lunes, 8 de mayo de 2017

Babe Didrikson y la conquista olímpica de la mujer

El salto es el símbolo más certero de la superación. La voluntad y la energía se conjuran para elevarse sobre el obstáculo y así continuar el camino. Y aquella niña delgada, traviesa y retozona, sólo pensaba en saltar y jugar a superar retos y más retos. En los deportes que practicaba, su cuerpo de alambre sorprendía a los muchachos incrédulos de sus habilidades. Siempre perdían ante aquel alboroto femenino de vitalidad. Porque ella era buena en todo y además, quería ser la mejor entre sueños de saltos cada vez más difíciles. Un día, mientras atendía la actualidad de los atletas de los Juegos Olímpicos de 1928, en su casa de emigrantes noruegos de Port Arthur (Texas), Mildred Ella Didrikson, con catorce años, se propuso participar en unos Juegos Olímpicos. “Tendrás que esperar cuatro años”, le respondió su padre. Y tomó carrerilla para impulsarse.

La mujer y los Juegos Olímpicos

En esta ocasión, el salto de Babe Didrikson era más que complicado, porque los Juegos Olímpicos nacieron dando la espalda a la mujer. En la antigüedad griega, ni siquiera podían asistir a las pruebas. La restauración olímpica tampoco fue favorable. Pierre de Coubertin se mantenía en contra de que las damas practicaran deporte, aunque no pudo evitar que entraran tímidamente en tenis y tiro con arco. En 1908, los Juegos se abrieron a la natación femenina. Veinte años más tarde, en Amsterdam, se admitieron las primeras pruebas atléticas, entre ellas los 800 metros lisos que, ante el aparente estado de fatiga de las participantes, quedaría suspendida hasta su reanudación en 1964.

Babe no había visto nunca una pista de atletismo, pero seguía corriendo y saltando. Con quince años comenzó a saltar debajo de las canastas de baloncesto, consiguiendo el título nacional americano, participar en la selección de los Estados Unidos y ser la mejor jugadora del país. Pero Babe no olvidaba su deseo de saltar a los Juegos Olímpicos. Cuando acabó la temporada de baloncesto se dedicó a entrenar atletismo, especializándose en las carreras de vallas, en altura y en longitud. Siempre saltando.

Un equipo campeón con ella sola

En el año olímpico de 1932, los campeonatos nacionales celebrados en Chicago también sirvieron para la selección de los Juegos de Los Ángeles. En estos campeonatos, Babe iba a realizar una de las gestas más recordadas en los Estados Unidos. Unas 200 atletas habían acudido con sus respectivos equipos y desfilaron en grupo en el acto de apertura. Pero uno de los equipos estaba compuesto por una sola atleta, la joven Babe que ya tenía dieciocho años. Su soledad despertó entre el público cierta compasión. Se habían programado diez pruebas y Babe se inscribió en ocho de ellas. Durante más de tres horas, tuvo que desplazarse por todo el estadio para salir en una carrera, lanzar la jabalina, esperar su turno para el salto de longitud, lanzar el disco, saltar altura, y así sin interrupción hasta el final, cuando los jueces comenzaron a sumar las puntuaciones. La sorpresa fue mayúscula cuando se anunció que Didrikson había sumado más puntos que cualquier otro equipo, alcanzando los treinta, seguido del Illinois W. A. C., que con más de veinte atletas en su equipo logró el segundo puesto con veintidós puntos. El público cambió la compasión por la admiración. De las ocho pruebas en las que había participado, Babe ganó en cinco: lanzamiento de peso, jabalina, lanzamiento de pelota de béisbol, salto de longitud y 80 metros vallas. Quedó segunda en salto de altura, fue cuarta en lanzamiento de disco y quedó eliminada en las series de los 100 metros.

Los Ángeles 1932

Pocos días después, el 31 de julio de 1932, Babe desfilaba, arropada por el poderoso equipo de los Estados Unidos, por el estadio olímpico de Los Ángeles en la apertura de los Juegos. En esta ocasión sólo pudo participar en tres pruebas: 80 metros vallas, lanzamiento de jabalina y salto de altura. Al día siguiente del desfile consiguió el oro en jabalina (43,68 metros), tres días después obtuvo su segundo oro en una disputadísima final de los 80 metros vallas, ganando a su compañera Evelyne Hall y marcando un tiempo de 11’ 7’’. En altura, quedó segunda, pero empatada con su compatriota Jean Shiley (1,65 metros). Además de las dos medallas de oro y una de plata, batió el récord del mundo en las tres pruebas en las que participó.

Los saltos de Babe Didrikson fueron el símbolo más certero de la superación deportiva de la mujer. Su voluntad y energía se conjuraron para que las puertas del Olimpismo se abrieran de par en par ante aquel esfuerzo al que siempre se le daba la espalda. Nadie podía con aquel alboroto de vitalidad. Babe fue la primera mujer en conseguir dos medallas de oro en unos Juegos Olímpicos y en 1950, junto a Jim Thorpe, fue proclamada mejor atleta del mundo del medio siglo. Tras los Juegos se dedicó al baloncesto y al béisbol profesional y en 1935 descubrió el golf, convirtiéndose en la mejor jugadora del mundo con 56 victorias. Murió víctima de cáncer cuando tenía 46 años, después de abrir los caminos del deporte olímpico a la mujer y de soñar saltos cada vez más difíciles.

jueves, 27 de abril de 2017

Un campeón de raza para el boxeo

Viste un traje amplio y de tonos claros. Sobresale entre todos los pasajeros del barco por el color de su piel, pero también por su talla y por su envergadura. Cuando observa la multitud de curiosos que se han acercado a recibirle, su boca se abre para sonreír descubriendo una dentadura blanquísima y un alma infantil. Es el 3 de mayo de 1915 cuando Jack Johnson, ‘El Gigante de Galveston’, desembarca del Trasatlántico ‘Reina Cristina’, procedente de Cuba, y pisa por primera vez los muelles de Santander.

