viernes, 7 de octubre de 2016

Pancho Cossío, el racinguista de la plaza de Pombo

Pancho Cossío
Su busto lleva más de veinte años vigilando la plaza, acaso resignado por el agobio de las palomas, pero atento al devenir de los transeúntes que en sus ajetreos parecen llevar consigo el paso del tiempo. Desde su posición de bronce, casi puede ver la placa que se colocó en su portal de la calle Gómez Oreña para indicar que en aquella casa nació el famoso pintor Pancho Cossío. Pero no son los artistas quienes le llevan flores cada 23 de febrero.

Francisco Gutiérrez Cossío, más conocido como Pancho Cossío, fue un deportista consumado, con el mérito de estar limitado por un accidente que sufrió de niño en Renedo de Cabuérniga, donde trascurrieron sus primeros años de vida. Ocurrió cuando su madre, distraída con la presencia del chiquillo, le fracturó el pie izquierdo con una mecedora. Los médicos no pudieron evitar la secuela de una cojera que le impediría correr, y por lo tanto jugar al fútbol, así que en referencia a la práctica deportiva, fueron la natación y la vela sus actividades favoritas.

Amante del fútbol y fundador del Racing

Sin embargo, el fútbol fue una referencia importante de su juventud y de su relación de amistad. Cuando los amigos que vivían en el entorno de la Plaza de Pombo decidieron formar un equipo con el nombre de Racing, también contaron con él. Además, Pancho guardaba una excelente relación con Ángel Sánchez Losada, el primer presidente del club, debido a que habían coincidido en la academia de pintura donde ambos estudiaban, de tal manera que Pancho formó parte de la primera directiva del equipo como tesorero.

Cossío muy pronto se dedicaría a la pintura, su verdadera vocación, y después de haber contribuido a la creación del Racing, marcharía a Madrid en 1914, donde asistiría a las clases de pintura impartidas por Cecilio Pla hasta 1918. Celebró su primera exposición en el Ateneo de Santander en 1921, y luego se marchó a París, donde conoció a varios artistas del momento que marcarían su trayectoria, y en donde coincidiría con otros pintores cántabros, como María Blanchard, César Abín y Santiago Ontañón. En Francia también se aficionaría al cine, tomaría contacto con Luis Buñuel y participaría como actor en algunas películas. Al regresar a España en los años treinta, Pancho se dejó llevar por la locura política del momento y colaboró en la fundación de las J.O.N.S. (Juventudes Obreras Nacional Sindicalistas). También formó parte del grupo de la revista ‘Proel’, donde colaboraban sus amigos, participando en su nominación y con artículos y dibujos en las cubiertas de algunos números, como en la portada de otoño de 1946. La revista, que supuso una luz en el sombrío panorama literario de la época, incluso le dedicó un homenaje en los números 5 y 6 de agosto y septiembre de 1944.

Reconocimiento internacional

En los años sesenta, su pintura comenzó a ser reconocida internacionalmente y se prodigó en exposiciones, destacando la de la Feria Internacional de Nueva York. Nunca se olvidó de su Racing, y en las entrevistas que le realizaban, no dejaba de mencionar a su equipo. Algunas de sus declaraciones constituyen uno de los escasos testimonios sobre cómo el Racing consiguió el título de “Real”, cuando un día se acercaron al Palacio de la Magdalena y se entrevistaron con Alfonso XIII solicitándole la autorización: “Y el rey, muy impuesto de su trascendental acto, nos otorgó, sin más dilaciones, el título de Real”, comentó en 1961 en el diario ‘Pueblo’.

Falleció en su casa de Alicante el 16 de enero de 1970 y fue enterrado en Ciriego, en el Panteón de Hombres Ilustres de Santander. En 1994, el ayuntamiento democrático de Santander le dedicó el busto de la plaza de Pombo con motivo del centenario de su nacimiento, fechado el 20 de octubre de 1894, aunque mi amigo José Manuel Holgado, hurgando en el registro civil y en su acta de defunción, ha descubierto que nació el mismo día y el mismo mes, pero de 1889, que es la que suponemos correcta, achacando el error a la humana y coqueta costumbre de quitarse años, que como señalan algunos biógrafos, tenía el genial pintor.

Su busto lleva más de veinte años vigilando la plaza, atento al devenir de los transeúntes que en sus ajetreos parecen llevar consigo el paso del tiempo. Pero no son los artistas quienes le llevan flores cada 23 de febrero. Son y somos los racinguistas, dispuestos a mantener la tradición de honrar a uno de los fundadores del club en un lugar emblemático que no queremos que desaparezca, por la salud y el bien de nuestra memoria histórica.

lunes, 3 de octubre de 2016

El aristócrata que quiso cambiar el mundo

Pierre Fredy, balón de Coubertin
Nació aristócrata en una familia monárquica, pero se hizo republicano. Era francés, pero admiró el estilo de vida anglosajón. Tuvo un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo, y siempre lo mantuvo firme como bandera de su destino. Asumió que el sueño estaba en él, y que el obstáculo para su cumplimiento, también. Por eso superó la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud con la fuerza de su entusiasmo, siempre joven. Porque nadie envejece al cumplir años, sino por abandonar sus ideales.

Pierre Fredy, barón de Coubertin (París, 1863-1937) fue un rebelde que quiso cambiar el mundo. No quiso seguir los pasos de su familia adinerada y rechazó la carrera militar y la diplomática, quedando hipnotizado por la educación que los británicos daban a sus jóvenes por medio del deporte. Aficionado al ciclismo y al remo, aunque también practicante ocasional de esgrima y tenis, quedó prendado por la experiencia de Thomas Arnold en la Escuela de Rugby y decidió encomendar su vida al estudio de la pedagogía para cambiar una rígida y estricta sociedad por medio de los ejercicios físicos. Estaba convencido de que los jóvenes de su tiempo vivían encerrados en aulas empapeladas con viejos libros, cuando lo que necesitaban era movimiento constante en prados, ríos y bosques. Por eso se rebeló contra aquella educación que llegó a calificar de “sedentarios culos de silla”.

