domingo, 11 de febrero de 2018

Luz Long, el caballero que saltó sobre el racismo

Un rival no es un enemigo. Un rival es un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado. No importa la patria, ni la raza, ni la ideología. El rival te hace más grande y enriquece tu habilidad, mientras que el enemigo pretende destruirla.

En algún momento de su vida, Luz Long (Leipzig, 1913-San Pietro Clarenza, 1943), pudo dudar de quiénes eran sus enemigos, pero nunca de los que fueron sus mejores rivales y, sobre todo, del obstáculo que desde niño quiso superar: la distancia. De una familia alemana acomodada, desde temprana edad ya tenía un foso de arena en el jardín de su casa para practicar el salto de longitud, modalidad donde destacaría. Rubio, con ojos azules y un cuerpo equilibrado de 1,84 metros de altura, Long se convertiría en uno de los mejores atletas de Alemania y también en un ejemplo de la superioridad de la raza aria que el régimen nazi quiso exaltar en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, los mejor organizados de la historia hasta aquel momento y en donde los anfitriones lograrían encabezar, por primera y única vez, el medallero final de las competiciones.

Poco antes de aquellos Juegos, Long, con un salto de 7,25 metros, había hecho la segunda mejor marca del año. Sólo la sombra del estadounidense Jesse Owens, un saltador de raza negra, podía impedir su victoria, así que la competición del salto de longitud despertó un enorme interés.

Un consejo que salvó a su rival

En los saltos clasificatorios, Long superó fácilmente, y en el primer intento, los 7,15 metros establecidos para acceder a la final. Sin embargo Owens, acaso condicionado por la ansiedad, hizo dos saltos nulos que amenazaban su eliminación. El alemán, que observaba atentamente las carreras de su máximo adversario, no resistió la tentación de acercarse a él para aconsejarle que se calmara, que no intentara batir ningún récord, como al parecer pretendía, y que fijara el impulso del salto centímetros antes de llegar a la tabla de batida, evitando así el riesgo de otro nulo, ya que con su potencia podía superar sin problemas la marca mínima. Owens le hizo caso, no arriesgó y se metió en la final con cinco atletas más hasta que, como estaba previsto, sólo quedaron los dos favoritos, Long y Owens, para disputarse el oro.

Lucha entre dos razas y el abrazo polémico

A la vista de quienes defendían los postulados de Hitler, la prueba de longitud se convirtió en un escenario de antagonismo entre razas. Los saltos finales fueron una de las pugnas más bellas del estadio olímpico, al que habían asistido unos 110.000 espectadores. En su primer vuelo, el norteamericano alcanzó una marca de 7,87 metros, pero Long le igualó a continuación con otro salto impresionante que levantó de sus asientos al público. El segundo salto de Owens se fue hasta los 7,94 metros, mientras que el alemán hizo nulo, proporcionando la victoria al estadounidense y dibujando cierta desolación en las gradas. Pero la prueba aún no había terminado. A Owens le faltaba el último salto, y liberado de la ansiedad, inició la carrera para conseguir lo que había querido hacer desde su primer intento, volar hacia el récord olímpico con un salto de 8,06 metros. Aún en la arena, recién levantado de la caída, Luz Long se apresuró a felicitarle en un abrazo que dicen que desquició a las autoridades nazis que estaban presenciando la prueba.

Jesse Owens fue el atleta estrella de Berlín con cuatro medallas de oro (100 m., 200 m., relevos 4X100 m. y longitud), pero más valiosa que las medallas fue la sincera amistad que nació entre aquellos dos hombres de diferente raza. “Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad que hice con Luz Long”, diría la leyenda olímpica que logró que sus éxitos irritaran al mismo Hitler que se negó a saludarle, aunque lo cierto es que, nieto de esclavos recolectores de algodón y víctima del racismo en su propio país, quien no quiso estrecharle la mano ni recibirle en la Casa Blanca fue el presidente Roosevelt.

Una amistad sólida

Aquella relación se mantuvo sólida incluso durante la II Guerra Mundial, hasta que Luz Long, movilizado en la Luftwaffe, perdió la vida durante los combates de la invasión aliada de Sicilia, en julio de 1943. Poco antes de su muerte escribiría: “Jesse, hermano. Ésta será mi última carta. Cuando acabe la guerra viaja a Berlín para ver a mi hijo y explícale quién era su padre. Y por favor, cuéntale cómo dos hombres de distintas patrias pueden convertirse en amigos”.

En 1951, Owens viajó a Berlín y habló con el hijo de Luz para explicarle que su padre fue su mejor rival, un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado, sin importar la patria, ni la raza, ni la ideología; alguien que le hizo más grande, enriqueció su habilidad y le mostró el gesto más grandioso de aquellos Juegos del 36, cuando un caballero saltó sobre las distancias del racismo alcanzando el foso de la verdadera amistad.

jueves, 1 de febrero de 2018

Las grandes chicas del voleibol

Bajitas, niñas, aparentemente insignificantes, aquellas jugadoras de una localidad de provincia que nadie había oído nombrar, se plantaron tres y tres en el pabellón deportivo del C.P.A.R. Cornellá de Barcelona. Las catalanas, mujeres por encima de los 180 centímetros de altura, eran conscientes de su superioridad. Se intercambiaban miradas y sonrisas compasivas, como si sus rivales fueran parte de un aperitivo que había que masticar entre bromas. Hasta que el balón comenzó a pasar por encima de la red.

¿Mosquitas muertas?

Vaya sorpresa con aquellas chiquillas. No eran mosquitas muertas. Luchaban como leonas protegiendo sus crías. No daban un balón por perdido. Se animaban entre ellas cuando perdían el punto con el mismo vigor y entusiasmo que cuando lo ganaban, y las jugadoras de Cornellá tuvieron que ponerse serias para ganar los dos primeros sets donde se impusieron con cierta dificultad. El tercero fue otra cosa. Las cántabras parecían desfallecidas y se derrumbaron con un 13-4 en el marcador que parecía poner fin a la buena impresión que habían dado ante las favoritas, sobre todo si tenemos en cuenta que, en aquel entonces, se conseguía el set con 15 puntos. Pero las de Torrelavega guardaban su más preciada virtud, el secreto que emergía en los malos momentos como un volcán en el océano creando islas de esperanza. En el tiempo muerto, abrazadas y agrupadas cara a cara, Cristina, Teresa, Pilar, Mar, Lola, Carmen, Blanca, Belén, María José y Ángela, compartieron aliento y sudor para convocar la fe en la fuerza y la cohesión del equipo.

