Y lo consiguió sobresaliendo en el campo más masculino, el deportivo.

Su padre le introduciría en el deporte en la Suiza alpina, donde vivió su infancia debido a la delicada salud de su madre. En la estación de Saint-Moritz aprendió a esquiar y a patinar sobre hielo, consiguiendo la medalla de oro internacional en esta última modalidad. Cuando su familia se trasladó a vivir a la Riviera francesa, en 1923, se produce su despegue tenístico, ganando diversos torneos, alguno de ellos jugando con el rey de Suecia, Gustavo V. Fue la primera mujer española, junto a su pareja deportiva, Rosa Torras, en participar en unos Juegos Olímpicos, concretamente en París (1924). Además de dobles de féminas participó en individual y en dobles mixtos, haciendo pareja con Eduardo Flaquer y consiguiendo en ambas categorías el quinto puesto. 

En Wimbledon

Pero su celebridad internacional la obtuvo en su participación en el torneo de Wimbledon, donde fue finalista en 1926, 1927 y 1928. En la primera ocasión, con los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia en el palco de honor, estuvo a punto de ganar a la británica Kitty McKane Godfree, pero como ella misma decía “se me fue el santo al cielo”. En las siguientes finales no pudo hacer nada con la poderosa número uno de la época, la norteamericana Helen Wills.

Atrevida e intrépida en la vida, también en la cancha exponía su temperamento. Su juego más característico era el de avanzar a la red para jugar de volea. En 1929, haciendo pareja con la holandesa Kornelia Bouman, ganó el título de dobles en Roland Garros.

Vestía modelos de Chanel y la gente se agolpaba para verla cuando entraba en un restaurante o en una tienda debido a su estilo y popularidad. En 1931 conmocionó el mundo del tenis jugando en Wimbledon con una falda de tenis blanca dividida en dos, diseñada por Elsa Schiaparelli, la precursora de los pantalones cortos femeninos.

Aristócrata y escritora

En 1934, se casó con el conde de Valdéne, el francés Jean de Guillard. Pero en 1939 perdió a su único hijo y la pareja se separó. Luego volvió a España donde continuó activa en los deportes, siendo campeona de esquí en 1940. No congenió con el régimen de Franco y comenzó su actividad literaria y cultural. Renacentista del siglo XX y mujer de vanguardia, su trayectoria intelectual está jalonada con obras como ‘Plenitud’ (1946), ‘En tierra extraña’ (1956), ‘El seglarismo y su integridad’ (1959), ‘Feminismo y espiritualidad’ (1964), ‘El mito del amateurismo’ (1968), ‘Mar adentro’ (1977), ‘Mi testamento espiritual’ (1985), ‘La vida vivida’ (1989) y ‘Revivencia’ (1993). También fue corresponsal de la prensa inglesa y colaboradora de revistas y diarios de Madrid y de Barcelona. En sus textos fue crítica con el afán mercantilista del deporte al olvidarse del aspecto formativo y humano. Acuñó el término de “parejismo” como una fase más avanzada y conciliadora del feminismo (basado en la confrontación) que identificó con la verdadera igualdad. Ofreció una trayectoria coherente con la defensa de un humanismo espiritualista y defendió la plenitud como proceso formativo hacia la perfección por medio de la mística, la sencillez y la humildad.

Fue el título de una de sus obras, ‘Plenitud’. Allí gritó Lilí contra la rutina, el tópico, el adocenamiento y los hábitos retrógrados. Sus triunfos deportivos e inquietudes culturales le forjaron un universo donde supo imponer la defensa de la mujer con la exquisitez de la elegancia. A los 93 años de edad, en Madrid, se fue a la red y colocó una media volea sensacional para cerrar una vida plena “que siempre entendió como un partido de tenis, en el que no valía la pena quedarse en el fondo de la pista”.

martes, 12 de julio de 2016

El mejor portero del mundo

Sus saques a bote pronto silbaban como obuses cuando, bajos y paralelos al suelo, pasaban cerca de las cabezas de los jugadores. Sus saltos, elegantes y adornados, hacían dudar si aquel portero era un hombre o un ave rapaz. Sus despejes de puño, limpios y precisos, eran capaz de noquear al balón de rosca más peligroso que se acercara a su territorio. Sus paradas, ¡ay sus paradas!, sencillamente retaban a lo imposible.