Un nuevo modelo de educación

Desengañado de los políticos, intentó convencer a la sociedad francesa para construir un nuevo modelo de educación que alejara el pesimismo de una nación derrotada por los ejércitos prusianos, pero en sus viajes por Europa y América comprendió que su proyecto tenía que ser universal y sin distinción de clases sociales. En aquel ideal se cruzó otra de las materias de las que era un apasionado, la historia. Los restos arqueológicos que alemanes y franceses estaban descubriendo en la vieja Olimpia, renovaron el interés por los Juegos Olímpicos, y el 25 de noviembre de 1892, en una conferencia que pronunció en el claustro de la parisina Sorbona sobre ‘los ejercicios físicos en el mundo moderno’, lanzó su ambicioso proyecto de restablecer los Juegos Olímpicos de la antigua Hélade. Dos años después, por medio de la Unión de Sociedades Francesas de Deportes Atléticos que había contribuido a crear, convocó un congreso internacional del que surgiría el Comité Internacional Olímpico y la decisión de celebrar los Juegos cada cuatro años en ciudades de países diferentes. Después de sortear innumerables problemas y críticas, logró poner en marcha su proyecto en Atenas, en 1896. Coubertín sería el alma, el motor, el ideólogo, el ejecutor y el proyectista de esa gran aventura que hoy es una realidad inmensa: los Juegos Olímpicos de la era moderna.

Un auténtico luchador

Pero arrancar no era suficiente garantía de continuidad. Tuvo que seguir luchando y empujando. Se dejó en ello su fortuna y su patrimonio personal. Además, la incomprensión que recibió por parte de algunos de sus compatriotas, las tensiones políticas y la Gran Guerra, fueron constantes pruebas a su perseverancia. Pero como él mismo decía: “El buen luchador retrocede pero no abandona. Se doblega, pero no renuncia. Si lo imposible se levanta ante él, se desvía y va más lejos. Si le falta el aliento, descansa y espera. Si es puesto fuera de combate, anima a sus hermanos con la palabra y su presencia. Y hasta cuando todo parece derrumbarse ante él, la desesperación nunca le afectará”.

Su corazón, en Olimpia

Coubertin fue un ejemplo de esa constancia. Mantuvo vivo ese fuego olímpico que aún hoy alumbra y calienta nuestra época. En su vejez, a bordo de una yola, no dejó de remar en las aguas del lago de Mirville, o en el puerto de Ouchy, en las orillas del lago Léman, hasta que la muerte le sorprendió en los jardines del parque de la Grange, en Ginebra, en el otoño de 1937. En su testamento dejó escrito que su cuerpo descansara en Suiza, nación que le dio cobijo a él y a su proyecto olímpico, aunque estableció que su corazón fuera llevado al mítico santuario de Olimpia. Y allí, embalsamado, en una pequeña caja, dentro de un monumento dedicado a su persona, late ese corazón aristócrata que aún bombea el gigantesco ideal de los Juegos Olímpicos, un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo que ha sabido superar la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud para cambiar el mundo con la fuerza del entusiasmo.

martes, 20 de septiembre de 2016

El primer magnífico

Pagaza
Son siete. Como las siete maravillas del mundo, o los siete magníficos. Y como aquellos pistoleros salvadores de un pueblo oprimido, deberían evocarse con la música que Elmer Bernstein escribió para la famosa película. Siete hombres extraordinarios, siete jugadores fantásticos que sobresalieron entre los ya privilegiados futbolistas que tuvieron el honor de vestir la camiseta del Racing. Los siete son los únicos que jugaron en la selección nacional española absoluta de fútbol con la feliz circunstancia de que lo hicieron siendo futbolistas del Racing, no del Real Madrid, ni del F. C. Barcelona, ni del Atlético de Madrid… Eran futbolistas del Racing. Sus nombres (que suene esa música, por favor) son: Francisco Pagaza, Óscar Rodríguez, Enrique Larrínaga, Fernando García, Rafael Alsúa, Pedro Munitis y Salva Ballesta.

Entre esos siete magníficos, el primero de ellos, Francisco Pagazaurtundúa González (Santurce, 1894-1958) introduce al Racing en uno de los acontecimientos históricos más importantes del fútbol español: la creación de su selección nacional.

Los Juegos Olímpicos

Acabada la I Guerra Mundial, los Juegos Olímpicos de 1920, en Amberes (Bélgica), celebraron la reanudación de la paz entre las naciones. España hizo un gran esfuerzo para presentar deportistas al acontecimiento, de tal manera que logró incluir al mayor número de participantes hasta entonces, un total de 59, entre ellos los 22 del equipo de fútbol que se había creado para la ocasión. El 28 de agosto de 1920, en el estadio La Butte de Bruselas, bajo una fina lluvia, saltaron al terreno de juego los primeros futbolistas que representaron a España en una competición: Zamora; Otero, Arrate; Samitier, Belauste, Eguizábal; Pagaza, Sesúmaga, Patricio, Pichichi y Acedo.

La selección española inició con este partido su camino para conseguir la medalla de plata, ya que ganó por uno a cero a la selección de Dinamarca. El racinguista Pagaza tuvo su protagonismo en el gol de la victoria. La crónica de Manolo de Castro (‘Handicap’) en ‘Madrid-Sport’, relata que “Pagaza recoge un pase de Belauste, corre la línea como un gamo, se interna, ‘shoota’ fuertemente, el portero devuelve con dificultad, y el mismo Pagaza recoge de nuevo el pelotón en la línea de ‘goal’, para centrar suave hacia atrás, y Patricio, que venía arreando a gran tren, ‘shoota’, sesgado y raso, con la derecha, por la izquierda de Hansen, a la esquina de la red”. Así se marcó el primer gol de la selección española de fútbol. Pagaza jugó cinco de los seis partidos que la selección disputó en los Juegos Olímpicos, y a su regreso a Santander, el Racing le ofreció un homenaje de reconocimiento por el éxito deportivo.

Ambiente familiar acomodado

Quizás el ambiente familiar de Pagaza no era el propicio para que se convirtiera en jugador de fútbol. A diferencia de otros muchos futbolistas, su familia gozaba de cierto poder adquisitivo y acomodo social. Era el mayor de los tres hijos del arquitecto bilbaíno Emiliano Pagazaurtundúa, y de Amalia González, que era profesora de piano en el Conservatorio de Música de Madrid. En este ambiente, Pagaza fue uno de esos afortunados que, después de acabar los estudios básicos en la localidad vizcaína de Orduña, tuvo ocasión de estudiar en Inglaterra, donde jugó al fútbol en varios equipos juveniles.