La expectación que ha despertado en la ciudad es enorme. Todos cuentan historias de sus hazañas mientras se le colma de atenciones. Le muestran Liérganes y Solares e incluso Juan Pombo le deja su automóvil para que disfrute apretando el acelerador por la recta de Heras. Abrumado de atenciones, no puede negarse a complacer los deseos de tanto admirador a los que muestra su técnica, su valor, sus manos enguantadas y su torso desnudo mientras pega puñetazos al aire. Es el boxeador más importante de la época y el primer hombre de color en obtener el título mundial de los pesos pesados.

Familia de esclavos

De una familia de esclavos, Jack Johnson nació quince años después de que en su país se aboliera la esclavitud. Arraigado en la pobreza, viajero en trenes de mercancías y arrestado por vagabundear por las ciudades, de niño trabajó en variados y dispares oficios, entre ellos cuidador de caballos y pescador de corales. Pero en estas dos profesiones recibiría golpes más contundentes que los encajados en el ring, ya que una coz le partiría una pierna y el coletazo de un tiburón le rompería una costilla. Fueron dos motivos para decidir ser boxeador, además de su facilidad para manejar los puños y la ciencia que aplicaba en cada combate.

Comenzó en Chicago trabajando de ‘sparring’ y muy pronto tuvo problemas con las autoridades. Uno de los combates en los que actuó estaba prohibido y terminó en la cárcel, donde por cierto aprendió los secretos del pugilismo. A base de puro orgullo, superó una enorme depresión cuando su mujer le abandonó. Alguien que le vio borracho en un bar le señaló como un hombre acabado que jamás volvería a boxear. Y aquella sentencia le hizo levantarse.

En 1904, gracias al dinero obtenido en sus combates, se compró su primer coche, una casa en Chicago y se fue a Europa con contratos en Londres, París, Bruselas y Berlín. El estilo de Johnson no era espectacular. Le gustaba mantener la distancia y prestar atención a su rival desde una posición defensiva. Tenía una gran facilidad para esquivar los golpes y para analizar minuto a minuto a su adversario, pendiente de algún error que pudiera cometer. Cuando el error aparecía, sus golpes lo aprovechaban al cien por cien.

El primer púgil negro campeón del mundo

Sus triunfos le invitaron a ser un aspirante a conquistar el título mundial, pero la hegemonía blanca quiso impedírselo con todas las artimañas posibles. Tuvo que perseguir literalmente al campeón del mundo, el canadiense Tommy Burns, hasta Australia, para conseguir que aceptara poner en juego su título. Y el 26 de diciembre de 1908, en el estadio Huge Deal Mackintosh de Sydney, Jack Johnson logró aquel combate que cambiaría la historia del boxeo. Hubo 20.000 testigos que presenciaron la gran superioridad del púgil negro. En el decimocuarto asalto, Burns estaba completamente agotado y las autoridades tuvieron que suspender la pelea, dando como ganador por K. O. técnico a Johnson.

Aquella victoria indignó a la afición boxística blanca, abundando las muestras de racismo y reclamándose desde la prensa la necesidad de recuperar el honor perdido. ¿Cómo era posible que un negro pudiera imponerse a una raza que había sido la predominante en el pugilato? Se buscó al hombre que encarnara “La Gran Esperanza Blanca”, pero Johnson ganó a todos los aspirantes que se pusieron por delante, incluido al excampeón del mundo, James Jackson Jeffries, que obligado por la presión mediática, tuvo que abandonar su retiro y volver al ring para recibir una soberana paliza que obligó a su mánager a arrojar la toalla.

Amigo de las juergas

Demasiado mujeriego y amigo de las juergas nocturnas, fueron éstos los puntos flacos que las autoridades aprovecharon para intentar noquear al campeón. En 1913, fue detenido acusado de trasladar a una mujer por la frontera del estado “con propósitos inmorales” y sentenciado a la máxima pena, un año de cárcel. Pero Johnson no quiso volver a la cárcel. Huyó de los Estados Unidos haciéndose pasar por un famoso jugador de béisbol y se dedicó a boxear en el extranjero. En 1915, puso su título en juego en La Habana ante Jess Willard y lo perdió en el asalto número 26, confesando posteriormente que se había amañado la pelea.

Pocos días después de este combate, Johnson llegaría a Santander. En el salón Pradera de la ciudad, en sesión privada, exhibiría su esgrima apoyado por la proyección de una colección de películas que él mismo explicaba. Muchos de aquellos espectadores habían practicado el boxeo en sus correrías por el extranjero y volverían a enguantarse las manos para comenzar a adiestrarse. Semanas más tarde, los empresarios comenzaron a organizar las primeras veladas en Cantabria.

Johnson volvió a su país en 1920 y no se libró de la cárcel. Murió en un accidente de tráfico en 1946. Aquel hombre que supo desafiar la soberbia de una raza que se consideraba superior, fue el ejemplo de deportistas como Joe Louis o Mohamed Ali y también el de los primeros boxeadores de Cantabria que pudieron admirar su técnica, su valor, sus manos enguantadas y su torso desnudo mientras pegaba puñetazos al aire.

sábado, 15 de abril de 2017

El futbolista que regateó al exterminio

Nemes con la camiseta del Hungaria
Aquellos prisioneros eran esqueletos andantes. En cada paso hacia ninguna parte se escapaban pedazos de sus almas perdidas en trabajos forzados, sufrimientos y lágrimas. Soldado de un ejército enemigo de la Alemania nazi, aquel chaval de poco más de veinte años era un estudiante de Educación Física y un prometedor futbolista en su Hungría natal, hasta que el servicio militar le llevó a defender a su país de la ocupación alemana y fue hecho prisionero, con el agravante de que era judío. Cuando en el campo de concentración tuvo que soportar cómo moría su amigo íntimo y también futbolista, Vidor, presintió que pronto se acabaría su historia. Pero siempre hay salidas para un buen delantero.

Una coz que marcaría su camino

Hay patadas que cambian el rumbo de una vida, como la que impactó en la cabeza del joven Gyorgi Neufeld Frommer (Budapest, 1919-Madrid, 1988) cuando ordeñaba una vaca en la granja de su padre. Tenía como ídolo deportivo a su hermano, Alexander, futbolista internacional húngaro que se hacía llamar Nemes. El chiquillo jugaba al fútbol en los infantiles del M. T. K. de Budapest y lo hacía muy bien, pero su padre quería que se dedicara al negocio familiar de la importación y exportación de ganado. Hasta que aquella coz le dejó conmocionado. Fue una especie de señal que el destino enviaba sobre el futuro de Koko, que así se le llamaba cariñosamente, ya que su padre comprendió que la ganadería no sería su porvenir. Así encarriló su camino de futbolista el nuevo Nemes, un extremo derecho rápido, habilidoso y goleador que cautivó al entrenador Janos Kalmar para que firmara su primer contrato profesional con sólo 17 años.