Ya sé que es una afirmación demasiada ambiciosa. Ya sé que mi amigo Carlos Bribián (mi más severo crítico) me echará la bronca por la fragante sospecha de falta de rigor. Y acaso tenga razón, porque nunca vi jugar a ‘Zamoruca’, el mejor portero del mundo. Pero todos los que le vieron actuar debajo de una portería me expresaron lo sorprendentemente seguro y espectacular que era. Y el brillo de esos ojos, mientras me describen mil y una jugadas, no admite dudas.

Le llamaban 'Zamoruca'

Goyo ‘Zamoruca’ (Gregorio de la Fuente Perales, Santander 1931-2011) comenzó a jugar al fútbol en su infancia, en el colegio de los Salesianos de Santander, y allí tomó contacto, por casualidad, con el excepcional puesto que el portero supone para un equipo. Había que jugar un partido entre los alumnos externos e internos del colegio, y Goyo, que acostumbraba a jugar de interior izquierdo, tuvo que ponerse en la portería ante la lesión del guardameta titular. En el camino de aquel portero de patio de recreo, se cruzaría el Torneo de los Barrios, donde ‘Zamoruca’, allá por la temporada 1945-46, participaría con el C. D. Calle del Sol, para ya en la siguiente edición, hacerlo con el equipo de su barrio, el C. D. Callealtera.

Luego tuvo la suerte de formar parte del Kostka, un gran equipo entrenado por el inolvidable Samuel Lamarca, en el que tenía como compañeros a chavales como Marquitos o Moruca, ganando el Torneo Barrios de 1948, tras imponerse en la final al Perines. La alineación de aquel gran Kostka, que fue el primer equipo en practicar la WM y lanzar el penalti en dos tiempos (cosas del irrepetible Lamarca) estaba formada por: ‘Zamoruca’; Baldor, Iza; Casuso, Julián, Marquitos; Amancio, Barrilaro, Diego, Zalo y Mora. Con algunos de estos compañeros formó ‘Zamoruca’ en la selección juvenil de Cantabria.

En ese tiempo de adolescencia, y como alumno de la Escuela de Comercio, también defendió la meta en los partidos que jugaba en los torneos escolares, y poco después ya estaba jugando en el Juventud Real Santander (1950-51) a las órdenes del gran Germán Gómez. Cumplió el servicio militar como voluntario en el Regimiento Valencia, donde practicó fútbol, atletismo, baloncesto y balonmano en compañía de otros racinguistas, como Santín, Gento, Lolo Gómez, Campón o Villita. Luego jugó en el Rayo Cantabria y desde aquel entrañable filial saltaría al primer equipo del entonces denominado Real Santander, que jugaba en Primera División teniendo al inigualable Rafael Alsúa como referencia creativa y atacante.

En la última jornada liguera de la temporada 1952-53, concretamente el 3 de mayo de 1953, aquel jovencito que admiraba tanto a Ricardo Zamora se puso debajo de los palos de la portería racinguista para enfrentarse al Real Valladolid Deportivo, en los Campos de Sport. Los locales formaron entonces con: ‘Zamoruca’; Marquitos, Barrenechea, Ruiz; Felipe, Nando; Magritas, Alsúa, León, Martínez y Gento.

La maldita lesión

Todo era un camino de rosas. Todo era un sueño. Por fin un jugador joven supo mantenerse seguro y ágil en la puerta del Racing, y además con un prometedor futuro. Cuántos proyectos hermosos revolotearon por el entorno futbolístico de ‘Zamoruca’, hasta que llegó el día de la maldita lesión. Fue el 9 de enero de 1955. Aquel día, el equipo santanderino jugaba el partido liguero en el estadio Metropolitano ante el Club Atlético de Madrid. Con el marcador en empate a uno, el guardameta chocó con su compañero y amigo, el defensor Santín, de tal manera que le produjo una doble fractura del húmero de su brazo izquierdo.

La lesión había coincidido con la llamada del seleccionador nacional, Ramón Melcón, que había acudido a verlo. Y el lance tan desgraciado también se prolongaría fuera de los terrenos de juego. ‘Zamoruca’ pasó mucho tiempo entre médicos y hospitales para intentar recuperarse físicamente, pero a pesar de todos los intentos, ya nunca volvería a jugar al fútbol. El 14 de enero de 1955 sufrió la primera de las operaciones quirúrgicas de un calvario que acabaría con su retirada definitiva de los terrenos de juego, con un adiós en forma de partido homenaje que se disputó el 14 de mayo de 1961, entre una selección de jugadores cántabros y el Athletic Club de Bilbao. 