Con el tesoro de su experiencia inglesa, en 1912 comenzó a jugar en el Arenas Club de Guecho, uno de los grandes del Campeonato del Norte. En el Arenas estuvo hasta 1920, aunque en la temporada 1916-17 jugaría en el Athletic Club de Madrid. Tenía amigos en Santander y solía venir a la ciudad a jugar partidos amistosos. Fue uno de los hombres del Arenas que en 1919 arrebató el título de campeón del Norte a los racinguistas. Con el club vizcaíno, ese mismo año se proclamaría campeón de la Copa del Rey. Al año siguiente, se incorporó al Racing, manteniéndose hasta 1926, con el paréntesis de jugar con la Real Sociedad Gimnástica de Torrelavega la temporada 1923-24. Marcó 7 goles en los 34 encuentros que jugó con el Racing. Después de su etapa en Santander se marchó a Madrid a defender los colores del Racing Club de Madrid, donde se retiraría como jugador en 1927.

Pagaza, entrenador

No se despegaría del fútbol, porque continuó ejerciendo como entrenador. Después de haber dirigido a equipos como el santanderino Eclipse F. C., Real Sporting de Gijón y Racing Club de Sama, Pagaza se incorporó a la disciplina del Racing Club de Santander en la temporada 1929-30, cuando el equipo montañés ya había estrenado la Primera División. Luego entrenó al C. A Osasuna para regresar al Racing en la temporada 1932-33, y después de haber dirigido al R. C. D. Mallorca, de nuevo se vino a Santander para gestionar la crisis de juego del Racing (entonces Real Santander) en la temporada 1941-43, con el triste resultado de descender por primera vez a Tercera División. Luego entrenaría al Hércules C. F. y al C. D. Numancia, este último equipo en Segunda División, cuando en la temporada 1949-50 coincidió con el gran Racing que recuperaría la división de honor. El equipo soriano de Pagaza sería el que acabó con la racha de trece victorias consecutivas de aquel legendario equipo liderado por el ímpetu y genialidad de Rafael Alsúa. Los racinguistas perdieron aquel día por el resultado de dos a uno.

Tras regresar de presenciar un encuentro de fútbol en Bilbao, falleció en Madrid el 18 de noviembre de 1958. El Racing celebró una misa en su memoria, mientras que en su localidad natal, Santurce, le rindieron homenaje poniendo su nombre a una calle.

Son siete. Como las siete maravillas del mundo, o los siete magníficos. Siete hombres extraordinarios, siete jugadores fantásticos que sobresalieron entre los ya privilegiados futbolistas que tuvieron el honor de vestir la camiseta del Racing. Los siete son los únicos que jugaron en la selección nacional española absoluta de fútbol con la feliz circunstancia de que lo hicieron siendo futbolistas del Racing. El primero de ellos fue Pagaza, que introdujo al club cántabro en uno de los acontecimientos históricos más importantes del fútbol español: la creación de su selección nacional y su éxito en Amberes. Pagaza vivió en la Gran Vía madrileña, justo en frente del hotel Amberes, cuyas luces veía desde su ventana, acaso para insinuarle que el nombre de esta ciudad belga y olímpica le acompañaría siempre.

jueves, 15 de septiembre de 2016

El ‘Cuco’ y las primeras regatas

Un balandro de la época en la bahía de Santander
Viento, mar y salitre; telas que se estiran y proas de madera que cortan las olas. El agua salpica las pieles curtidas y el vaivén de la cubierta no puede romper el equilibrio de los pies anclados y las manos sujetas al timón.

El placer de navegar por navegar ya se ha metido en la sangre de los jóvenes de Santander. Cuarenta y dos de ellos crearon el Club de Regatas y comenzaron su actividad. Poco a poco, se puso en liza a remeros y tripulantes de botes a vela. Y fueron aparecieron barcos que lucirían en su palo el grimpolón del Club de Regatas. El ‘yachting’ se estaba poniendo de moda y en Santander se botaría el más grande balandro de recreo de la costa cantábrica. Arqueando unas doce toneladas, duro y marinero, su dueño, José Abascal, quiso construirle en la ribera de El Astillero, donde se hicieron las famosas naves de guerra, y que le bautizara el mismo sacristán de la catedral, Ciriaco Rubio, con aquel nombre tan peculiar y santanderino: El ‘Cuco’.

El ‘Cuco’ obtuvo los primeros éxitos de la vela santanderina. En 1883, cruzó apuestas con otros barcos bilbaínos para hacer el trayecto Santander-Bilbao y Bilbao Santander en menos tiempo, pero un enorme temporal dejó a los barcos vascos sin botalón ni botavara, arrastrándolos a la deriva. El ‘Cuco’ eludió los destrozos, pero la apuesta quedaría en pie. Al año siguiente, la prensa se volcó en la organización de una regata en Santander que se celebró el 29 de julio. Participaron barcos cántabros y vizcaínos. Ganó el ‘Cuco’ ante el vuelco del ‘Montebello’.

La más reñida

Pero la más reñida de todas aquellas primeras regatas fue la que se celebró el 2 de agosto de 1885, también en Santander, entre barcos santanderinos y bilbaínos. La flota cántabra estaba compuesta por el ‘Cuco’, el ‘Marina’ el ‘Ana María’ y el ‘Anita’, mientras que los vascos contaban con el ‘Felicia’, el ‘Chirta’, el ‘Montebello’ y el ‘Esperanza’. Era una prueba de seis millas. Para su organización, se habían preparado dos embarcaciones de apoyo, ambas de la ‘Corconera’, empresa de vaporcitos de la bahía que se distinguían por su número y prestaban varios servicios.

El disparo de cohetes anunció la salida del Corconera número 7, a bordo del cual iba el jurado y los socios del Club de Regatas. Luego lo haría el Corconera número 6, también llamado ‘Hércules’, por ser el más grande de todos, y que partiría engalanado de banderas y gallardetes, llevando a un público selecto, entre los que se encontraban hermosas e intrépidas damas, y a la banda municipal, que en proa tocaba varios números musicales. Toda la línea de la costa estaba llena de curiosos, algunos provistos de gemelos para seguir la regata.

Desde el Corconera número 7, colocado a sotavento de la boya, se hicieron las señales de prevención y salida. Y con viento del Nordeste, los barcos partieron a las tres de la tarde. El número 7 cruzaba en todas direcciones para auxiliar a los veleros que lo necesitaran, mientras que el número 6, se mantenía en la entrada de la bahía, como espectador. En él habían embarcado algunos periodistas, entre ellos José Estrañi, director de ‘El Cantábrico’ y famoso pacotillero.