La remontada

Recibir, colocar, saltar y rematar, saltar y bloquear… Las jugadoras catalanas comprobaron que sus rivales no eran bajitas, ni niñas, ni aparentemente insignificantes, ni de una localidad de provincia de la que nadie había oído nombrar. Eran piezas de una maquinaria perfectamente coordinada para recibir, colocar, saltar y rematar, saltar y bloquear… Las inmediaciones de la red eran su territorio. Cuando María José Hernando acariciaba con sus dedos el balón, Teresa Hernando y Cristina Sánchez se alzaban poderosas para ejecutar remates sonoros, impecables, que doblaban las manos de los bloqueos o atizaban el campo ajeno sin piedad. No había defensa posible para aquel aluvión de ataques que remontaron el partido. Aquel día el C. D. Sniace de voleibol se alzó con el triunfo por 2-3, y las jugadoras de Cornellá no olvidarían dónde estaba aquella localidad de provincia que ahora se pronunciaba con respeto: To-rre-la-ve-ga.

Los comienzos

Todo empezó en el Instituto Marqués de Santillana, alrededor de la profesora de Educación Física, Emilia Fuentevilla, que desde 1966 fue reuniendo a las jóvenes en torno al balonvolea. Pocos años después, no sólo se modelaron excepcionales deportistas. También se formó un grupo de amigas fieles, inseparables, peleonas, sacrificadas, enamoradas del voleibol y obstinadas con el triunfo. Con Quinichi (Joaquín Díaz Rodríguez), fueron las primeras que, con una red de pescadores sostenida por palos, practicaron el volei-playa en la Concha de Suances. Hacían la pretemporada en Alto Campoo, en el refugio que Solvay les cedía para la ocasión. Se autoimponían multas de un duro por saque fallado para un fondo común y en los largos viajes en autobús, el equipo se iba haciendo más sólido e irrompible, entre partidas de cartas, juegos de parchís y bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo.

El primer campeonato

En 1970, el Instituto Marqués de Santillana ganó su primer Campeonato Provincial y en 1971 ya era equipo de la Segunda División. En 1974, con Quinichi de entrenador, disputó en el pabellón de Polanco su primera fase de ascenso, aunque sin éxito. Al año siguiente, con José Alejandro del Río, consiguieron el objetivo del ascenso en Valencia. Fue la alegría más grande del equipo escolar. Pero la Primera División suponía unos gastos más elevados que el instituto no podía hacer frente. Fue cuando se pidió ayuda al director deportivo de Sniace, Antonio Egusquiza, que integró al equipo en la protección de la empresa. 

No parecían novatas en aquella máxima categoría del voleibol. En la primera temporada entre los grandes, las chicas de Sniace quedaron en tercer lugar y llegaron a disputar la final de la Copa que perdieron en Huesca contra el Medina de Madrid. En su segunda temporada (1976-77) consiguieron el subcampeonato liguero y volvieron a disputar la final de Copa, cayendo derrotadas de nuevo por el potente equipo madrileño. El grupo seguía madurando en los entrenamientos, pero también en los viajes más largos y las aventuras en el autobús. La convivencia hizo más fuertes a aquellas jugadoras entre partidas de cartas, juegos de parchís y bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo. Algún día tendrían que ser invencibles.

Campeonas de Liga

En la temporada 1978-79, el C. D. Sniace de Torrelavega se convirtió en el primer equipo de Cantabria en ganar un campeonato de Liga de carácter nacional en su máxima categoría. El éxito se acompañó con la victoria en la Copa de la Reina que en esta ocasión se disputó en Burgos. Sólo perdieron un partido en toda la temporada. Aquellas leonas siguieron haciendo historia meses después. El 1 de noviembre de 1979, jugaron en Torrelavega el primer partido de la Copa de Europa contra el Leixoes de Portugal. El pabellón se quedó pequeño ante la expectación que había levantado aquel partido. Tantas personas acudieron, que la cancha se humedeció por el vaho de la respiración, provocando que algunas jugadoras se resbalaran. El C. D. Sniace alineó a su equipo de gala: Pili, Belén, Cristina, Lola, María José y Teresa. Las cántabras ganaron 3-1 (15-6, 12-15, 15-8 y 15-7) y en Oporto perdieron por el mismo resultado, pasando a la siguiente fase por el ‘set-average’. El siguiente rival fue el Panatinaikos griego, que también fue eliminado por las cántabras. Finalmente cayeron ante el Eczasibasi de Estambul en los cuartos de final. Aquella irrepetible etapa deportiva aún dejaría la brillantez de la siguiente temporada, donde obtuvieron el subcampeonato de Liga y una segunda victoria en la Copa de la Reina, cuya fase final se disputó en Bilbao, lo que les abriría las puertas a Europa para disputar la Recopa.

Siempre unidas

Más de treinta años después, las grandes chicas del voleibol continúan unidas. Todos los años se encuentran el 28 de diciembre en un restaurante de Torrelavega para recordar sus triunfos, los viajes y aventuras en el autobús, las partidas de cartas, los juegos de parchís y los bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo. Ése fue su verdadero éxito que aún permanece, porque siguen formando un equipo excepcional.

sábado, 20 de enero de 2018

El gol de una poetisa

Ana María Cagigal posa de pie a la derecha
Eran tiempos nuevos. La modernidad se apoderó del aire. La II República sopló los ambientes de Santander y el Palacio de la Magdalena dejó de ser residencia de reyes, príncipes e infantes para convertirse en sede de la Universidad Internacional de Verano. La política pedagógica y cultural de la República invadió las habitaciones de Alfonso XIII para dar cabida a estudiantes en torno a cursos, seminarios, conferencias y reuniones científicas, abriéndose a los jóvenes del extranjero. Fue una experiencia novedosa en la educación que también aprovecharían las mujeres.

Hockey femenino en La Magdalena

No era muy habitual que en aquel año de 1933 se viera jugar a nadie al hockey sobre hierba. Pero más extraño resultaba si el partido enfrentaba a dos equipos femeninos. Por eso hubo un buen puñado de espectadores en torno al campo de polo del palacio de la Magdalena.

