domingo, 13 de noviembre de 2016

El campeón de harina contra la raza aria

Más que un boxeador, parecía un bailarín. Convertía el cuadrilátero en una pista de baile y a sus rivales en parejas a las que imponía su ritmo. En ocasiones, los desquiciaba con su vibrante juego de piernas y con su escapismo de golpes que le perseguían sumidos en el fracaso.

El público le adoraba, sobre todo las mujeres. Era un hombre atractivo, feliz y ganador. Pero no era de raza aria, había nacido en un país equivocado y vivía en un tiempo demasiado desfavorable para los gitanos.

Boxeador y gitano

Johann Wilhelm Trollmann era natural de Hannover y vino al mundo el 27 de diciembre de 1907 en el seno de una familia gitana. Todos le llamaban ‘Rukeli’ (árbol joven) y mostraba una engañosa apariencia de muchacho enclenque. Quizás por eso se aficionó al boxeo, perfeccionando su estilo gracias al entrenador judío Erich Seelig. Muchos se sorprendieron cuando comenzó a ganar campeonatos locales con aquella apariencia de fragilidad, pero es que se movía demasiado deprisa y sus golpes eran certeros y potentes. Por eso fue uno de los púgiles que se clasificó para participar en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam (1928), aunque finalmente no pudo hacerlo porque su forma de boxear no era representativa de Alemania. Ésa fue la excusa para intentar disimular el racismo que comenzaba a apoderarse de aquella sociedad.

Campeón de la Alemania nazi

Pero Rukeli continuó boxeando con sus pies ligeros, su apariencia enclenque y sus puños voraces. Se trasladó a Berlín, se hizo profesional y se fue ganando al público rompiendo la moral de hombres mucho más fornidos y corpulentos. Y alcanzó su sueño, competir por el título nacional de Alemania de los semipesados en 1933, el año en que Hitler llegó al poder. Su rival era Adolf Witt, mucho más pesado y fuerte que además era el favorito de los dirigentes nazis que acudieron por decenas a ver el combate. Trollmann fue más rápido que nunca aquel día. Incluso se atrevió a burlarse de la torpeza de su oponente y a comentar jocoso el desarrollo de la pelea con los espectadores de las primeras filas. Golpe a golpe, el gitano fue ensangrentando la cara del ario con una vitalidad y frescura insultante. Cuando los jueces anunciaron que el combate era nulo, el público, escandalizado, casi organizó un tumulto, de tal manera que se vieron obligados a rectificar y a designar campeón de Alemania a Trollmann, entre la ira de los dirigentes del nacional socialismo y la emoción del campeón que rompió a llorar.

Aquello era imperdonable para el nuevo régimen. A la semana siguiente, la Federación Alemana de Boxeo le informaba por carta que le quitaban el título por “comportamiento vergonzoso”, refiriéndose a su llanto, mientras que la prensa justificaba la decisión afirmando que “los campeones de boxeo no corren”. Además, amenazando a su familia, se le obligó a combatir contra un duro boxeador pronazi, Gustav Eder, prohibiéndole que no se moviera del centro del ring. Querían humillarle, pero no lo consiguieron.

El gitano de los pies alados aceptó la pelea, pero en esa ocasión no sería un gitano. Se tiñó el pelo de rubio, esparció harina por todo su cuerpo, se plantó inmóvil en el centro del ring y aguantó los puñetazos hasta que en el quinto asalto, cayó a la lona rebozado de raza superior.

En el campo de concentración

Años después, Trollmann acabó en el campo de concentración de Neuengamme, cerca de Hamburgo. Malnutrido y débil, tuvo que soportar los combates que los guardias organizaban para divertirse, donde premiaban a Trollmann con un plato de comida sólo si perdía por K.O. Un día de 1944 se hartó y en una de esas peleas se atrevió a noquear a un colaborador nazi. Éste, enrabietado y ante la mirada impasible de los vigilantes, le apaleó hasta la muerte.

Durante muchos años, Johann Wilhelm Trollmann sólo fue una víctima más de un exterminio execrable, mientras su gesta se arrinconaba en el olvido. Hasta que la Federación Alemana de Boxeo reconoció su título en 2003. Hoy, en Hannover, una calle lleva su nombre y en Hamburgo, una placa señala el gimnasio donde ganó varios combates. En Berlín, su memoria se evoca en el parque Victoria, con un ring inclinado y único destinado al boxeador que parecía un bailarín, que convertía el cuadrilátero en una pista de baile y a sus rivales en parejas a las que imponía su ritmo. Y su recuerdo, teñido de rubio y con piel de harina, sigue desquiciando a los que se creen dioses con su vibrante juego de piernas y con su escapismo de golpes que siempre le perseguirán sumidos en el fracaso.

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