El periodista asustado

A media regata, el viento dio un cambiazo y sopló de Noroeste, sorprendiendo a algunas embarcaciones. Hubo mucha igualdad y muchos nervios, no tanto entre los balandros que participaban, como en el Corconera número 6, donde Estrañi, nacido en Albacete y con escasa experiencia en asuntos de la mar, estaba más pendiente de las maniobras del patrón, señor Bohigas, que la de los barcos que entraban en el regateo, porque asustado por los cohetes que se lanzaban desde el barco, corría de proa a popa, o viceversa, como pollo sin cabeza. Dicen que uno de los cohetes salió culebreando en otra dirección y pasó rozando una de las orejas de Estrañi que tardaría mucho en recuperarse del soponcio. Acaso por eso el resultado de la regata fue incierto. Unos, como ‘El Aviso’, aseguraron que el ganador fue el ‘Cuco’, mientras que otros hablaron de una discutida decisión por el puesto de honor entre el ‘Cuco’ y el ‘Chirta’ que causó polémica y algo más, porque hubo bronca en el barrio de pescadores entre cántabros y vizcaínos (llegados éstos para vender su pesca), esgrimiendo ambas partes los remos como arma de combate.

Al final todo quedó en concertar una apuesta entre el ‘Cuco’ y el ‘Chirta’ a base de salvar en menos tiempo la distancia entre las dos barras de Bilbao y Santander. Pero nadie supo nunca cómo terminó aquella discusión.

Viento, mar y salitre; telas que se estiran y proas de madera que cortan las olas. El agua salpica las pieles curtidas y el vaivén de la cubierta no puede romper el equilibrio de los pies anclados, excepto los de José Estrañi, que sigue corriendo de proa a popa, o viceversa, como pollo sin cabeza, sin prestar atención a la gloria del balandro más victorioso y formidable del Cantábrico: el ‘Cuco’.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Un campeón único para la historia del golf

Seve levanta la copa del Open Británico en 1979
Cuando se contempla la globalidad, el mejor sólo es un concepto inalcanzable atrapado en el tumulto de subjetividades. Su rastro es una chispa de espejismo que salta al frotar la decisión de un instante con la superficie de la genialidad. En excepcionales ocasiones, esas chispas provocan incendios de enormes magnitudes, arrasan con lo establecido y sientan las bases para iniciar un nuevo principio de todo. Entonces la abstracción del mejor se aparta para dejar paso y reverenciar al gran protagonista de la renovación.

El golf se incendió en el verano de 1979, en el Royal Lytham & St. Annes, durante la celebración del Open Británico. Las primeras chispas comenzaron a aparecer en los últimos cinco hoyos de la segunda vuelta, porque aquel joven jugador español no había tenido un buen comienzo. Tenía una bella estampa que destacaba entre el resto de jugadores. Vestía con la oscura elegancia del azul, con un jersey Slazenger y un polo blanco que adornaba su cuello. Los pasos de su caminar por el campo delataban una elegancia y seguridad impropia de sus 22 años. Hubiera sido simple apariencia, pero en aquellos cinco últimos hoyos de la segunda vuelta, con el viento de cara, Seve consiguió cuatro ‘birdies’ y dio un giro decisivo al torneo. En la tercera vuelta, se emparejó en el recorrido con Hale Irwin, que iba en cabeza y pudo mantener la distancia con él. El resultado, antes de la última jornada, continuaba liderado por Irwin, seguido de Ballesteros a dos golpes. Pisándole los talones, a un golpe de Seve, estaban Jack Nicklaus y Mark James.

El día decisivo

En el día decisivo, el golf se puso del lado de Severiano Ballesteros. Ya en el primer hoyo, el de Pedreña se puso en primera posición al hacer ‘birdie’, mientras que en el siguiente, Irwin se apuntó un doble ‘bogey’. Los periodistas británicos dudaban de que la juventud de Ballesteros pudiera soportar tanta presión, porque el primer puesto variaba constantemente, hasta que en el hoyo 13, Seve hizo un ‘birdie’ increíble con un ‘pat’ de nueve metros desde el collarín del ‘green’, donde había dejado la bola después de haber caído a un ‘bunker’ de calle, a unos sesenta y cinco metros del ‘green’. En ese momento, recuperó la delantera y no la perdió más.

En el hoyo 16 hizo su memorable jugada desde el aparcamiento para hacer un nuevo ‘birdie’. Los dos últimos hoyos fueron igualmente apasionantes.

En el 18, Irwin, que finalmente acabó a seis golpes del campeón, sacó un pañuelo de su bolsillo y lo agitó al público en señal de rendición. Fue él quien bautizó a Seve como “el campeón del parking”, acaso para menospreciar su juego improvisado y falto de ortodoxia. Fue el primero que advirtió del incendio que tanta chispa de genialidad había originado.

Aquel joven de Pedreña que dio sus primeros golpes en la arena de la playa, con un hierro 3 que le ayudó a desarrollar su gran capacidad para imaginar lo impensable, había comenzado a cambiar el golf.

Seve logró cerca de cien triunfos como profesional, entre ellos cinco en el Grand Slam. Fue campeón del mundo por equipos, despertó el interés de la Ryder Cup que agonizaba con tanta monotonía de triunfos norteamericanos y se convirtió en el primer deportista global que tuvo España, el más internacional y el más conocido y reconocido. Sin embargo, ser el mejor tantas veces no fue su gran mérito.

Su espectacular y genuina manera de jugar provocaría que millones de personas empezaran a gozar con este deporte. Con Seve, el golf se quitó la corbata y los pantalones de cuadros para comenzar a practicarse en los aparcamientos, debajo de los árboles, de rodillas y con golpes inverosímiles. Quizás no fue el mejor, porque el mejor sigue siendo un concepto inalcanzable, atrapado en el tumulto de subjetividades. Pero Severiano Ballesteros revolucionó el golf, lo popularizo y lo acercó a todas las clases sociales. Él sentó las bases para iniciar un nuevo principio y por eso la abstracción del mejor se apartará siempre para dejarle paso y reverenciar su memoria de deportista único e irrepetible.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

El gran salto de Santillana

Santillana
Fue un salto a destiempo, demasiado anticipado, de esos que al principio deleitan elevándose por encima de los defensores, pero luego, en el instante preciso de la llegada del balón, nos humillan descendiendo, mientras todos suben y exhiben el estúpido fracaso de la falta de coordinación. Además, con la altura que había alcanzado aquel nuevo delantero centro del Racing, el ridículo iba a ser mayúsculo.