La portera se llamaba América Oraz, y era una de las estudiantes de los cursos de verano. Se había improvisado un equipo que se presentó como selección de la Universidad Internacional. Ella y su hermana, Blanca Rosa Oraz, ya conocían el juego, como la mayor parte del resto del equipo, donde también había extranjeras, como la señorita Thomson o la señorita Huges. Las dos hermanas se habían llevado a Santander un juego de ‘sticks’ para entretener los ratos de ocio de aquel verano, y el lunes, 21 de agosto, se acordó disputar un partido contra un equipo femenino que había en Santander, el Magdalena.

La jugada del gol

Aunque se llevaban varios minutos de juego, ninguno de los dos equipos había podido marcar un gol. Pero en los minutos finales, cuando el sol y el cansancio pesaban en las largas faldas de las jugadoras, la cántabra Rosarito Losada, jugadora del Magdalena, se escapó por la banda controlando la pelota con la superficie plana de su stick y lanzó un pase perfecto a su compañera, Ana María Cagigal, que en carrera, remató con su palo el único gol del partido. América Oraz recogió lentamente la pelota dentro de su portería mientras las santanderinas felicitaban a Cagigal. Muy poca gente pudo ver aquel gol, pero significó un triunfo colectivo que daría mucho que hablar, porque aquellas jóvenes de Santander demostraron que no eran tan provincianas. Se llamaban Marita Sanz de Aja, Luisa Illera, Teresa Mora, Anita Bodega, Mercedes Sáinz de Aja, Pilar Mora, Rosario Losada, Rosario Pombo, Ana María Cagigal, Carmen Mora y Carmen Guzmán.

Modernas y deportivas

Las chicas de la Universidad de Verano eran modernas y deportivas. Nadie lo discutía. Pero en Santander también había un nutrido grupo de jóvenes inquietas, sin complejos, dispuestas a codearse con las veraneantes. Y una de esas chicas era Ana María Cagigal Casanueva (Santander 1900-2001), acaso la escritora más longeva de Cantabria que se lanzó al mundo de la poesía poco tiempo después de aquel gol en el campo de polo. Publicó sus primeros versos en 1935, cuando comenzó a trabajar como redactora en ‘La Voz de Cantabria’.

Defensora de los derechos de la mujer

Fue una celebrada conferenciante en defensa de la cultura para las clases humildes y de los derechos de la mujer, reivindicando de una manera tenaz el derecho al voto. Después de la guerra trasladó su residencia a Barcelona por motivos de trabajo, ciudad en la que permaneció durante cuarenta años. Además de los artículos publicados en la prensa de Santander y de Barcelona, su obra se completa con su única novela, ‘Leña húmeda” (1946) y la antología ‘Amor de mar y otros trabajos’ (2000). Con motivo de su fallecimiento, se publicó una antología de jóvenes poetisas de Cantabria con el título ‘En homenaje a Ana María Cagigal’ y en mayo de 2001 se bautizó en Santander con su nombre una de sus calles, aunque mayor evocación de esta poetisa será el rodar de una bola de hockey entrando en la portería del campo de La Magdalena, el gol de una poetisa comprometida con la defensa de los derechos de la mujer.


viernes, 5 de enero de 2018

El silencio de San Mamés

Radchenko
Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí. Fue un silencio que estremeció a miles de personas, unánimemente enmudecidas. Es cierto que sólo fueron unos segundos, porque enseguida estallaron brotes de delirios que rebotaban en el eco de aquel vacío de voces calladas, de bocas semiabiertas que agujereaban miles de caras incrédulas. Eran delirios de una minoría racinguista que nunca dejó de ser silenciosa, pero que emergió enérgica para celebrar el milagro de un gol y la aparición de un nuevo ídolo.

El saludo de los capitanes

Todo empezó cuando Quique Setién y Ánder Garitano estrecharon sus manos en el centro del campo. Unos tres mil seguidores del Racing se habían desplazado a San Mamés, salpicando sus distintivos verdes y blancos por las inmediaciones del campo. El club santanderino había regresado a Primera División, y la visita a Bilbao, después de tantos años deambulando por la Segunda División, con el amargo paso por la Segunda B, era un aliciente más para la afición racinguista que había recuperado el entusiasmo. Pero el equipo que dirigía Javier Irureta no estaba atravesando un buen momento. Después de un inicio liguero bastante aceptable para ser un recién ascendido, se enfrentaba en la decimoséptima jornada al Athletic Club de Bilbao con el bagaje de haber perdido los tres últimos partidos contra el R. C. D. de la Coruña (1-0), Real Oviedo (1-2) y Atlético de Madrid (4-0). Por su parte, el Athletic Club había iniciado una racha de excelentes resultados que invitaba a apostar por una victoria inevitable de los vizcaínos. Pero ya se sabe, el fútbol no es siempre como se piensa.

No hubo goles en la primera parte en el viejo San Mamés, pero fue el Racing el equipo que más cerca estuvo de marcar, aunque el penalti que Larrainzar hizo a Radchenko no fue señalado por el árbitro, Andújar Oliver.

Los goles

En la segunda parte, la defensa cántabra comenzó a debilitarse y la delantera vizcaína aumentó sus opciones. Tuvo tres ocasiones claras en las botas de Larrainzar, Guerrero y Eskurza, que anunciaban la llegada del gol local. Y el gol vino gracias al oportunismo de Ciganda, un jugador que comenzaría a especializarse en batir la portería racinguista, y que en esta ocasión remató en el área pequeña un rechace de Ceballos a un duro disparo de Julen Guerrero. Se cumplía el minuto 55.

Encajar un gol produce sensaciones amargas. Los jugadores se miran por un momento buscando respuestas que no se encuentran y enseguida los ojos ponen su punto de mira en la hierba, mientras se camina cabizbajo hacia el círculo central. Es el pitido del saque el que obliga a levantar la cabeza, a respirar hondo y a eludir el impetuoso arranque de quienes acaban de ponerse por delante en el marcador. Cuando se supera esta embestida, se produce un proceso de cambio de actitud. Irureta sale del banquillo y da instrucciones a Michel Pineda para salir al campo. Durante el cambio, le indica a Quique que adelante su posición. En el Athletic, las sensaciones giran alrededor de la misión cumplida.