En el campo de concentración nazi

Cuando se convirtió en una de las más firmes promesas del equipo profesional, llegó la locura de la guerra, la ocupación nazi, los fusiles amenazantes, la rendición y el hacinamiento en los campos de concentración por el frente del Este. En 1942, en el campo alemán de Voronyesh, cerca de Stalingrado, Nemes logró escaparse de las garras alemanas, aunque lo hizo para caer en otro campo de prisioneros, el de Marsanks, controlado por el bando ruso que le trataría mejor, ya que debido a los conocimientos adquiridos en su primer año de estudios de Educación Física, estuvo exento de los trabajos forzados y ayudó en la atención de los enfermos.

Cuando en 1945 llegó la paz mundial, Nemes encontró un panorama desolador en su patria. Sus padres y seis de sus once hermanos fueron asesinados, cayendo en una honda depresión. Sólo el fútbol era capaz de recuperar su ánimo y la llamada del Hungaria le abre el camino. Pero Budapest es una ciudad llena de recuerdos que le aplastan. Por eso se traslada a Francia, donde vive su hermana Katherine, y ficha por el Stade Français, que le cede al F. C. Sete (1946-48) y luego al F. C. Girondins de Burdeos (1948-49), equipo con el que consigue el ascenso a Primera División, proclamándose máximo goleador de la categoría. Es cuando conoce al representante Luis Guijarro, que le animará a jugar en España, y más concretamente en Santander, en un equipo que se estaba reforzando en un gran proyecto liderado por su presidente, Manuel San Martín.

En Santander

En Santander recuperó la alegría y el fútbol feliz de antes de la guerra mundial. Debutó con el Racing en el primer partido de la temporada 1949-50, el 4 de septiembre, cuando el equipo cántabro presentó la alineación formada por Ortega, Lorín, Amorebieta, Ruiz, Herrero, Felipe, Nemes, Cánovas, Mariano, Herrera y Echeveste. Nemes fue autor de uno de los dos goles que derrotaron al Ferrol en una tarde donde un tornado se llevó parte de la cubierta de la grada norte de los Campos de Sport. Sin embargo el verdadero tornado de aquella temporada fue el propio Racing. Nemes, junto con el talento de Rafael Alsúa, sería una de las piezas básicas de aquel ascenso tan impactante en el fútbol nacional, gracias a su rapidez, habilidad, potencia de disparo y capacidad goleadora. Marcó 21 goles en los 28 partidos oficiales que jugó aquella temporada. El Real Madrid no desaprovechó la ocasión para ficharle, aunque la fractura de una de sus piernas durante un entrenamiento le tendría apartado varios meses de la temporada 1951-52. Acabó sus días como profesional en el Hércules de Alicante, fijando luego su residencia en Madrid.

Años después dejó de ser refugiado político y pudo regresar a Budapest para visitar las tumbas de sus familiares. Y en cada paso por el cementerio volvieron a escaparse pedazos de su alma, como cuando los esqueletos andantes del campo de concentración caminaban entre trabajos forzados, sufrimientos y lágrimas. Y de nuevo soportaría la muerte de sus seres queridos y luego volvería a llenarse de las ganas de vivir que le enseñaron el fútbol, Santander y el Racing, porque siempre hay salidas para un buen delantero.

viernes, 7 de abril de 2017

La llegada a España de Mr. Pentland

Mr. Pentland (Dibujo de Pastrana)
Cuando el Racing nació, él moría como futbolista en el Halifax Town F. C. Aún tendrían que pasar varios años para que el destino uniera a ambos en una empresa que convertiría al conjunto cántabro en un verdadero equipo de fútbol. Pero hasta entonces, tendría que esperar a que su frase favorita quedara grabada en la carne de su experiencia: “Los teams, como los caracteres, se forman en las derrotas, no en los éxitos”.

Frederick Beaconsfield Pentland (Wolverhampton, 1883-1962) tuvo muy mala suerte cuando decidió emprender la aventura de entrenar. Conocía a la perfección una metodología ignorada en prácticamente todo el mundo, así que tras colgar las botas, dejó las islas para enseñar lo que más sabía, jugar al fútbol. Había sido jugador, entre otros equipos, del Queens Park Rangers F. C., donde llegó a ser internacional con Inglaterra. Allí aprendió que el carácter es el diamante que talla al resto de las piedras de nuestra personalidad. Así que con ese prestigio y conocimiento, aceptaría la aventura de preparar a la selección de Alemania para acudir a los Juegos Olímpicos de 1916. Llegó a Berlín en 1913, y al año siguiente, el archiduque Francisco de Austria fue asesinado en Sarajevo. En pocas semanas, la mayor parte de los países del viejo continente estaba en guerra y Alemania era enemiga acérrima de Inglaterra. Su nacionalidad le condenó y quedó preso durante cuatro años para convencerse, entre el resto de los prisioneros, de que el talento se hace en la soledad, y el carácter en las tempestades del destino.

Seleccionador de Francia en Amberes (1920)

Liberado tras el fin de la Gran Guerra, marchó a Francia a entrenar al A. C. Strasbourg, y su trabajo fue reconocido por la Federación Francesa de Fútbol, proponiéndole dirigir a su selección nacional para competir en los Juegos de Amberes de 1920. Y allí se gestaría su llegada a Santander. Fue una casualidad. Pentland pasaba largos ratos hablando con uno de sus jugadores, René Petit, entonces futbolista del Real Unión Club de Irún, que a su vez era amigo de Pagaza, jugador racinguista que había sido seleccionado con el equipo español. Los tres tenían en común que hablaban inglés, y durante sus charlas, Pagaza convenció a Pentland para que fichara por el club santanderino para el siguiente año. El inglés, que sentía cierta atracción por España, aceptó inmediatamente.