Pero me equivoqué. Y de qué manera. Aquel delantero no descendió. Como si el cielo le hubiera proporcionado ese punto de apoyo con el que Arquímides aseguró poder mover el mundo, su cuerpo sobresalió entre una nube de jugadores, su cadera realizó un violento giro, cuya inercia convirtió en látigo su cuello, y su frente, yunque de carne y hueso con los ojos abiertos, chocó contra la pelota emitiendo un sonido de trueno que confirmó que aquella exhalación no fue un engaño visual de nuestra fantasía. Después de tantos años, es el gol más impresionante que he visto y que he oído en mi vida.

Monaguillo y marcero


Hacerse futbolista entre amigos que cantan marzas para comprar botas y camisetas, tenía que ser síntoma de buenos augurios. Así comenzó a hacerse jugador de fútbol Carlos Alonso González, un chaval de Santillana del Mar, alumno del ‘Regina Coeli’ y monaguillo en las misas del padre Antonio Niceas. Tras jugar en el torneo de la Amistad, se incorporaría al juvenil Satélite, filial del Barreda Balompié. Su entrenador, Valentín Cuétara, fue quien le bautizó con el seudónimo de Santillana, llevando el nombre de la hermosa villa románica más lejos que el célebre marqués autor de las ‘Serranillas’.

Tenía unas facultades físicas excepcionales, aunque su técnica dejaba mucho que desear. Muy pronto comenzó a jugar con el equipo regional, aportando sus goles al ascenso del Barreda Balompié a Tercera División en 1970. Aquel año sería internacional juvenil y se proclamaría campeón de Aficionados tras ganar en la final a la Cultural de Guarnizo. El joven Santillana se estaba preparando para dar su impulso más potente.

El entrenador racinguista, Manuel Fernández Mora, fue quien le echó el ojo. Tuvo que lidiar con otras ofertas, porque a Santillana también le quería la R. S. Gimnástica de Torrelavega, el R. C. Deportivo de La Coruña y el C. F. Barcelona. Pero eligió el Racing, aunque en aquel tiempo, el equipo peleaba por el ascenso a Segunda División. Aún no había terminado la temporada 1969-70, cuando el conjunto cántabro fue a jugar la primera edición del Trofeo de La Galleta. Los santanderinos ya se habían comprometido a participar pensando que para finales de junio la temporada terminaría, pero ésta tuvo que prolongarse debido a los emocionantes partidos de promoción de ascenso contra el C. D. Ilicitano, así que para solucionar el compromiso, el club decidió acudir a Aguilar de Campoo llevando parte de los jugadores no convocados, varios jóvenes del Rayo Cantabria y algunos juveniles, entre ellos el recién llegado de Santillana del Mar. El 28 de junio, el Racing, dirigido por José Antonio Saro, ganó al Real Valladolid por uno a cero, gol marcado de un formidable remate de cabeza de Santillana. Meses después, debutó oficialmente como racinguista en los Campos de Sport, el 13 de septiembre de 1970, contra la U. P. Langreo. Jugaron aquel día Corral; Chinchón, Argoitia (Santi), José María; García, ‘Zoco’; Aguilar, Cabello, Linares (Santillana), González e Isidro.

Excelente rematador

Se confirmaría como excelente rematador en la cuarta jornada, cuando el Racing recibió al Pontevedra C. F. y a los diez minutos, un avance por la derecha de García brindó al joven ariete la posibilidad de exhibir su potente salto vertical, elevándose varios centímetros sobre sus marcadores y rematando de cabeza el uno a cero. Santillana fue afinando su puntería y sus recursos. Sería el autor de los tres goles de la victoria ante el Onteniente C. F. y sería vital para que el Racing eludiera la promoción al marcar el único gol contra el C. D. C. Moscardó que llevó la firma de su remate de cabeza, a pase de Aguilar, cuando faltaban once minutos para el final. Era el gol número 17 del delantero con el que sería Pichichi de Segunda División, aunque compartiéndolo con el jugador del Córdoba C. F., Manuel Cuesta. Meses después, tras jugar 36 partidos con el Racing, se incorporó al Real Madrid con Aguilar y Corral en una operación que salvó al club de la difícil situación económica que atravesaba.

En poco más de un año, con el impulso tomado desde los Campos de Solvay, aquel juvenil logró dar el salto desde categoría regional a Primera División, alcanzando el éxito del Campeonato de Liga en su primera temporada con los madridistas. Sigue siendo el internacional cántabro con más partidos disputados, cincuenta y seis. Como si el cielo le hubiera proporcionado ese punto de apoyo con el que Arquímides aseguró poder mover el mundo, Santillana sobresalió entre todos los futbolistas por sus impresionantes saltos, impulsos y remates de cabeza. Que nadie lo dude. Ni Zarra, ni Churchill podrán compararse nunca con él. Fue la mejor cabeza de todos los tiempos.

miércoles, 31 de agosto de 2016

La mejor jugada de 'Los Zurdos'

Ilustración del libro didáctico de 'Los Zurdos'
Viejo y ciego, aquel jugador que acudía a la bolera del Puente a “oír jugar a los bolos”, no pudo evitar la emoción y se levantó decidido a tirar. Le dieron la bola que colocó en la mano y, con la gracia del magnífico estilo de otros tiempos, la lanzó alta con un destino incierto. Pero sólo fue una estampa bolística contada por quienes supieron lanzar retos al cielo para hacer caer su voluntad sobre las filas de los bolos. Aquella singular pareja de zurdos, compuesta por Rogelio González (El Zurdo de Bielva) y Jesús Sánchez (El Zurdo de Mazcuerras), ganó su mejor concurso con el lanzamiento de su propia experiencia. Fue una bola de voz viviente, con palabras escritas, que quiso derribar la anarquía y la ignorancia de un juego que amaron como a su propia tierra.

La pareja sorprendió por primera vez a los aficionados en 1930, durante las eliminatorias del Campeonato de Bolos de la Montaña organizadas por la Cuerda Royalty. Rogelio tenía 34 años y Jesús, 19. Fueron los indiscutibles campeones en las finales, derrotando a Mallavia/Varillas y a Calderón/Somonte. Eran tiempos difíciles para los bolos. Después de la creación de la Federación Bolística Montañesa (1919), los aficionados comenzaron a polemizar sobre la forma de los bolos y la jugada del estacazo, creándose un clima de desunión y discordia. 