Después de aquella lesión, sacó el título regional de entrenador en Santander (1960), así como el título nacional, en Madrid (1962). Ya había comenzado su carrera de técnico en la temporada 1957-58 en el Santoña C. F., donde estuvo cuatro años hasta que llegó, en 1963, a la Cultural Deportiva Guarnizo, en sustitución de Félix Elizondo, permaneciendo hasta el final de la temporada 1973-74. Luego sería entrenador de la S. D. Velarde, S. D. Unión Club, Rayo Cantabria, C. D. Villamarín, C. D. Cayón y C. D. San Agustín. También entrenó a la selección juvenil de Cantabria y a finales de la década de los setenta entró en la Escuela Municipal de Fútbol de Santander, donde estuvo más de veinte años, los últimos once en solitario dedicándose a la enseñanza y perfeccionamiento de los porteros.

El 17 de julio de 2004, en las instalaciones del Club Parayas, se celebró un cálido homenaje que sus amigos del fútbol organizaron, desde entrenadores, jugadores, presidentes, aficionados, alumnos, padres de alumnos, periodistas y admiradores de su gran labor deportiva. El Real Racing Club le ofreció aquel día una copia metálica del acta fundacional de la entidad, y posteriormente le entregaría la insignia de oro y brillantes del club durante el partido contra el Málaga C. F. que se disputó el 9 de enero de 2005.

Ya sé que en el Racing hubo extraordinarios guardametas: Raba, Solá, Pedrosa, Ortega, Juanito, Santamaría, Damas, Pereira, Liaño, Moncaleán, Alba, Ceballos… que España está plagada de inolvidables nombres que inspiraron seguridad debajo de los palos: Zamora, Martorell, Eizaguirre, Ramallets, Iríbar, Arconada, Zubizarreta, Casillas, Valdés… y que en el ancho mundo futbolístico, porteros como Amadeo Carrizo, Gordon Banks, Lev Yashin, Fillol, Dino Zoff, Zenga, Schmeichel, Chilavert, Buffon, Petr Cech o Manuel Neuer han frustrado las aspiraciones de cientos de geniales delanteros ante sus disparos a puerta. Pero yo sigo pensando que Goyo ‘Zamoruca’ fue el mejor portero del mundo. Así lo vi en el brillo de los ojos de quienes me describieron las maravillas de las mil y una jugadas de aquel inolvidable deportista.

lunes, 11 de julio de 2016

Pérez Francés, el coraje del Tour

Es el sueño inconfesable de un ciclista. Escaparse desde el principio, retar a la voracidad colectiva del pelotón y, tras recorrer en solitario toda la etapa, llegar destacado a la meta entre el clamor del público. El 2 de julio de 1965, un santanderino de Peñacastillo reivindicó su nombre para incluirse entre esos privilegiados deportistas que sorprenden al mundo, despiertan admiración, y dejan rastros de sueños que alimentan las fantasías. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso. 

Nacer en pleno bombardeo imprime carácter. El 27 de diciembre de 1936, con los aviones de la Legión Cóndor sobrevolando Santander, nació en un improvisado refugio antiaéreo, uno de los mejores ciclistas cántabros de todos los tiempos. Así, en plena guerra, comenzaría a forjarse en José Pérez Francés esa virtud que no escapa nunca a la hipocresía, y que algunos llaman coraje. Un coraje que continuaría creciendo en el garaje de bicicletas de su padre, remolcando a pedales los cuadros que se preparaban en el taller, y que fueron alimentando unas piernas y un corazón en los incontables recorridos entre Santander y Torrelavega.

Un coraje que con quince años eligió romper con su progenitor, vivir con su madre y su hermana y hacerse ciclista. Fue una bendición que aquel coraje cayera en las manos de Antonio San Miguel, el primer ganador de la Escalada a la Cuesta de La Atalaya, allá por 1938, y mentor perfecto para aquel diamante en bruto que ganaba todas las carreras. San Miguel tuvo que abrir caminos para que aquel chaval pudiera progresar. Gracias a su amistad con Guillermo Timoner, introdujo a su pupilo en Mallorca, y de allí se desplazó a Barcelona, en donde se abriría paso en el panorama nacional e internacional, siempre a base de coraje y carácter. Quizás demasiado coraje y demasiado carácter.