Mr Pentland llegó a la estación de ferrocarril de Santander el 6 de abril de 1921, con su traje oscuro, su bombín, su puro, y vistiendo unos guantes blancos. Tenía 37 años y era el prototipo de ‘gentleman’, con una exquisita corrección en el saludo, en la conversación y en el trato con los jugadores. Pero también era inflexible con los días, con los horarios y con la intensidad de los entrenamientos. Jamás hubo tanta disciplina en el Racing. Incluso exigió a los jugadores que se cuidaran en sus vidas privadas. Entre los escritos que publicó en la prensa, probablemente ayudado con las traducciones de Pagaza, defendía que “un jugador puede pasar todo el día entrenándose y desentrenándose por la noche y nunca estará así en condiciones de ser un buen futbolista”. No necesitaba gritar para imponer sus criterios. Se vestía de corto y enseñaba su magnífico toque de balón para convencer a sus pupilos.

El sentido colectivo

El Racing consiguió adquirir un verdadero sentido colectivo y convirtió el desmarque en el fundamento del juego de ataque. También insistía en mejorar la técnica individual de sus hombres, enseñando la forma de controlar el balón y disparar con fuerza, acciones básicas para los cambios de juego de banda a banda que eran una práctica que pretendía imponer en sus equipos.

Mr. Pentland dedicó una especial atención a la cantera, preocupándose personalmente por el equipo filial. Pero las cosas buenas siempre duran poco. Tenía la obsesión de que cada jugador debía adaptarse a todos los puestos, de tal manera que los cambiaba constantemente de posición. Aquellas costumbres ponían nerviosos a los aficionados y no gustaba demasiado a la directiva que finalmente dudó en renovarle, aunque la verdadera razón de su marcha era el alto precio de su salario, mil pesetas al mes, que había obligado a los socios a desembolsar cuotas extraordinarias. Fue el dinero mejor invertido del club en toda su historia.

Cuando el Racing nació, él moría como futbolista en el Halifax Town F. C. Años después, cuando llegó a Santander, los Campos de Sport se convirtieron en una academia de conocimientos y de disciplina que sólo su autoridad fue capaz de imprimir en aquellos jugadores con talento, pero carentes de esa singular condición que permite identificar a quienes carecen de ella. Porque formó su carácter y convirtió a aquellos chiquillos en uno de los equipos más potentes del Campeonato del Norte. Su frase favorita, aquella de que “Los teams, como los caracteres, se forman en las derrotas, no en los éxitos”, se quedó para siempre en Santander para apoyar el impulso de las futuras victorias.

domingo, 26 de marzo de 2017

La gimnasta de la perfección

La perfección existe. Vestida de luz, tiene forma angelical y extiende las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hace con el pensamiento. Rebota en la asimetría de las barras con una sonrisa que la hace flotar, mientras el público acompaña los movimientos con voces de admiración. Mantiene las largas piernas rectas, unidas o abiertas, para trazar en el aire piruetas exactas, y sólo las flexiona en el momento de recogerse para voltear su cuerpo entre mortales y erigirse de nuevo, vertical y solemne, en un final de ejercicio nunca visto. Ni siquiera el marcador electrónico se ha preparado para tanta exactitud. Ella aún no es consciente de lo que ha hecho.

Nadia Comaneci (Onesti-Rumanía, 1961) tenía seis años cuando su entrenador, Bela Karolyi, descubrió el talento que tenía para moverse, talento que pulió con regalos de muñecas y una dura disciplina entre barras asimétricas, barra de equilibrio, ejercicios en el suelo y salto de potro. Muy pronto comenzaron los triunfos.

En su primera actuación internacional de carácter absoluto fue campeona de Europa, derrotando a la rusa invencible, Lyudmila Turishcheva. Poco antes de los Juegos Olímpicos de Montreal, dejó con la boca abierta al público de Nueva York al ejecutar un doble mortal de espaldas, culminando su ejercicio de asimétricas. Era la primera mujer en lograrlo en una competición. Y en Montreal, continuó haciendo historia en lo que entonces se llamaba gimnasia deportiva.

El primer diez

Su ejercicio de barras asimétricas del 18 de julio de 1976 hizo clavar la flecha de su cuerpo en el corazón de los miembros del jurado. Cuando éstos se miraron incrédulos en el momento de decidir la puntuación, aún sonaba la atronadora respuesta del público ante lo excepcional. Ninguno de los cuatro jueces de composición, ni de los seis de ejecución, rompería la unanimidad: diez, diez, diez, diez, diez… Los cuatro dígitos del número perfecto, 10.00, no entraban en las tres casillas que la tecnología había destinado a la hazaña humana. Por eso en la pantalla apareció un 1.00 que sólo fue desconcertante durante un segundo. Enseguida se comprendió que aquel número era el símbolo del origen, del mejor, del único, el número que resumía el diez de su actuación, el número de Nadia Comaneci. Fue la primera gimnasta que lo obtuvo, y no fue una casualidad. Porque en el mismo día obtuvo otro en su ejercicio de barra de equilibrios, y luego cinco dieces más, en total siete perfecciones para designar la decena de su dorsal y tres medallas de oro (asimétricas, equilibrio y general) para las unidades: 73.

Un año después, aunque algo lejana, tuve la oportunidad de verla con mis propios ojos en las localidades más altas del Palacio de los Deportes de Madrid. Estudiante de INEF, llevábamos carteles para reivindicar la licenciatura de los estudios de Educación Física. Pero enseguida descuidamos la cartelería, absortos y cautivados por su actuación en el suelo, en el aire, en la barra y en el salto.