Fomento de los bolos

Durante la relación estrecha y cordial que mantuvieron como compañeros de juego, entre 1929 y 1936, los zurdos también conjugaron el deseo de ayudar al fomento de los bolos. El tándem de veterano y aprendiz fue madurando en las boleras y fuera de ellas. ‘El Zurdo de Mazcuerras’, que era maestro, fue quien propuso la idea de escribir el libro. Ambos ordenaron definitivamente sus conocimientos y así nació ‘El juego de bolos montañés’, con 119 páginas sostenidas sobre una modesta edición de 16 por 11,5 centímetros, con varias ilustraciones y ocho capítulos que se imprimió en Gráficas Ansorena, de Cabezón de la Sal.

Como inspiración que movió a los zurdos a escribirlo, ellos mismos señalaban el de “poner de manifiesto las bellezas de nuestro deporte, enmascaradas en gran parte por la actual anarquía en que se desenvuelve”; “hacer asequible el conocimiento del juego a los aficionados poco versados”; “facilitar en lo posible, por medio de las reglas a seguir, la formación de jugadores” e “interesar a la opinión, tanto conocedora como profana, para intensificar y extender la afición”.

Los Zurdos no sólo aportaron el valor de un testimonio de excepción por su calidad como jugadores. También se adelantaron a su tiempo ofreciendo soluciones metodológicas para orientar la formación y el aprendizaje. Si como se asegura en el texto, los conocimientos de bolos no se habían recogido hasta entonces “en ningún tratado escrito”, es fácil deducir que el libro de Los Zurdos constituye el primero, convirtiendo a sus autores en pioneros de la divulgación del juego montañés.

Los Zurdos corrigieron las últimas pruebas de su libro el 17 de julio de 1936, en la víspera del estallido de la guerra civil. No eran buenos tiempos para los libros. Además, las ideas republicanas de El Zurdo de Mazcuerras, que fue encarcelado en la posguerra, acabaron con los ejemplares en un almacén de Cabezón de la Sal sin que llegaran a los lectores, hasta que la librería Estvdio los rescató en los años noventa.

Estampas bolísticas

Rogelio y Jesús finalizaron el libro con unas estampas bolísticas no exentas de un sentimiento romántico y costumbrista. En una de ellas, un viejo y ciego jugador que acudía a la bolera del Puente a “oír jugar a los bolos”, no pudo evitar la emoción y se levantó decidido a tirar. Le dieron la bola que colocó en la mano y, con la gracia del magnífico estilo de otros tiempos, la lanzó alta con un destino incierto… Pero ¿a dónde?

Los Zurdos se olvidaron del destino de sus libros y de la bola lanzada por el viejo y ciego jugador: “¿Acaso importa a dónde? “¿Acaso dejan de ser sublimes, por carecer de finalidad, algunos impulsos del corazón?”. Aquella singular pareja de zurdos ganó su mejor concurso con el lanzamiento de su propia experiencia. Fue una bola de voz viviente, con palabras escritas, que quiso derribar la anarquía y la ignorancia de un juego con los impulsos del corazón.

sábado, 27 de agosto de 2016

El árbitro encañonado

José Gutiérrez Mier
Es 4 de noviembre de 1945, domingo de fútbol en Reinosa (Cantabria), en los campos de San Francisco. El partido está igualadísimo. Lo refleja el tres a tres del marcador. Puede ganar cualquiera de los dos equipos: el C. D. Naval o el Rayo Cantabria.

José Gutiérrez Mier, el árbitro, está llevando bien el encuentro. Sigue el juego de cerca, recorriendo la diagonal que mandan los cánones. Es un árbitro con experiencia y con prestigio. Ya ha actuado de linier en Primera División de la mano del colegiado Rafael García Fernández, y eso pesa entre los futbolistas. Sin duda es un árbitro con mucho futuro. Ha sabido aplicar a su autoridad las cuatro virtudes cardinales del juez deportivo: energía, valor cívico, honor y firmeza de carácter. Además, ha memorizado el decálogo propuesto por Fermín Sánchez, el primer árbitro de Cantabria, decálogo que enumera, mientras trota por el terreno de juego: Primero: “Piensa toda la semana que el domingo debes gastar tus energías físicas”. Segundo: “Refresca tu inteligencia con la lectura frecuente de las leyes del juego”. Tercero: “Procura amoldar tu vida privada a los dictados de una moral intachable”. Cuarto: “Con vista, agilidad y energía tus actuaciones serán admiradas”. Quinto: “Cuida, como de la tuya, de la integridad física de los jugadores”. Sexto: “El terreno de juego sea para ti campo donde reine la justicia”. Séptimo: “Frena los impulsos de tu carácter y deja que la serenidad presida tus fallos”. Octavo: “Huye de las discusiones dentro y fuera del campo, si quieres mantener tu autoridad”. Noveno: “Tu prestigio deportivo será el resultante de una conciencia pura, de un valor personal sin jactancia y del conocimiento perfecto de las leyes del juego”. Y décimo… 

El córner

En un ataque del Rayo ha pitado córner. Ha cambiado el trote por el paso rápido y se dirige hacia la zona del segundo palo. No se acuerda del décimo mandamiento arbitral, pero no importa. Le vendrá a la memoria en cualquier momento.

Cuando llega a la posición deseada, da tiempo al jugador para colocar la pelota en la esquina y echa un vistazo al grupo que se ha apelotonado en el área. Detrás de la portería, descubre la presencia, siempre tranquilizadora, de dos guardias civiles que velan por el orden público. Por un instante, se abstrae hipnotizado por los uniformes verdes, los tricornios y la sensación de seguridad que le producen los dos miembros de la benemérita. Pero debe prestar atención al juego, aunque sigue sin acordarse del décimo mandamiento arbitral.