La salida de Pineda es providencial. Recoge un balón al borde del área y su disparo establece un empate que deja fría a la parroquia de rojo y blanco. Efectivamente, encajar un gol produce sensaciones amargas e invitan a un proceso de cambio, y los vascos vuelven a buscar la victoria. Pero al Racing se le ha olvidado cambiar. La dinámica de buscar el empate continúa en las botas de sus futbolistas.

La genialidad de Radchenko

Cuando todo parecía destinado a un empate a uno, Dmitry Radchenko se negó rotundamente a aceptar el resultado. Recogió el balón en el centro del campo y esperó a que Mutiu estuviera en disposición de acompañarle para hacer una pared. Cuando recibió la pelota devuelta del nigeriano, el ruso intensificó su carrera con zancadas eléctricas y frescas, impropias del minuto 88 en el que se desenvolvía la jugada. Estiraba la pierna para tocar el balón con la puntera cambiando la trayectoria de la carrera a su conveniencia. Fueron sólo cuatro toques con su pie derecho. El primero fue para controlar la devolución de Mutiu. Con el segundo se coló entre dos rivales que a punto estuvieron de darse de morros intentando parar la afilada penetración hacia el centro de la portería. El tercero superó la entrada desesperada del central, que se tiró al suelo para alargar su voluntad fracasada de arrebatar el balón a aquel espigado jugador. Y el cuarto, ¡oh el cuarto! El cuarto se ejecutó justo en la media luna que corona el área. Fue un toque diferente a los rápidos y breves que lo precedieron, un toque acompañando el balón hacia arriba, levantando una vaselina sobre el guardameta Valencia, que había salido hasta más allá del punto de penalti para evitar la inercia del avance del delantero. Yo vi aquella jugada justo detrás de la portería. La vaselina era tan alta y seca, que me pareció eterno su vuelo. Incluso presentí que era demasiada alta, y que el bote en el suelo podía elevar el balón por encima del larguero. Acaso eso mismo pensaba Radchenko cuando, inmóvil y expectante, miraba la pelota estirando el cuello. Fue cuando estalló el silencio, el gran silencio de San Mamés. Y el balón entró. Y Radchenko se arrodilló, se sentó sobre sus talones y lanzó el grito del triunfo hacia el cielo. Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí.

El nombre de la catedral

¿Que por qué se llama la catedral? Lo comprendí aquel día, cuando escuché aquel silencio de iglesia, silencio de devotos rezando, silencio de plegarias de arrepentidos y penitentes, venerando a un nuevo ídolo (devorador de leones) que desbancó a San Mamés de los altares de aquel templo del fútbol.

sábado, 16 de diciembre de 2017

La gran victoria del perdedor

El éxito y el fracaso son dos impostores del esfuerzo humano, dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos en la paz del antagonismo. Pero el sacrificio, el dolor y el sufrimiento no son un espejismo, son demasiado reales. Lo saben los 56 atletas que partieron del castillo de Windsor a las 14:30 horas del 24 de julio de 1908. Será un calvario de 42 kilómetros y 195 metros hasta llegar al estadio londinense de White City, en Shepherd’s Bush, donde les espera la misma reina de Inglaterra.

Los primeros compases

Los ingleses son los favoritos y han marcado el ritmo en los primeros compases, pero el calor ha derretido sus primeros impulsos y han sido alcanzados por el sudafricano Charles Hefferon y el italiano Dorando Pietri. Cuando van por el kilómetro 32, el sudafricano saca cuatro minutos al italiano, mientras que tres norteamericanos, en mancomunada colaboración, van avanzando sus posiciones. En el kilómetro 41, Hefferon desfallece y Dorando Pietri se coloca en cabeza. También hay novedades en el grupo de los corredores americanos. Uno de ellos, John Hayes, se ha descolgado de sus compañeros y con un ritmo endiablado ha cazado a Hefferon. La emoción es la habitual cuando llega el tramo final de una carrera. Pero hay algo que va a trascender al episodio deportivo.

Un final angustioso

Obsesionado en mantener un ritmo imposible y cegado por el enorme esfuerzo, Dorando Pietri se ha olvidado de beber líquidos y tiene síntomas de deshidratación. Por eso da muestras de una preocupante debilidad. Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, ha entrado andando y desorientado en el estadio, donde le reciben entusiasmados entre 75.000 y 100.000 espectadores. Pero el entusiasmo se ha convertido de repente en una angustia colectiva. El atleta zigzaguea, se cae, se levanta, da algunos pasos y vuelve a caer. La compasión y las ganas de ayudar invaden el ambiente. El escritor Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, es testigo de la dramática llegada como periodista del ‘Daily Mail’ y observa “el rostro demacrado, amarillo, los ojos vidriosos e inexpresivos” de Dorando, mientras se recupera, logra erguirse, camina tambaleándose y vuelve a desplomarse sobre la ceniza de la pista, a pocos metros de la meta. De repente, un clamor surge del público. El americano ha entrado en el estadio. El italiano, desde el suelo, observa la pesadilla que supone la cercana presencia de su rival. Con un esfuerzo sobrehumano se levanta, pero sus piernas se doblan. Entonces el mismo director de la carrera, Jack Andrew, y el médico de la prueba, Michael Bulger, no resisten la tentación de prestarle ayuda y le sujetan, prácticamente arrastrándole, en los últimos cinco metros. De esta manera logra entrar primero en la carrera de maratón. Treinta y dos segundos después, entra en la meta el norteamericano.

Una decisión impopular

Fue la decisión más impopular de unos juegos olímpicos, porque la ayuda prestada al corredor invalidó la victoria. Dorando Pietri fue descalificado con las quejas del público y de gran parte de la prensa que no comprendía cómo era posible que no se recompensara tal cúmulo de tormentos deportivos con aquella medalla que tuvo al alcance de la mano. Así que al día siguiente, durante la clausura de los Juegos, escoltado por dos diplomáticos italianos y precedido por la bandera italiana, Dorando ascendió hasta el palco real, arropado por la multitud, para escuchar la voz de la reina Alexandra que le decía: “No tengo diploma, ni medalla, ni laurel que entregaros, señor Dorando, pero he aquí una copa de oro y espero que no os llevaréis únicamente malos recuerdos de nuestro país”.