El asilo político

Fue la niña mimada del comunismo rumano de Ceaucescu y también triunfó en los Juegos de Moscú (1980) con dos medallas de oro, en suelo y en la barra de equilibrio. Pero al año siguiente, en plena ebullición de la guerra fría, sus entrenadores pidieron asilo político en los Estados Unidos. Entonces el régimen dictatorial de su país estrechó el cerco de vigilancia y avivó las sospechas de su ídolo nacional. Se incautó su correspondencia, se intervinieron sus llamadas telefónicas, se controló su vida íntima, y se la prohibió competir fuera de Rumanía. Hasta que el 29 de noviembre de 1989, la mujer de luz que extendía las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hacía con el pensamiento, decidió escaparse hacia la libertad volteando su cuerpo en la noche, entre caminos por el bosque, helados y pantanosos caminos que la oscurecieron de lodo y de temor hasta llegar a Hungría, luego a Austria y finalmente a Estados Unidos. Allí volvió a erigirse vertical y solemne, en un exilio donde la prensa especuló con imposiciones amatorias con el hijo del dictador, amenazas, intento de suicidio y acusaciones de haber vivido como una reina en el régimen comunista.

Pero nada de aquel pasado importa ya. Nadia Comeneci siempre será la gimnasta que popularizó un deporte desconocido, que rompió el molde de la mediocridad y que, como rigurosa científica del arte deportivo, demostró con su fórmula que la perfección existe. Ni siquiera el marcador electrónico se había preparado para tanta exactitud. Y ella, ahora madre, mujer de éxito en los negocios y defensora de causas solidarias, sigue sin ser consciente de lo que hizo. La perfección existe.

lunes, 13 de marzo de 2017

Aparicio, la pesadilla de Zarra

El gol se sueña. Es el primer entrenamiento del delantero. Orbita en el deseo de su subconsciente aliviando la fatiga de su constante búsqueda y de su anhelo irracional e incontrolable. El delantero sueña con el gol con los ojos cerrados, vuela por el campo alcanzando todos los balones, se estremece cuando las redes de la portería reciben sus remates y hasta, en un acto de bondad infinita, se compadece del portero y de los defensores batidos.

Pero a veces, el sueño de Telmo Zarra se queda atado a la frustración. Nota como alguien le sujeta de la camiseta, le impide moverse con la agilidad onírica que acostumbra y despierta enojado protestando de esa sombra que se anticipa a su pensamiento. Es la pesadilla de siempre, la pesadilla de Alfonso Aparicio.

Un empate histórico

Hacía frío en Madrid aquel 29 de enero, cuando Zarra y Aparicio se movían en el campo del Metropolitano como una pareja de baile mal avenida. Aquel encuentro de la temporada 1949-50 entre el Atlético de Madrid y el Athletic Club de Bilbao, encendió muy pronto la llama de los goles, elevando la temperatura. En el minuto 69, Iriondo había marcado el sexto gol de su equipo y el tercero de su cuenta particular, dejando el marcador en un seis a tres que dejaba claro que la victoria estaba sacando billete para ir a Bilbao. Pero Alfonso Aparicio, el gran defensa cántabro, comenzó a empujar a sus compañeros hacia la recuperación de la fe. Abandonó el marcaje de Zarra y se fue al ataque como un delantero centro, arrastrando la voluntad de todo su equipo.

Helenio Herrera se desesperaba en el banquillo, sobre todo porque no veía frutos en aquella osada e improvisada avalancha de sus pupilos. Por fin se señaló un penalti que convirtió en gol Ben Barek (4-6) en el minuto 84. Aunque no había demasiado tiempo, los madrileños renovaron su ímpetu, robaron la pelota tras el saque de gol de los vizcaínos, y un minuto después, Calsita anotó el 5-6. Todo era posible. Cuando los relojes marcaban el minuto 89, Alfonso Aparicio, acaso sintiéndose responsable de tanto gol encajado, se lanzó al centro de Mencía como un poseso y marcó de cabeza el último gol. El resultado de aquel partido sigue siendo el empate con más goles que se ha producido en la Liga española.

Seguidor del Racing

Alfonso Aparicio (Santander, 1919-1999) tenía ocho años cuando vio su primer partido en los Campos de Sport de El Sardinero. Creció como seguidor racinguista y con unas irrefrenables ganas de jugar al fútbol, iniciándose en los patios de recreo del antiguo colegio de los Agustinos de Santander. También jugó en los equipos del Daring Club y el Magdalena. Era tanta su afición y deseo por jugar, que en el Unión Juventud Sport de Santander llegó a pagar dinero por hacerlo, pero fue por poco tiempo, porque la guerra del 36 lo cambió todo.

Se alistó voluntario en el cuerpo de Aviación, algo que sería decisivo en su carrera futbolística. En Salamanca, zona de retaguardia, se creó en 1937 un equipo con los militares de este cuerpo, donde coincidiría con otros grandes futbolistas como el santanderino Germán o el torrelaveguense Fernando Sañudo. Cuando se reanudó el Campeonato de Liga en 1939, el denominado Club Aviación Nacional se fusionó con el Athletic de Madrid para poder participar en la competición, y el entrenador, el legendario Ricardo Zamora, contó con aquel mocetón de 1,80 metros de altura para el proyecto de su equipo, el Club Atlético Aviación, que ganó las dos primeras Ligas de posguerra.

Declarado en rebeldía

En 1942, y debido a unos desacuerdos económicos, Aparicio fue declarado en rebeldía. Las costumbres se habían militarizado en el club rojiblanco, y las reclamaciones del jugador no sirvieron de nada. Fue suspendido por dos años y medio y se marchó a Santander exiliado, pero no perdió su forma física porque continuó entrenando con el Racing. El exilio en su ciudad de nacimiento duró unos dos años, y estuvo a punto de fichar por el club cántabro. Sin embargo el problema con el Atlético de Madrid se resolvió y la incorporación oficial de Aparicio al Racing no pudo llevarse a cabo, aunque sí jugó algunos partidos amistosos con la camiseta racinguista.