El jugador rayista, Enrique Argos, ha sacado el córner y su golpeo ha dirigido el balón a media altura, hacia el primer poste. Dos jugadores, uno del C. D. Naval y otro del Rayo Cantabria, se han precipitado empujándose para llegar antes a conectar con la pelota, pero el rayista Timimi, obtiene la ventaja lanzándose en plancha, aunque un poco a destiempo. Por eso no ha podido resistir la tentación de dar un puñetazo al balón como gesto frustrante al no haber llegado a rematar con la cabeza. Pero la frustración se ha convertido en un inesperado éxito, al mandar la pelota dentro de la portería. Timimi se levanta convencido de que el sonido del silbato ha descubierto la infracción, por eso se extraña de que sus compañeros vayan a abrazarle efusivamente.

El guardia civil

Gutiérrez Mier no ha podido ver con claridad la jugada por el amontonamiento de defensas y delanteros. Ha concedido gol señalando el centro del campo, aunque los reinosanos están insistiendo demasiado en sus protestas y el público, en especial el situado detrás de la portería, le increpa ruidosa y despectivamente. Entre la nube de jugadores que le rodean reclamando mano del autor del gol, Gutiérrez Mier ha visto a un guardia civil, uno de los dos que estaba detrás de la portería, entrando en el terreno de juego y dirigiéndose hacia él, seguramente con la intención de protegerle de tanto revuelo. Cuando observa que ha desenfundado su arma reglamentaria, piensa que el representante de la ley está fuera de lugar, que es una exageración dispersar un tumulto deportivo de esa manera. Pero se equivoca. El punto de mira de la pistola tiene otro destino. El guardia extiende el brazo, le apunta al pecho mirándole a los ojos y le escupe:

- Ha sido una mano clarísima. O anulas el gol o te pego un tiro.

Gutiérrez Mier se ha quedado pálido. No ha podido articular palabra. Anula el gol y casi con marcialidad, señala la mano de Timimi que no ha visto. Los jugadores del Rayo no dicen ni pío. El público aplaude la rectificación y algunos aficionados felicitan al guardia civil.

- ¡Eso sí que es justicia, sí señor! 

Pero la justicia a veces tiene dos caras. Días después, la Federación Cántabra de Fútbol mandó repetir el partido que se jugó sin público, con los campos de San Francisco rodeados de guardia civiles. El Rayo se impuso 1-6 y logró ser campeón, ascendiendo a Tercera División. Por su parte, el guardia civil fue sancionado y destinado a Canarias.

Con más tranquilidad, ya en su casa, el colegiado encañonado abrió el libro ‘Cómo se hace un árbitro’, de Fermín Sánchez y encontró el mandamiento olvidado del decálogo: “La augusta misión que tienes que cumplir no debe admitir coacciones”.

- Siempre y cuando no te encañonen con una pistola, -apostillaría Gutiérrez Mier.

jueves, 25 de agosto de 2016

Platko y la fuerza de un poema

Platko, en el suelo, en el momento del impacto
Salir o no salir. Es el dilema eterno del guardameta, tan enigmático como la reflexión de Hamlet hablando con la calavera, pero con la dificultad de que no hay tiempo para la razón. Es el momento del instinto.

No recuerda haberlo decidido, pero se ha encontrado que todo su cuerpo se ha adelantado como impulsado por un misterioso resorte. Un delantero de blanco y azul se ha colado en el área en un despiste de su defensa y ha engatillado su pierna para el disparo. No puede permitirlo y se ha lanzado en un vuelo depredador hacia el balón. Y entonces sus defensas se convierten en manos que le sostienen, que le limpian y refrescan con agua, que se aglutinan robándole el aire… Se asusta descubriendo que está lejos de la portería, atendido en la banda, agobiado de dolor y de vendas que le cubren la frente… El impacto de la patada en la cabeza ha sido brutal. El árbitro ha parado el partido.

La final de Copa de 1928

En 1928, en la última edición en la que se presentaba como única referencia del mejor equipo de España (en febrero de 1929 comenzaría la primera Liga), la lucha por la Copa del Rey tuvo lugar en Santander con dos equipos finalistas, el F. C. Barcelona y la Real Sociedad de San Sebastián, que contribuyeron a crear un enorme clima de expectación, avivado por la rivalidad entre catalanes y vascos que en el campo se convirtió en una pelea con tintes épicos, durísima e igualadísima, hasta el extremo de que tuvieron que disputarse tres partidos para acabar con tanto empate.

No obstante haber sido la tercera y decisiva final la que inclinó la balanza a favor del Barcelona (3-1), fue la primera, la del 20 de mayo, la que se ganaría un lugar imborrable en la historia deportiva y lírica, gracias a la gran actuación del guardameta del conjunto catalán, Franz Platko, y a la inspiración de uno de los espectadores que presenciaron aquella hazaña, el poeta gaditano Rafael Alberti.

En una época donde el reglamento de fútbol no contemplaba los cambios, la lesión del portero era una situación muy delicada, aunque debajo de los palos se colocaría uno de los jugadores de campo del conjunto catalán, el interior Ángel Arocha. A pesar de las dificultades de jugar sin su guardameta, el F. C. Barcelona pudo dejar su portería a cero en la primera parte. Tras el descanso, se presentó en el campo sin Platko y el partido parecía haber marcado su rumbo a favor de los guipuzcoanos, más si tenemos en cuenta que a los pocos minutos, en una de las violentas entradas de los vascos, Samitier recibió una patada en la cara que le obligó a retirarse del terreno de juego. La situación era límite para el Barcelona, ya que los catalanes jugaban con nueve hombres, uno de ellos portero inexperto e improvisado.

En los vestuarios

No sabemos muy bien lo que pasó en los vestuarios de los viejos Campos de Sport cuando el malherido Platko vio entrar a Samitier, tan lesionado y pateado como él. Lo cierto es que con la lógica desaprobación de los médicos que le acababan de coser siete puntos de sutura, Platko se levantó para volver al no demasiado metafórico campo de batalla, cubierto con un voluminoso vendaje en la cabeza. Salir o no salir. Su equipo le necesitaba. No había tiempo para la razón. De nuevo era el momento del instinto.

El regreso de Platko al terreno de juego impresionó a los más de 15.000 espectadores que habían llenado El Sardinero. También a Alberti

“Fue la vuelta del viento…”
“…Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos y cabeza.
¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!”

Poco después, en uno de los avances dirigidos por Piera, el propio Samitier (que también había regresado al terreno de juego) culminó la jugada con un remate que supuso que “en el arco contrario el viento abrió una brecha”, la brecha del gol. Fue el momento álgido que elevaría al máximo la inspiración del poeta. Platko había resucitado a su equipo poniéndole por delante en el marcador.