Los reconocimientos

Dorando Pietri se llevó de Inglaterra los mejores recuerdos y el corazón de los londinenses. Cuatro años antes, aquel pequeño atleta se había quitado el delantal de dependiente para incorporarse a una carrera que pasaba por el comercio donde trabajaba, y ahora llegaba a su casa con una copa de oro que le convertía en un afamado deportista. ¿Perdedor? El ‘Dayly Mail’ había recaudado 300 libras entre sus lectores para premiar al atleta. Cerca del estadio de White City, existe aún una calle que se llama Dorando Close. En la localidad italiana de Capri (Módena), se le recuerda con una estatua levantada en su honor. Irving Berlin compuso una canción sobre él y dos libros cuentan la aventura que le convirtió en un mito olímpico. Sin embargo, nadie se acuerda del nombre del ganador.

Los impostores del esfuerzo humano, las dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos, se confundieron aquel 24 de julio de 1908. ¿Éxito, fracaso? Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, Dorando Pietri entró andando, zigzagueando y desorientado en el estadio, pero consiguió la victoria más grande que haya podido obtener ningún perdedor.

martes, 5 de diciembre de 2017

Los primeros pasos de la quiniela

Desde el centro de la ciudad, varios jóvenes y menos jóvenes suben a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel que ojean de vez en cuando meciéndose el cabello o acariciándose la barbilla. La mayoría son muchachos de diversos oficios, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles. Todos llevan los ojos encendidos por la ilusión, camino de una humilde taberna llamada “La Callealtera”. Allí entregan el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les sean propicios. Saben que la esfera del balón tendrá el domingo la última palabra para cambiar sus fortunas.

En torno a la mesa de una taberna

Aquel día, 15 de febrero de 1931, Francisco Peral reunió en la mesa de la taberna 2.690 papeletas de su particular “bolsa de fútbol”. Todo había empezado dos años antes como un entretenimiento para animar la emoción del recién creado campeonato nacional de Liga. En los primeros partidos de 1929, Peral y unos pocos amigos se jugaban el café de los domingos calculando los ganadores de cada encuentro. Pero jornada a jornada se incorporaron más conocidos hasta llegar a treinta. Fue entonces cuando Peral, contable de una casa de comercio, comenzó a idear de forma más seria las apuestas, acordando hacer una recaudación que se entregaría a quien se aproximara más al acierto. Al final de temporada, fueron aumentando los jugadores que llegaron al centenar, con los consiguientes problemas para escrutar los resultados.

Sin sospechas de amaño

Hasta que se le ocurrió organizar un sistema de puntuación en función de los goles marcados por cada equipo y de los pronósticos de cada partido, en base a un reglamento establecido que todos conocían y podían interpretar. El hecho de que las apuestas se liberaran de cualquier sospecha de amaño, fue la clave del éxito. En la siguiente temporada comenzaron con 150 apostantes en la primera jornada que subirían hasta llegar a los 2.690. La idea de Francisco Peral fue seguida por otros establecimientos y los apostantes se multiplicarían por varios bares santanderinos, como “El Progreso” o el “Bar Montañés”. Aquellas quinielas trataban de acertar los resultados exactos de cinco partidos de Primera División, entre los que siempre se incluía al Racing.

La beneficencia

Años más tarde, en 1945, Francisco Peral puso su experiencia y la idea de su bolsa de fútbol a disposición de los hermanos de San Juan de Dios para recaudar fondos a beneficio del hospital de Santa Clotilde, creándose lo que se llamaría quiniela de San Clotilde. Ésa sería la clave para abrir el camino de la quiniela tal y como la conocemos en la actualidad: la beneficencia. Porque el régimen de Franco no era partidario del juego, excepto de la lotería nacional y de los sorteos impulsados por entidades benéficas. Por eso no era fácil legalizar las apuestas que alrededor del fútbol aún se mantenían en España. Sin embargo fue el periodista de ‘Informaciones’, Julio Cueto, quien planteó la quiniela como una propuesta altruista que destinaría parte de la recaudación a la beneficencia, y con ayuda del general Fernando Roldán, entonces director del Departamento de Timbres y Monopolios del Estado, se pudo convencer a las autoridades.

El nacimiento del Patronato

El 12 de abril de 1946 apareció en el Boletín Oficial del Estado el decreto ley por el que se creaba el Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas. La primera quiniela legalizada y de carácter nacional surgió en la temporada 1946-47, y el sistema de pronósticos se basaba en acertar los goles de cada uno de los siete partidos de Primera División. Pero fue en la temporada 1947-48 cuando Pablo Hernández Coronado, nombrado rector del Patronato, aplicó las apuestas con el conocido sistema del 1-X-2, incrementándose en premios el 55 por ciento de las recaudaciones y añadiendo los siete partidos de Segunda División para configurar la popular quiniela de catorce.

El Racing, sumido aquella temporada en el grupo segundo de la Tercera División, no pudo incluirse en la primera quiniela del 1-X-2, pero sí tuvo su protagonismo con aquella inspiración callealtera que guiaba a los muchachos de oficio, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles a subir a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel con los ojos encendidos por la ilusión. Y todos entregaban a Francisco Peral el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les fueran propicios. Desde entonces, cada domingo, la esfera del balón sigue teniendo la última palabra para cambiar la fortuna.

lunes, 20 de noviembre de 2017

El señor de los árbitros

El silbato negro de balaquita sonó tres veces seguidas. El último toque fue un poco más largo, como surgido de la expiración que supone el final de la vida. Es así como mueren los partidos de fútbol, presentados ante el juicio final de un resultado inamovible. Pero aquel último aliento del partido también fue el último de una carrera deportiva escasamente reconocida, pero excepcional. Su mayor mérito fue que nadie habló de él en aquella crónica. Todo se centró en Ricardo Gallego levantando el trofeo de campeón, en el exquisito y tempranero gol de Rafael Gordillo picando la pelota o en la despedida definitiva de futbolistas como Camacho o Maceda. Fue un partido limpio y fácil (él lo hacía fácil), donde sólo mostró dos tarjetas amarillas, una a Emilio Butragueño, del Real Madrid, y la otra a Fernando Hierro, entonces jugador del Real Valladolid. Después del último soplido, recogió el balón, felicitó a sus linieres y se marchó discreto a los vestuarios mientras el delirio de los jugadores y de los aficionados del Real Madrid, teñían de blanco el estadio Vicente Calderón tras la final de la Copa del Rey. Ocurrió el 30 de junio de 1989.