Arisco y poco sociable

Arisco, poco sociable y sin pelos en la lengua, su mayor éxito estuvo ensombrecido por la falta de entendimiento con Federico Martín Bahamontes en el Tour de 1963. En la décima etapa entre Pau y Bagnères de Bigorre, bajando el puerto de Aubisque, Bahamontes se negó a dar relevos a Pérez Francés y los dos españoles fueron cazados por Poulidor y Anquetil. El santanderino no le perdonaría nunca y juró venganza. Días después, cuando Bahamontes iba fugado camino de Chamonix para conquistar el Tour, Pérez Francés se puso al servicio de Jacques Anquetil y llevó en volandas al francés para el triunfo final. Ni para ti, ni para mí.

Pero quedar tercero en el Tour no le dio tantas satisfacciones como ganar aquel 2 de julio de 1965 en el Circuito de Montjuich. El día anterior, entre Bagnères de Bigorre y Ax Les Thermes, se agarró un cabreo monumental. Durante la carrera comenzó a flaquear y pidió ayuda a uno de sus compañeros de equipo. Éste se negó pensando que retrasaría su marcha, y acaso aquella negativa desató la furia de sus piernas que recobraron la energía. Y qué energía. Llegó en cuarta posición y si la carrera hubiera tenido 500 metros más, la hubiera ganado.

Pero cuando se apeó de la bicicleta su enojo no desapareció. Se encerró en la habitación del hotel, indignado por la falta de apoyo de su equipo, el Ferrys. Le dijo a su director que no tomaría la salida al día siguiente. Sólo había una voz que era capaz de convencer a Pepe de que continuara. Y esa voz estaba esperando al otro lado de la puerta. Su mentor, Antonio San Miguel, con su hijo Jesús Manuel, fueron los únicos a los que Pérez Francés dejó entrar en su habitación aquel día. Sus palabras convencieron el coraje de aquel talento de la bicicleta: “¿Quieres retirarte?, pues hazlo en Barcelona ganando la etapa”.

Al día siguiente, Pérez Francés fue uno de los corredores que emprendió el camino de la undécima etapa del Tour de Francia de 1965, entre Ax Les Thermes y Barcelona. Había por delante 243 kilómetros y un pensamiento que se agitaba en su cabeza: “¿Para qué necesito a un equipo?”. Se escapó en el kilómetro 17 y comenzó a sacar ventaja y ventaja sobre un pelotón que pensaba que aquello era una locura. Pero entre las locuras y las heroicidades, no hay tanta distancia.

Entró en primer lugar en el puerto de Puymorens, a un minuto y cuarenta y cinco segundos del pelotón, comandado por el líder, Felice Gimondi. Cuando pasó la frontera, estuvo arropado por el público español, entusiasmado al ver a uno de sus compatriotas en primera posición. En el alto de la collada de Tosses, Pérez Francés había obtenido una ventaja de ocho minutos y treinta segundos. “¿Para qué necesito un equipo?, seguía pensando el bravo corredor.

Su entrada en Barcelona

Su entrada en Barcelona fue apoteósica. La ciudad se paralizó. Ya estaba afincado en esa ciudad e incluso pasó por su barrio del Poble Sec, junto al bar de su hermana. Ni siquiera vio a su madre, ni a su esposa, ni a su pequeña hija, tan concentrado estaba para que los raíles del tranvía no le tiraran al suelo. Cuando se encontró con Antonio San Miguel y éste le dijo que ya podía retirarse, su respuesta fue un abrazo hacia un padre que acaso siempre echó de menos. Dicen que si el equipo KAS de Langarica no hubiera tirado aquel día del pelotón, Pérez Francés hubiera ganado aquel Tour. Ni para ti ni para mí.

Al menos fue un sueño de un ciclista hecho realidad. Retó a la voracidad colectiva del pelotón en solitario y convirtió su hazaña en una exaltación del coraje individual. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso.

El ciclista que rompió el Tour de Francia

Javier García Sánchez, en esa hermosa novela donde el cántabro ‘Jabato’ se alza como el gran protagonista de ‘El Alpe d’Huez’, apunta que Henri Desgrange, el padre y organizador del Tour de Francia, llegó a afirmar que su sueño secreto era ver entrar a un único ciclista en París el último día de la carrera. Pocas personas saben que aquel sueño pudo haberse hecho realidad, y que fue el propio Desgrange quien lo evitaría.