El juego continuó con un aumento de la furia de los jugadores de la Real Sociedad que llegaron a arrollar a Platko nuevamente, pateándole en el área y arrancándole el vendaje de la cabeza

“...rubio Platko tronchado,
tigre ardiendo en la yerba de otro país…”

y finalmente, marcándole el gol del empate, obra de Mariscal. Se dio la circunstancia de que el bravo guardameta tuvo que jugar los últimos minutos con una boina para ajustar tanta venda rebelde y desordenada y protegerla así de la lluvia. Y de esa guisa, al acabar el partido y la prórroga, Platko salió a hombros de El Sardinero, no sabemos muy bien si como héroe, como herido o como ambas cosas:

“desmayada bandera en hombros por el campo…”

Son tan superlativas las manifestaciones de júbilo o de desesperanza en un campo de fútbol, como fugaces, inconsistentes, intrascendentes y variables, hasta que –no importa el motivo- un poeta se sienta en la tribuna y se estremece con una jugada o con un gesto. Entonces la emoción se escribe con mayúsculas, se llena de vida propia y jura entre renglones ser tan perdurable como la lluvia, el mar y el viento que la envolvieron. Por eso “Nadie se olvida, Platko, no, nadie, nadie, nadie…”

martes, 23 de agosto de 2016

Los golpes de un campeón del mundo

Uco Lastra  
No está derrumbado. Ha recibido golpes capaces de derribar a una mula, pero todavía continúa esquivando errores propios y malicias ajenas. Quizás no tenga tantos amigos como cuando conquistó aquel éxito internacional que convirtió a Cueto en la capital del mundo, pero los pocos que le quedan, son los mejores. No está derrumbado. Aún tiene fuerzas para aguantar los asaltos que le quedan, mantiene vivo el esbozo de su poderosa pegada y, sobre todo, conserva reluciente ese cinturón de piel y oro con las palabras mágicas que, sólo con pronunciarlas, pueden resucitar al espíritu más abatido: ‘World Boxing Association. Champion’.

Los inicios de Cueto

Cuando el entonces presidente de la Federación Española de Boxeo y médico de Franco, Vicente Gil, entró en aquel gimnasio húmedo y oscuro del Box Cueto, llegó a exclamar: “¡Sólo por entrenarse en estas inhumanas condiciones, estos chicos merecen una medalla!”. Qué razón tendría. El gimnasio (por decir algo) era un cobertizo abandonado de vacas y chones que, por mediación de Tano (Victoriano Diego Carrera), se había acondicionado con duchas a base de calderos de agua que se llenaban desde un pozo de manantial. Pero para Cecilio Lastra (Cueto, 1951), aquel gimnasio era un paraíso terrenal. Tenía en la sangre un cosquilleo impetuoso que a menudo desahogaba en peleas callejeras, engarrándose con chavales más pesados y mayores que él, siempre mirando de frente, sin retroceder, aunque sufriera alguna caída que otra. Así que aquel gimnasio era la mejor escuela para aprender lo que más le interesaba: mantenerse de pie.

Y siguiendo los pasos de sus hermanos mayores, José y Toño, comenzó a ejercitarse en los secretos del boxeo. Pesaba poco más de 46 kilos cuando le pidió permiso a su padre para entrenar. Éste, con ironía y cierta incredulidad, le preguntaría “¿Dónde vas chichas? Cómo le hubiera gustado responderle con un sencillo: “Voy a prepararme para ser campeón del mundo”. Pero su padre murió poco tiempo después y jamás pudo ver en el ring a la maravilla que se gestó en aquel cobertizo con duchas de calderos de agua.

El combate

Cuando suena la campana todo se transforma. Cuando sonó por primera vez a las 22:41 horas del sábado, 17 de diciembre de 1977, las quince mil personas que se agolparon en el Mercado de Ganados de Torrelavega, comenzaron a corear un nombre con energía: “¡Uco!, ¡Uco!, ¡Uco!..” y el púgil montañés se lanzó embalado hacia su oponente, el panameño Rafael Ortega. El ataque era arrollador. Lastra tenía uno de los ‘punchs’ más impactantes del boxeo nacional. Su zurda era demoledora y constante, y su rival tardó pocos segundos en comprobarlo. Por eso se abrazaba al cántabro, manejando peligrosamente la cabeza en los constantes ‘clinchs’ en los que basaba su defensa. Pero en el tercer asalto, Uco acertó a colocar un ‘crochet’ de izquierda en la mandíbula del panameño. Éste retrocedió a trompicones hacia las cuerdas, apoyó su espalda en ellas y sus brazos desmayados buscaron apoyo para no caerse de bruces. El árbitro, el venezonalo Jesús de Celis, inició el conteo de protección: uno, dos, tres… Cuando llegó a siete, el campeón americano se manifestó dispuesto a continuar, y Uco descargó sobre él una granizada de impactos en su cara, mientras el público volvió a corear su nombre con furor: “¡Uco!, ¡Uco!, ¡Uco!..”. Pero cuando suena la campana todo se transforma. En esta ocasión, impidió la victoria del cántabro por fuera de combate.

Los asaltos continuaron. Ortega era demasiado sabio y un estratega gestionando lo que en boxeo se llama “segundo respiro”. Comenzó a sacar un trallazo de derecha que era más espectacular que eficaz, mientras que Uco se desfondaba por la energía que suponía llevar la iniciativa del ataque. En los asaltos finales, el cántabro se dejó llevar por el entusiasmo de la multitud, respiró el oxígeno reconstituyente de su clamor y logró imponerse con claridad sobre el pugilista huidizo, proclamándose campeón del mundo de los pesos plumas.

Uco Lastra sufrió hace unos meses la amputación de una pierna, pero no está derrumbado. Ha recibido golpes capaces de derribar a una mula, pero todavía continúa esquivando errores propios y malicias ajenas. Quizás no tenga tantos amigos como cuando conquistó aquel éxito internacional, pero los pocos que le quedan, son los mejores. Ahí están Esteban Eguía y Miguel Feijoo, por ejemplo. Uco Lastra aún tiene fuerzas para aguantar los asaltos que le quedan, mantiene vivo el esbozo de su poderosa pegada y, sobre todo, conserva reluciente ese cinturón de piel y oro con las palabras mágicas que, sólo con pronunciarlas, pueden resucitar al espíritu más abatido: ‘World Boxing Association. Champion’.
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