Con Helenio Herrera como entrenador consiguió otros dos títulos de Liga. En 1951 abandonó el Atlético de Madrid para jugar sus últimas campañas en el Boavista de Oporto, equipo que llegó a entrenar. Aparicio fue uno de los primeros que jugó de defensa central, ya que hasta entonces sólo había dos defensas laterales, y el sistema de la WM se iba introduciendo en España. Aquella nueva forma de entender el fútbol también contribuiría a que se convirtiera en la pesadilla de Telmo Zarra, despertándole de sus sueños de gol y enojándole como sombra que siempre se anticipó a su pensamiento.

sábado, 25 de febrero de 2017

El Racing del himno de Riego

Firmes y alineados ante las autoridades, Solá, Pico, Mendaro, Ceballos, Baragaño, Larrinoa, Santi, Ibarra, Óscar, Larrínaga y Cisco intentan cantar en el campo del Velódromo de Vincennes con la misma entereza que sus rivales del Wolverhampton Wanderers de Birmingham. Un cronista español afirmaría de los ingleses que “escucharon el Dios salve al Rey, rígidos, religiosos, como una tripulación sobre la cubierta de un acorazado”. Más inseguros y disonantes, la mayor parte de ellos improvisando sonidos que disimulaban el desconocimiento de la letra, los racinguistas, apoyados por un disco que trajeron a requerimiento telegráfico de los organizadores, lograron entonar aquel nuevo himno: “Soldados, la patria/ nos llama a la lid,/ juremos por ella/ vencer o morir…”.

Subcampeones

Hacía poco más de un mes que estos mismos jugadores se habían proclamado subcampeones de Liga. Lástima de aquel triple empate que les colocó detrás del Athletic Club de Mr. Pentland. Entonces el equipo se pronunciaba con cierto aire solemne y señorial: Real Racing Club, pero el 14 de abril de 1931 se proclamó la II República, y las cosas cambiaron.

El Torneo Internacional de París

Había más de diez mil personas en el velódromo que sabían que el equipo favorito del Torneo Internacional de Fútbol de la Exposición Colonial de París era precisamente el conjunto inglés. También participaban, además del Racing santanderino, el First de Viena F. C. (Austria), el Royal Antwerp F. C. (Bélgica), el Urania Ginebra Sport F. C. (Suiza), el S. K. Slavia de Praga (Checoslovaquia), el Club Français (Francia) y el Racing Club de París, equipo organizador junto con los diarios ‘Excelsior’ y ‘Le Petit Parisien’. Pero los ingleses eran los ingleses. Los jugadores cántabros no se dejaron impresionar por la reputación y profesionalidad de sus adversarios, aunque éstos parecían desenvolverse en el aguacero del campo mucho mejor. En uno de sus avances, el delantero centro del Wolver, Hartill, fue objeto de un claro penalti que lanzó Lawton, pero el portero racinguista, Cristóbal Solá, despejó el disparo enviando el balón a córner. El público, que parecía frío y distante, comenzó a aplaudir y a entusiasmarse, dando muestras de claras simpatías por los españoles. En la banda derecha, Santi comenzó a internarse con cierta facilidad, aunque Óscar, el delantero centro, era el hombre más peligroso del Racing y el que más murmullos levantaba cuando tocaba la pelota. El gol se presentía, y llegó tras una bella ofensiva conducida por Óscar que culminó Larrínaga rematando raso y cerca del poste. Antes de que se llegara al descanso, Óscar hizo gala de la potencia de su chut anotando otro tanto. En la segunda parte, los ingleses fueron más ofensivos y acortaron distancias gracias a un gol de Bottril. Pero los racinguistas consiguieron equilibrar los empujes de sus rivales y a falta de cinco minutos para el final, una mano del defensa Lawton provocó otro penalti que Baragaño aprovechó para establecer el tres a uno.

Excelentes críticas

El periodista del diario Excelsior de París, André Glarner, escribió una crónica donde decía que los santanderinos habían hecho “el mejor fútbol que nunca se había visto en París”, y el presidente del club inglés, durante el lunch que posteriormente organizaría ‘Le Petit Parisien’, con la presencia del máximo dirigente de la Federación Internacional, Jules Rimet, afirmaría que “ha ganado el mejor pero, con franqueza, ni remotamente suponíamos la clase de que el Racing de Santander ha dado muestras”.

El Racing de la joven República española había causado excelentes impresiones entre los críticos internacionales el mismo día en que por primera vez se mostraba en el extranjero su bandera tricolor. Fue un equipo de Santander el que se encargaría de izarla victoriosa aquella tarde parisina del domingo, 8 de junio de 1931, aunque sus jugadores sólo supieron cantar el himno de Riego jugando, sobre la hierba mojada, “serenos, alegres, valientes, osados…”, logrando con su fútbol que se les contemplara como “los hijos del Cid”.

jueves, 16 de febrero de 2017

El nombre de un estadio

Dicen que nadie muere si se pronuncia su nombre, como si se evocara el alma con el exacto orden de las letras y surgiera, como la vida misma, la esencia más profunda del lenguaje. El nombre de Vicente Calderón, para muchos simplemente el nombre mil veces repetido de un estadio de fútbol, ha comenzado a diluirse con la puesta en marcha del nuevo estadio del Atlético de Madrid, pero como decía Saramago en su ‘Ensayo sobre la ceguera’, “dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos”. 

El hombre

Sí, es cierto. Vicente Calderón Pérez-Cavada es algo más que el nombre de un estadio. Nació en Torrelavega (Cantabria) el 27 de mayo de 1913. Sus padres, Raimundo y Benita, tuvieron seis hijos, de los que Vicente fue el menor. Estudió en Santander, en el colegio Salesianos, donde guardaría un entrañable recuerdo, aunque el padre don Rómulo a veces solía castigarle con la pena que más le dolía, quedarse sin jugar al fútbol. Jugaba de delantero centro en el colegio y su equipo favorito era el Racing. Una de las anécdotas que contaría a su amigo y periodista, Juan Hernández Petit, fue cuando acudió a los Campos de Sport, con la elegancia de los domingos de la época, para ver un partido del Racing contra el Athletic Club de Bilbao, y un inesperado chaparrón le encogió el traje recién estrenado, siendo centro de las burlas de varios amigos. 

A los 15 años dejó el colegio y tuvo que ponerse a trabajar para ayudar económicamente a su familia. Fue botones y repartidor de una droguería y de una sastrería en Santander, y con parte del dinero que ganaba, pagaba a un profesor que le daba clases por la noche. Intentó abrirse camino acudiendo a Madrid, a casa de su tía Josefa, aunque pronto regresaría a Santander. Poco después, cuando tenía veinte años, morirían sus padres. Durante la guerra civil se casó con María de los Ángeles Suárez, con la que se instalaría en Madrid y con la que tendría cuatro hijos: Vicente, María de los Ángeles, Paloma y Yolanda

Su primer negocio

Su primer negocio fue una pequeña fábrica de velas y cola de pegar, y como escaseaban los elementos grasos, tuvo que importar velas desde Canarias. Sus contactos en el archipiélago le derivaron a África. Más tarde sus negocios prosperarían y se diversificarían, llegando a presidir varios consejos de administración de construcciones inmobiliarias, industrias químicas, barcos de pesca, industrias del frío y exportación de zumos de frutas. 