La vocación de la justicia

Victoriano Sánchez Arminio (Santander, 26 de junio de 1942), no fue un niño como los demás. Jugó a fútbol en el colegio, como todos, pero pronto descubrió su vocación de impartir justicia entre el descontrol de patadas infantiles del patio de recreo. Así que a los quince años, cuando todos soñaban en ser delanteros, Victoriano cogió un silbato y se vistió de madurez. Con paciencia y seriedad, se fue labrando ese camino lento, seguro y silencioso que garantiza el éxito. Su primera actuación como árbitro principal en un partido de categoría nacional, fue en 1967. En la siguiente temporada, ya era árbitro de Segunda División, categoría en la que se mantuvo seis campañas. En la temporada 1976-77, logró dar el salto a la Primera División, donde dirigió 149 partidos, debutando en el que disputó el Málaga C. F. contra la U. D. Salamanca. Un año después, obtuvo la escarapela de la FIFA y dirigió partidos en el Mundial de España (1982) y México (1986), en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984) y en la Eurocopa de 1984.

Ser árbitro no es nada fácil, al menos ser un buen árbitro. Marcar un gol a veces es más sencillo que apreciar con exactitud los movimientos de los jugadores e interpretar sus acciones. Así lo reconoció José María de Cossío, aquel intelectual comprometido con el Racing que afirmaría que “el oficio de árbitro de fútbol tiene del juego, todas las difíciles cualidades de la improvisación, de la rapidez en la visión, del conocimiento de todo el mecanismo técnico y reglamentario, de la decisión para el juicio inmediato, hasta de las condiciones físicas para seguir el juego con ilusión y sin fatiga; en una palabra, las mismas cualidades del practicante del juego”. Cossío también añadiría otras cualidades inherentes a los buenos árbitros de fútbol: “las virtudes cardinales, cimiento del carácter, que es imposible expresar mejor que con las palabras que aprendimos en el catecismo de la doctrina cristiana…”

El homenaje de El Sardinero

Y así, con la “prudencia, fortaleza, justicia y templanza”, acostumbrado a ser garantía, amenaza y descarga de todo tipo de frustraciones, Sánchez Arminio recorrió en el campo más kilómetros que cualquier futbolista. Sin números a su espalda, nunca pateó un balón ni recibió ovaciones de un público acostumbrado a increparle con sus dos apellidos y a convertirle en chivo expiatorio de las derrotas de su equipo, hasta que un día, en el campo municipal de El Sardinero, alguien se acordó de él y miles de palmas incendiaron la explosión de un reconocimiento, ofreciéndole la posibilidad, después de treinta años, de tocar el balón como un futbolista. Fue el 9 de agosto de 1989, dos meses después de su retirada, cuando realizó el saque de honor del partido amistoso entre el Racing y el Real Madrid que sirvió para su homenaje.

Entre todos los árbitros de Cantabria, Sánchez Arminio atesora el más apreciado palmarés, y han sido varios los que, por ejemplo, lograron arbitrar una final de Copa, como Fermín Sánchez González (1924), Rafael García Fernández (1953) o más recientemente, Alfonso Pérez Burrul (2005). Pero Victoriano tuvo ese honor en tres ocasiones (1982, 1986 y 1989) y en 1993, se convirtió en el responsable del más alto estamento arbitral en España. En su casa, seguramente aún conserve una reproducción de la histórica carabela de Juan de la Cosa, la ‘Santa María’, con una leyenda donde se resalta “su ejemplar y brillante trayectoria como árbitro internacional de fútbol y modelo de comportamiento y nobleza de su tierra cántabra” que Cantabria dedicó al señor de los árbitros.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Amós y la gracia que deslumbró a Víctor de la Serna

La ley de las gradas es tan sencilla como inflexible. Después de seis partidos jugados y seis perdidos, aquellos miles de aficionados que habían aclamado al equipo tras su clasificación en la apertura liguera de la Primera División, se habían derrumbado. Por eso, cuando los hombres de Patrick O’Connell pisaron los Campos de Sport después de recibir la soberana paliza de ocho goles en Atocha, contra la Real Sociedad, el público rompió en sonoros desahogos de pitos y abucheos. Pero las leyes del fútbol también sientan las bases para que todo se transforme, como la materia, que ni se crea ni se destruye. Y la gracia en el oficio de un jugador fue capaz de envolver el juego del equipo, recuperar el entusiasmo de los aficionados e inspirar al periodista, Víctor de la Serna, para descubrirnos la esencia del fútbol: “Echarle gracia a las cosas. Echarle gracia a la vida, al oficio, al lenguaje, a los movimientos; acertar con el ritmo de una actividad. He ahí el gran secreto que sólo descubren los elegidos…”


Un peque de Mr. Pentland

Amós Francisco Javier de la Torriente Rivas (Santander, 1905-1976) fue uno de esos elegidos. Formó parte del selecto grupo de los “peques” de Mr. Pentland y luego continuaría su progresión jugando en el New Racing hasta debutar en el primer equipo racinguista en 1923. Se mantuvo en el Racing de Santander durante toda su vida deportiva y contó con el privilegio de ser uno de los jugadores que logró la histórica clasificación para formar parte de los diez clubes que fundarían la Primera División. Aunque su puesto era el de extremo derecha, la incorporación de Santi Zubieta le llevaría a jugar por la banda izquierda, donde haría célebre su habilidad para regatear y su tacto para colgar pases medidos al área. Su estado de gracia fue clave para que los aficionados olvidaran la pésima primera vuelta de aquel primer campeonato de Liga, con un Racing desfondado por la tortuosa fase de clasificación de empates y prórrogas, con el efímero descanso de tres días que separaron el partido final de la temporada, en Madrid, contra el Sevilla F. C., y el del inicio de la siguiente, contra el F. C. Barcelona, en Santander. Por eso el juego racinguista, que en las primeras partes se mantenía sólido, se hundía tras el descanso para caer batido una y otra vez.