El hombre que pudo personificar el sueño de Desgrange se llamaba Vicente Trueba, el primer deportista español de fama internacional, gracias precisamente a sus actuaciones en la gran vuelta francesa. El ciclista de Torrelavega deslumbró a los organizadores del Tour en 1932, e inspirados por sus espectaculares escaladas, éstos decidieron establecer al año siguiente el Gran Premio de la Montaña. Y Vicente Trueba no desaprovechó la ocasión de estrenarlo como ganador, y de qué manera. Cuando todos luchaban con aquellas largas pendientes de los Alpes o los Pirineos clavados en sus bicicletas, de repente, surgía aquel hombrecillo con su maillot verde y amarillo, con un rictus en la boca, los codos separados y las manos en lo alto del guía, para distanciar la ventaja, quebrar el ritmo y arruinar la moral de sus contrarios.

‘Jabato’, el personaje de la novela de García Sánchez, reconocía que “la Croix de Fer te destroza los pulmones, el Galibier te come la moral y el Alpe d’Huez te rompe en pedazos”. Pero ningún puerto de montaña fue capaz de destrozar los pulmones, comer la moral y romper el pedaleo de Vicente Trueba. Lástima de las bajadas, donde perdía parte de sus rentas, ya que el punto débil de este gran corredor fue su poco peso, y acaso la falta de pericia en los descensos a tumba abierta.

'La pulga'


‘La pulga’, que así le pusieron los franceses por su tamaño, pero también por la desesperante facilidad con la que saltaba del pelotón en las duras subidas, era un ciclista rompedor. Y no sólo rompía las piernas de sus rivales durante los ascensos. Llegó a romper hasta el mismo Tour. Me voy a las páginas del libro de Ángel Neila sobre la biografía de este gran ciclista, para contar lo que sucedió en la décima etapa de la edición de 1933, con un recorrido de 156 kilómetros, salpicado de puertos de montaña entre Digne y Niza. Casi en los comienzos, cinco corredores mal situados en la clasificación arrancaron en una escapada mientras el pelotón pedaleaba con cierta tranquilidad… hasta que, avanzada la etapa, la ventaja se hizo mayúscula y comenzó a amenazar a los ciclistas la sombra del cierre de control (el reglamento del Tour ese año aplicaba el 8 por ciento del tiempo del ganador para señalar el cierre). Trueba se dio cuenta de esta circunstancia y se separó del pelotón para reducir las diferencias, llegando a alcanzar a uno de los fugados y entrando finalmente en la quinta posición. Sólo siete corredores se libraron aquel día de la quema, porque el resto de los participantes, incluidos los primeros de la general, entraron desfallecidos y fuera de control. Vicente Trueba había conseguido el maillot amarillo con más de nueve minutos de ventaja sobre el segundo, Fayolle, el ganador de la etapa. Pero para evitar aquella criba, Desgrange solicitó a los comisarios de la carrera que aumentaran el porcentaje del cierre de control al 10 por ciento y así repescar a la mayor parte de los corredores descolgados. Y así se hizo. Al final del Tour, el corredor torrelaveguense quedó en el sexto lugar, lejos del primer puesto que le hubiera correspondido con el reglamento en la mano.


A pesar de aquella injusticia, ‘La pulga de Torrelavega’ continúa saltando entre el pelotón de los recuerdos más entrañables del Tour. Fue héroe, mártir, titán del esfuerzo, y también el gran sueño (o acaso pesadilla) de Henri Desgrange.

Lorenzo Gutiérrez, el atleta de la mano tendida


En el duro camino donde sufren las piernas y se agota el aire, la adversidad de la caída es una prueba exigente y acaso cruel. El cuerpo se desequilibra, adopta las más ridículas posiciones para recuperar el centro de gravedad y, en pleno anuncio del fracaso, las manos se extienden para amortiguar el golpe. Ya en el suelo, siempre hay un instante en el que la tentación de rendirse aparece en escena. Parece formar parte del metabolismo del máximo esfuerzo y es breve pero intensa. Hasta que entre los corredores que te sobrepasan, uno de ellos interrumpe su ritmo, se para ante ti y extiende su brazo para ayudar a levantarte.