En Madrid comenzó a vivir cerca del estadio del Metropolitano y continuó manteniendo su afición al fútbol, llegando a ser socio de varios clubes, entre ellos del Real Madrid y del Atlético de Madrid. Fue la cercanía del Metropolitano y la presencia de varios jugadores cántabros en el club rojiblanco, como Germán, Aparicio o Manín, lo que inclinaría su apego hacia este equipo, aunque decidió aceptar el compromiso como dirigente tras la muerte de su esposa, ocurrida en 1963, en parte para olvidar el dolor de su ausencia. 

El Atlético de Madrid y su nuevo campo

Entonces el Atlético de Madrid tenía como objetivo la construcción de un nuevo campo junto al Manzanares cuyas obras comenzaron en 1959, pero el proyecto estuvo a punto de hundirse en 1961, cuando el ayuntamiento ordenó paralizar las obras. En 1964, Vicente Calderón accedería a la presidencia del Atlético de Madrid apoyado por Manuel Olalde y un grupo de directivos. Su incorporación fue decisiva para desbloquear las múltiples trabas que impedían la construcción del estadio que se inauguró el 2 de octubre de 1966. En 1971, la Asamblea General del club, como reconocimiento a la labor de su presidente, decidió bautizarlo como ‘Vicente Calderón’, y tras completar una remodelación, se reinauguró en 1972 con un partido de la selección española contra la de Uruguay. Dimitió de su cargo el 16 de junio de 1980, entrando el club en una fase complicada, con la polémica presidencia del doctor Alfonso Cabeza y tres presidentes provisionales, hasta que regresó en 1982, manteniéndose en la presidencia del club hasta su muerte, el 24 de marzo de 1987. 

El presidente más importante

Calderón ha sido el presidente más importante del Atlético de Madrid. En sus 21 años al frente del mismo consiguió cuatro Ligas, cuatro Copas y una Copa Intercontinental tras ser subcampeón de Europa. Además, aumentó en más de 50.000 el número de socios, impulsó las secciones deportivas de la entidad y proporcionó prestigio y categoría al equipo en todo el mundo. 

El esqueleto sin gente que ya es el ‘Vicente Calderón’ desaparecerá pronto para convertirse en otro edificio. Algunos aficionados insisten en que el expresidente dé nombre a la estación de metro de Pirámide, cerca del estadio, de la misma manera que la de Lima se cambió por la de Bernabéu. Ojalá que así sea, porque nadie muere si se pronuncia su nombre, como si se evocara el alma con el exacto orden de las letras y surgiera, como la vida misma, la esencia más profunda de este cántabro que dio nombre a un estadio.

martes, 7 de febrero de 2017

"Tener un balón, Dios mío"

Gerardo Diego
Sólo es un objeto esférico que encierra una porción de aire, pero también es un invento mágico que alguien hizo volar para esparcir su incesante llamada de búsqueda y dominio. No importará demasiado discutir sobre quién pateó una pelota por primera vez, o en dónde, o si la pelota en cuestión era de cuero relleno de estopa, de paja y cáscaras de granos, de vejiga de buey, de relleno de crines o de caucho. Lo importante es que, con un perímetro de unos setenta centímetros, es capaz de cautivar a millones de seres en todos los continentes.

Hay una hermosa frase del poeta galés Dylan Thomas, que me ayuda a introducirme en un fútbol de hace más de cien años: “La pelota que arrojé, cuando jugaba en el parque, aún no ha tocado el suelo”.

Tampoco ha terminado el partido en el que Gerardo Diego lanzó su balón de fútbol sobre los Arenales de Maliaño, un espacio surgido en Santander durante los primeros años del siglo XX, cuando las dragas de la bahía escupían arena cubriendo marisma. Aún no se había creado el Racing, pero algunos de los muchachos que más tarde se reunirían en la Plazuela de Pombo para fundar el club, ya jugaban en este lugar donde, como si fueran conquistadores de un nuevo mundo, marcaron sus huellas y porterías (con montones de ropa o palos hincados en el terreno), los primeros futbolistas de la ciudad. Entre aquellos futbolistas es muy probable que estuviera Gerardo Diego, que retuvo en su memoria aquel lugar de su niñez donde los equipos se batían con tanto entusiasmo juvenil. De aquellas vivencias alrededor de un balón de fútbol surgiría el poema incluido en su obra ‘Mi Santander, mi cuna, mi palabra’ cuyo título es “El balón de fútbol”. 


Los Arenales

En 1906, Gerardo Diego ingresó en el Instituto General y Técnico de Santander, actual Instituto de Santa Clara, donde estudiará los seis años de bachillerato. En ese tiempo, las dragas de la Junta de Obras del Puerto ya habían comenzado a crear los Arenales de Maliaño, situados en las inmediaciones de la actual calle Marqués de la Hermida, cerca del antiguo edificio de Tabacalera que hoy es Archivo Histórico y Biblioteca Central de Cantabria, y que irían extendiéndose hasta el Parque de la Marga, antaño asentamiento de una fábrica de maderas. Era un suelo perfecto para jugar al fútbol, amplio y más cercano al centro de la ciudad que La Albericia o El Sardinero, con mejores opciones para que la lluvia no almacenara charcos debido a su suelo arenoso, y con el atractivo de que era un lugar público, sin uso y muy accesible, y por lo tanto, más cómodo y barato que atender el trámite de una autorización o alquiler. De esta manera, se convirtieron en los campos preferidos de los equipos infantiles y modestos.