La segunda vuelta

Pero en la segunda vuelta llegaría el estado de gracia de Amós que se culminó el 9 de junio de 1929, cuando el conjunto santanderino recibió en los Campos de Sport a la Real Sociedad de los ocho goles. El conjunto donostiarra mantenía la garra que el año anterior había demostrado en El Sardinero, en la triple final de la Copa del Rey que le había enfrentado al F. C. Barcelona, así que las apuestas se inundaron a favor de los vascos que comenzaron marcando a los 15 minutos gracias a un disparo de Mariscal. Los hombres de O’Connell no se desmoralizaron y muy pronto lograron el empate por un penalti lanzado por Amós. Cuando faltaban dos minutos para que acabara la primera parte, Larrínaga lanzó en profundidad un pase hacia Amós, y éste, sobre la marcha, empalmó un disparo cruzado imparable hacia la portería adversaria. En la segunda parte, la codicia del Racing no se apagó. Gómez-Acebo remató de cabeza un pase de Julio Torón para marcar el tercero y poco después, los racinguistas marcaron otros tres tantos en ocho minutos, dos de ellos obra de Gómez-Acebo y el otro de Loredo.

El artículo en 'El Cantábrico'

El Racing devolvió la goleada a los guipuzcoanos con un Amós de velocidad de vértigo, pases medidos y una armonía que deslumbraría al periodista Víctor de la Serna, que en ‘El Cantábrico’ dejó escrito un artículo titulado “La gracia en el oficio”:

“…En esa nadería de correr tras una pelota, o correr con una antorcha, un hombre y otro hombre se diferencian. Uno puede hacer una cosa lamentable y triste, en que la humana arquitectura se ‘degringole’ en un gesto feo y desapacible; en un gesto bárbaro o en una silueta rota. El otro hombre puede hacer una bella cosa; puede, sencillamente, echarle gracia al oficio, dotarle de esa cosa tan maravillosa que también se conoce con una palabra griega: estilo…/… Si cada jugador de fútbol le echara al oficio la cantidad de gracia, la calidad de estilo que Amós de la Torriente le echó anteayer al suyo, el juego inglés se habría convertido en una cosa graciosa y bella, digna del himno, del relieve y del friso”.

La ley de las gradas es tan sencilla como inflexible. Los sonoros desahogos de pitos y abucheos pueden transformarse en aclamaciones de admiración simplemente con “echarle gracia a la vida, al oficio, al lenguaje, a los movimientos…”, como hizo aquel día Amós de la Torriente y como podemos hacer todos en cada una de las actividades que emprendamos.

miércoles, 25 de octubre de 2017

José María de Cossío y García Lorca, en el campo de fútbol

La emoción colectiva nos hace autómatas. Todo por culpa de ese contagio que se transmite como la electricidad al sumergirnos en el gentío, convirtiéndonos en una diminuta parte de un todo incontrolable. Entonces somos enfermos solidarios, capaces de sincronizar nuestros gestos, nuestras acciones y, si no fuera porque la infección los diluye, hasta nuestros pensamientos. Y en cuanto el balón entra en la portería rival, los brazos se alzan, las piernas saltan, los ojos parecen salirse de su órbita y las bocas gritan al unísono la misma palabra. Es igual la raza, la religión, la clase social o cualquier otra condición de la naturaleza humana: ¡Gol!

En el Metropolitano de Madrid

A José María de Cossío le gustaba compartir esa emoción colectiva. Acaso por eso fue un asiduo erudito de los dos espectáculos de masas más importantes de la España del siglo XX: el fútbol y los toros. Amante de la vida social y del carácter lúdico de la vida, Cossío fue sabio introductor de los placeres del fútbol entre los poetas de la generación del 27. De todos es conocida su influencia para que Rafael Alberti se quedara con la boca abierta admirando el arrojo de Platko en los Campos de Sport, pero casi anónima es la presencia de Cossío y Federico García Lorca en el estadio metropolitano de Madrid para ver un partido de la selección española de fútbol donde actuaba el racinguista Fernando García.

En uno de sus artículos publicado en ABC con el título “El tema taurino y la Generación del 27”, y que ha llegado a mis manos gracias a Rafael Gómez, se recoge esta sabrosa anécdota futbolística con un García Lorca del que sólo se conocía su afición al tenis:

“... recuerdo que en una tarde de no hay billetes pretendía, conmigo y otros amigos, penetrar en un campo de fútbol. Detuviéronle los porteros encargados de ellos y Federico, con una imponente dignidad, le preguntó al portero: “¿Usted no me conoce?”. El portero se encogió de hombros dando a entender que no le conocía; y entonces, echándole un decisivo valor al asunto, dijo muy dignamente: “Yo soy Samitier”. A lo que el portero tuvo una reacción valiente y le dijo: “Usted lo que es, es un sinvergüenza.” Intervenimos todos y, naturalmente, pasamos”.

El diario de Cossío

La localización y la fecha de esta anécdota, se rescata en el diario personal de José María de Cossío. En los renglones dedicados al 8 de enero de 1936, en Madrid, Cossío apunta: “Partido de seleccionados contra un equipo checo... Encuentro en el partido con Federico García Lorca”. Entonces José María y Federico ya estaban hermanados por la amistad. El de Tudanca había estado presente en las representaciones de Fuenteovejuna que la compañía de teatro de Lorca, ‘La Barraca’, había ofrecido durante los cursos de la Universidad Internacional de Verano de Santander que organizaba la Sociedad Menéndez Pelayo, y en donde Cossío había sido profesor, recibiendo de la compañía el entrañable título de “barraquito honorario”, nombramiento que permitía entender la vida de los faranduleros y sus bromas llenas de ingenio y vivacidad, como la que nos ha recordado Benito Madariaga cuando García Lorca, invitado en Tudanca por Cossío, se subió a un árbol y a gritos comenzó a recitar una escena de teatro. Quizás fue lo que García Lorca intentó hacer aquella futbolística tarde de enero, interpretar una nueva obra de teatro.