Algún periodista de San Sebastián se atrevió a escribir que el laredano Lorenzo Gutiérrez era capaz de ganar al gran Fernando Aguilar, un fondista que se había convertido en el eterno rival de Mariano Haro y que apodaban ‘El galgo de Aretxabaleta’ porque iba a todos los sitios corriendo. Dominador de las primeras posiciones de aquella carrera guipuzcoana de campo a través, Aguilar, seguido muy de cerca por el atleta cántabro, no pudo evitar caerse cuando pisó una pequeña depresión del terreno oculta en la hierba mal segada. Pero Lorenzo se negó a pasarle. Se detuvo ante su rival, le tendió la mano y le ayudó a incorporarse a la carrera. Aguilar entró en la meta antes que Lorenzo, pero el periodista había acertado, porque aquella mano tendida fue el gesto de un verdadero campeón.


El descubrimiento de su  don

Lorenzo Gutiérrez González (Laredo, 1942), descubrió su don cuando con doce años acudió con otros “flechas” a un campamento del Frente de Juventudes en Espinosa de los Monteros. Su jefe de centuria era un atleta de Torrelavega que para distraer a los chiquillos organizó una carrera donde él mismo participó dando ventaja de varios metros a sus pupilos. 

Lorenzo, cuya timidez le hacía casi invisible en el grupo, no era consciente de su capacidad hasta que se vio en cabeza del grupo. Miraba atrás sorprendido por la ventaja que llevaba, y el jefe de centuria, que superó a todos los críos, tuvo que intensificar el ritmo para dar caza a aquel rapaz justo al llegar al árbol que servía de referencia de meta. “Tú corres mucho, chaval”, le dijo jadeando tras el esfuerzo del sprint. 

Ya con dieciséis años, no resistió la tentación de acudir a un cross que el Frente de Juventudes organizaba en Cabezón de la Sal. Pagaban el viaje en autobús y ofrecían un bocadillo. Era suficiente. Entre los más de setenta jóvenes que participaron, Lorenzo Gutiérrez quedó el tercero. Así comenzó su trayectoria deportiva. Siendo junior, fue subcampeón de España de cross y subcampeón de España de 5.000 metros lisos. 

Un día, recibió en su casa una carta de un general invitándole a hacer el servicio militar voluntario en San Sebastián, donde se había creado el Club Atlético Jaizkíbel. Y allí se marchó, colaborando en la obtención del Campeonato del Mundo Militar de Cross por Equipos del CISM (Conseil International du Sport Militaire). Por mediación del también atleta Alberto Díaz de la Gándara, fue becado en la Residencia Blume de Barcelona durante tres años. Medalla de bronce en el Campeonato de España senior de cross, participó en varias pruebas representando a España, como en los Mundiales de Dublín, Ostende y Túnez. 

En Cantabria no tenía adversarios en las carreras de fondo. Durante años, conservó el récord de Cantabria absoluto de 800, 1.000, 1.500, 2.000, 3.000, 5.000 y 10.000 metros lisos, además de 3.000 metros obstáculos y maratón. También fue en siete ocasiones campeón de cross.

Con Abebe Bikila y Alain Mimoun

Compitió en dos ocasiones con el legendario Abebe Bikila, famoso por ganar descalzo la carrera de maratón de los Juegos Olímpicos de Tokio. La primera fue en Elgóibar, y la segunda en el Cross Internacional de Lasarte, donde logró entrar por delante del etíope. También ganó a otro campeón olímpico de maratón, al francés nacido en Argelia, Alain Mimoun, que obtuvo el triunfo en Melbourne. 

Fue el 3 de enero de 1965, en el cross de Chartres (Francia). Aquel día, fue Lorenzo el que resbaló estrepitosamente al pisar la nieve helada. Pero en aquel duro camino donde sufren las piernas y se agota el aire, la adversidad de la caída fue una bendición, porque en el instante en el que la tentación de rendirse apareció en escena, uno de los corredores interrumpió su ritmo y extendió su brazo para ayudar a levantarle. 

Era el gran Mimoun, atleta ensombrecido por Emil Zatopek que tuvo que conformarse con las medallas de plata en 10.000 en los Juegos Olímpicos de Londres y Helsinki, y de 5.000 metros también en Helsinki. Lorenzo quedó sexto en la prueba y superó a Mimoun, quizás gracias a aquella mano tendida del gran atleta francés.

Lorenzo Gutiérrez se retiró de la competición en 2004, después de ser campeón de España de Veteranos en 5.000 y 10.000 metros lisos, logrando la tercera marca mundial del año de mayores de sesenta años en los 5.000. Hoy sigue corriendo y nadando a su ritmo por la playa de La Salvé, consciente de que la verdadera meta no es una línea que hay que rebasar antes que nadie, sino unas manos entrelazadas de dos rivales que se ayudan para caminar juntos.
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