Aquellos equipos

Algo más de una docena de equipos, en los que se agrupaban estudiantes, vecinos de barrio, dependientes de comercio o aprendices de talleres que se retaban los domingos a jugar, frecuentaban los Arenales de Maliaño en 1907. Ese mismo año se creó el Santander F.C, de mayor entidad, que puso sus miras en el campo de la península de la Magdalena, aunque también acostumbraba a jugar en Los Arenales. Los partidos de los equipos modestos disponían de diversos niveles de formalidad que se pactaban antes del comienzo, afectando al número de jugadores (no siempre eran de once contra once) o a las dimensiones y líneas reglamentarias que, surcando la tierra arenosa, se marcaban con palos o estacas. Los mismos jugadores mandaban retos y crónicas a los periódicos locales, y gracias a su publicación podemos constatar el dinamismo futbolístico que estos campos imprimieron a la ciudad durante décadas.

Con este ceremonial jugaban en Los Arenales equipos como la Recreativa, la Tierruca, la Sportiva España, la Comercial, la Camelia, la Escolar, la Montaña, el Piquío o el Plazuela, mencionados los dos últimos en la poesía de Gerardo Diego. Uno de estos equipos, el Plazuela, que reunía a los mozalbetes que vivían en torno a la Plaza de Pombo, nos conduce al comienzo de la historia del Racing, ya que, como ocurría con la Escolar, jugaban chavales que, amantes de las palabras inglesas que revoloteaban el ‘foot-ball’, muy pronto serían fundadores del ‘Santander Racing Club’. 

El canto al balón de la infancia

Gerardo Diego nos dejó constancia de aquel fútbol con su canto al balón, un balón perseguido con rimas de infancia y recuerdo, trotando con octosílabos, salpicado de anglicismos, percibiendo olores y organizando un partido de siete contra siete. Entre sus versos hay patadas, inconvenientes, estrategias y hasta un famoso café de tertulia, el Royalty, acaso introducido por la exigencia de la rima, y que albergaba tres famosas tertulias, entre ellas la deportiva del Catastrófico, futuro embrión de las primeras peñas racinguistas. También hay un montón de añoranza y énfasis en aquellas emociones esperando la llegada del jugador que portaba la pelota. Eran instantes donde “tener un balón” significaba poder gozar y repartir el gozo multiplicándolo en el juego:

“Tener un balón, Dios mío.

Qué planeta de fortuna.

Vamos a los Arenales:

cinco hectáreas de desierto,

cuadro y recuadro del puerto…”

Sólo es un objeto esférico que encierra una porción de aire, pero también es un invento mágico que alguien hizo volar para esparcir su incesante llamada de búsqueda y dominio. Muchos de nosotros continuamos persiguiendo aquel balón que Gerardo Diego soltó sobre los Arenales de Maliaño.

sábado, 28 de enero de 2017

Cinco hermanos únicos y campeones

Son como los dedos de una mano. Todos son diferentes y complementarios, y juntos forman un mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz. Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero los hermanos González Ruiz labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, se compenetraron para formar un equipo invencible en la vida y en el deporte. Lo demostraron cuando, estudiando en Bilbao, decidieron unirse para jugar al baloncesto.

Juan, Roberto, César, Armando y Javier nacieron y se criaron en Ruiloba, lugar donde vivieron sus padres: Juan Etelvino, marino mercante y natural de Oreña, y María, natural del mismo Ruiloba. Unidos en el aprendizaje de los juegos infantiles, aprendieron a contar con los dedos de la mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

Pioneros del baloncesto cántabro

Juntos, siempre juntos, se trasladaron a Santander para estudiar. Fue cuando comenzaron a jugar al baloncesto, descubriéndose como destacados jugadores en la década de los cuarenta, etapa en la que este deporte comenzaba a extenderse en Santander con el apoyo de las instalaciones del Frente de Juventudes de la calle Vargas, que por cierto tuvieron el honor de estrenar las primeras canastas de hormigón en España (1942). En esa década se celebraron los primeros campeonatos provinciales (1941), se creó la Federación Cántabra (1943) y surgieron equipos vinculados principalmente con los centros educativos, como La Salle, los Salesianos y el Kostka, colegios donde se matricularon los hermanos González Ruiz. Luego continuaron sus estudios en Bilbao. Juan y Roberto se prepararon para ser profesor mercantil, César estudió Derecho, Armando perito mercantil y Javier, comercio.

Campeones de Vizcaya

Y en Bilbao continuaron sus estudios sin abandonar el deporte de la canasta, practicándolo por separado en equipos como el San Fernando, el Juventud, el Santiago Apóstol o el Frente de Juventudes, hasta que la idea de formar un equipo entre los cinco hermanos se hizo realidad gracias al apoyo de la Academia Dobel, participando en el Campeonato de Primera Regional de Vizcaya. Corría el año de 1952 y el equipo fue todo un acontecimiento, porque no todos los días podía verse a cinco hermanos, en pleno estado de forma, hacer un baloncesto tan brillante. Les llamaban los marineros, porque llevaban con orgullo la profesión de su padre, capitán mercante. No perdieron ningún partido, ni siquiera hubo riesgo de que lo perdieran. Despertaron un enorme interés, recibiendo la felicitación expresa del entonces presidente de la Federación Española de Baloncesto, Jesús Querejeta. El último partido del campeonato fue como los demás. La Academia Dobel, con los cinco hermanos González Ruiz, se impuso por 43 a 32 al conjunto del Santiago, del barrio de Begoña de Bilbao y se proclamó campeón de Vizcaya. La prensa recogió aquella proeza insólita y llegó a proponer un partido homenaje en el que los hermanos se midieran en la cancha del Euskalduna ante uno de los potentes equipos vascos de la época.

Y cinco hermanas

Aquel equipo fue irrepetible, porque las lesiones y el servicio militar impidieron a los cinco de Ruiloba continuar con su unión deportiva. Años después, en 1966, Armando, activista e historiador multideportivo, tuvo la ocasión de entrenar a un equipo de baloncesto en Santander, el Horno San José, compuesto por las cinco hermanas Díez Prieto: Lica, Carmen, Elena, Esther y Mercedes. Fue una manera de evocar el espíritu de los González Ruiz.

Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero aquellos hermanos labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, compenetrados y nacidos para formar un equipo invencible, lo demostraron en el deporte y en la vida, donde con la ausencia del mayor, siguen manteniendo ese mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz, como los dedos de una mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

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