La selección de España contra el S. K. Zidenice

El partido de fútbol que se disputó aquel día, miércoles, en la capital de España, ofrecía como atracción ver a la selección nacional que tenía que enfrentarse a Austria once días después, y jugaba uno de sus partidos de preparación contra el S.K. Zidenice de Brno. El partido, que finalmente García Lorca pudo presenciar gracias a la influencia que D. José María ya tenía en las esferas futbolísticas (Cossío era entonces presidente del Racing y había sido delegado federativo de la misma selección nacional), se jugó a las tres y cuarto de la tarde en el estadio Metropolitano, situado cerca de la barriada madrileña de Cuatro Caminos. García Lorca, con su arrebatadora estimulación dramática, quiso superar las cinco pesetas que costaba la entrada de Tribuna con una difícil interpretación, nada menos que la de José Samitier, exjugador del F. C. Barcelona y Real Madrid, también amigo de Cossío, que llevaba el merecido apodo de ‘El Mago del balón’. Quizás resultó ser un personaje demasiado conocido para los porteros del estadio que no comprendieron la calidad y el arrojo de su papel.

Con la mediación de José María de Cossío, que como presidente del Racing acudió a ver al seleccionado jugador racinguista, Nando García, el poeta de Granada pudo contemplar aquel encuentro donde la selección española ganó dos a uno, con goles cuyas circunstancias (un remate de Lángara a pase de Emilín y un disparo de Herrerita a pase de Luis Regueiro) adquieren valor no por su belleza, eficacia u oportunidad, sino por haber sido celebrados en el campo por dos hombres tan significativamente vinculados con la cultura y la literatura que se dejaron llevar por “el encanto de sumirse en la masa”, contagiados de la enfermedad que sincroniza nuestros gestos, nuestras acciones y acaso nuestros pensamientos para gritar al unísono la palabra ¡Gol!

lunes, 16 de octubre de 2017

El primer triunfo del fútbol español

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez. No hace falta pasar las páginas del viejo periódico que conservo doblado y arropado entre las páginas de uno de mis libros. A toda plana, en la portada, puedo leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”. Fue el día más lúcido del año, el 21 de junio, solsticio de verano de 1964, con una noche también llena de luz. Unos dicen que fue un rayo, otros que un remate de cabeza, pero lo cierto es que muy pocos tuvieron ocasión de verlo, porque el pestañeo del asombro emocionado había sorprendido a los cerca de cien mil espectadores del Santiago Bernabéu.

El gol de Marcelino

El periodista Antonio Valencia fue uno de los pocos que lo vivió con los ojos abiertos. Faltaban siete minutos para el final y el marcador mantenía el empate a uno desde el minuto 8 de la primera parte. Feliciano Rivilla, impulsado por el entusiasmo de todo el equipo, interceptó un balón e inició una galopada lanzándose al ataque por su banda derecha. Luego cedió la pelota a Pereda, que continuó su avance hasta que un defensa soviético quiso cerrarle el paso. Fue entonces cuando lanzó aquel centro duro y a media altura y el periodista se imaginó el remate “como el último verso perfecto que termina un soneto”. Y la métrica del poema congeló la figura de un excelso guardameta. Allí se quedó clavado Yashin, descansando su cuerpo sobre una rodilla semiflexionada, la única parte de su cuerpo que presintió por donde entró el balón en su portería.

Algo más que un triunfo

Pero aquel triunfo, el más importante que hasta entonces había conquistado el fútbol español, fue algo más que una victoria deportiva. El régimen de Franco lo celebró como anunciando un nuevo parte de guerra del primero de abril, no en vano, el rival de la selección española era el poderoso equipo del comunismo internacional, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), primer campeón de Europa, cuyos jugadores lucían en su camiseta las casi clandestinas siglas de CCCP. Las relaciones políticas entre ambas naciones eran nulas y ya se habían interferido en los asuntos deportivos. Cuatro años antes, en la edición del primer Campeonato de Europa de selecciones nacionales, los cuartos de final emparejaron a España y a la URSS. Ambas federaciones acordaron las fechas de los partidos que tendrían que disputarse en Moscú y Madrid, pero al parecer, los ministros Carrero Blanco y Alonso Vega influyeron sobre el jefe del estado planteando que la llegada de los soviéticos a España era inoportuna e indignante. ¿Comunistas en la capital del franquismo? Para algunos era toda una provocación. Dicen que Franco llegó a exponerlo en un consejo de ministros y que incluso se celebró una votación donde se impuso la conveniencia de no jugar. Y así fue. La URSS pasó a la semifinal directamente, superó a Checoslovaquia y luego en la final derrotó a Yugoslavia proclamándose campeón de Europa y ganador de la primera copa Henri Dalaunay.

El camino de la gran victoria

En la segunda edición, las cosas cambiarían. El equipo español fue uno de los 29 que participó, eliminando a Rumanía, Irlanda del Norte y República de Irlanda para alcanzar las semifinales. En mayo, la UEFA había decidido que los últimos partidos se disputaran en una fase final que se celebraría en España, concretamente en Madrid y Barcelona, ciudades que recibirían a los cuatro mejores equipos europeos. España y Dinamarca ya se habían clasificado cuando se tomó la decisión, y aún faltaban por conocerse los otros dos rivales que saldrían de los ganadores del URSS-Suecia y del Hungría-Francia. Por lo tanto, las autoridades franquistas se vieron con las manos atadas para vetar de nuevo a los soviéticos en caso de que se clasificaran, cosa que lograron, como los húngaros. La fase final estuvo rodeada de una morbosa expectación. Amancio lo culminó marcando el dos a uno a Hungría en la segunda parte de la prórroga, mientras que la URSS derrotó fácilmente a Dinamarca por tres a cero. La España de Franco, como si fuera el argumento de una película de José Luis Sáenz de Heredia, volvió a batallar con éxito contra los rojos, que de ese color vistieron los jugadores soviéticos en la final, ante el azul de los españoles.

Aquel primer gran triunfo se mantuvo aislado y único hasta 1992, cuando ya en democracia, se consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Años después, la madurez de la convivencia social y política lo igualó y superó, porque en 2008 y 2012 repetimos la proeza (Campeones de Europa) y en 2010 la superamos con creces (Campeones del Mundo).

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez, cuando a toda plana, en la portada, podíamos leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”, mientras soñamos, impacientes, que vuelvan a alumbrarnos los rayos y remates de los solsticios de verano con otro gran triunfo del fútbol español.
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