lunes, 3 de octubre de 2016

El aristócrata que quiso cambiar el mundo

Pierre Fredy, balón de Coubertin
Nació aristócrata en una familia monárquica, pero se hizo republicano. Era francés, pero admiró el estilo de vida anglosajón. Tuvo un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo, y siempre lo mantuvo firme como bandera de su destino. Asumió que el sueño estaba en él, y que el obstáculo para su cumplimiento, también. Por eso superó la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud con la fuerza de su entusiasmo, siempre joven. Porque nadie envejece al cumplir años, sino por abandonar sus ideales.

Pierre Fredy, barón de Coubertin (París, 1863-1937) fue un rebelde que quiso cambiar el mundo. No quiso seguir los pasos de su familia adinerada y rechazó la carrera militar y la diplomática, quedando hipnotizado por la educación que los británicos daban a sus jóvenes por medio del deporte. Aficionado al ciclismo y al remo, aunque también practicante ocasional de esgrima y tenis, quedó prendado por la experiencia de Thomas Arnold en la Escuela de Rugby y decidió encomendar su vida al estudio de la pedagogía para cambiar una rígida y estricta sociedad por medio de los ejercicios físicos. Estaba convencido de que los jóvenes de su tiempo vivían encerrados en aulas empapeladas con viejos libros, cuando lo que necesitaban era movimiento constante en prados, ríos y bosques. Por eso se rebeló contra aquella educación que llegó a calificar de “sedentarios culos de silla”.

Un nuevo modelo de educación

Desengañado de los políticos, intentó convencer a la sociedad francesa para construir un nuevo modelo de educación que alejara el pesimismo de una nación derrotada por los ejércitos prusianos, pero en sus viajes por Europa y América comprendió que su proyecto tenía que ser universal y sin distinción de clases sociales. En aquel ideal se cruzó otra de las materias de las que era un apasionado, la historia. Los restos arqueológicos que alemanes y franceses estaban descubriendo en la vieja Olimpia, renovaron el interés por los Juegos Olímpicos, y el 25 de noviembre de 1892, en una conferencia que pronunció en el claustro de la parisina Sorbona sobre ‘los ejercicios físicos en el mundo moderno’, lanzó su ambicioso proyecto de restablecer los Juegos Olímpicos de la antigua Hélade. Dos años después, por medio de la Unión de Sociedades Francesas de Deportes Atléticos que había contribuido a crear, convocó un congreso internacional del que surgiría el Comité Internacional Olímpico y la decisión de celebrar los Juegos cada cuatro años en ciudades de países diferentes. Después de sortear innumerables problemas y críticas, logró poner en marcha su proyecto en Atenas, en 1896. Coubertín sería el alma, el motor, el ideólogo, el ejecutor y el proyectista de esa gran aventura que hoy es una realidad inmensa: los Juegos Olímpicos de la era moderna.

Un auténtico luchador

Pero arrancar no era suficiente garantía de continuidad. Tuvo que seguir luchando y empujando. Se dejó en ello su fortuna y su patrimonio personal. Además, la incomprensión que recibió por parte de algunos de sus compatriotas, las tensiones políticas y la Gran Guerra, fueron constantes pruebas a su perseverancia. Pero como él mismo decía: “El buen luchador retrocede pero no abandona. Se doblega, pero no renuncia. Si lo imposible se levanta ante él, se desvía y va más lejos. Si le falta el aliento, descansa y espera. Si es puesto fuera de combate, anima a sus hermanos con la palabra y su presencia. Y hasta cuando todo parece derrumbarse ante él, la desesperación nunca le afectará”.

Su corazón, en Olimpia

Coubertin fue un ejemplo de esa constancia. Mantuvo vivo ese fuego olímpico que aún hoy alumbra y calienta nuestra época. En su vejez, a bordo de una yola, no dejó de remar en las aguas del lago de Mirville, o en el puerto de Ouchy, en las orillas del lago Léman, hasta que la muerte le sorprendió en los jardines del parque de la Grange, en Ginebra, en el otoño de 1937. En su testamento dejó escrito que su cuerpo descansara en Suiza, nación que le dio cobijo a él y a su proyecto olímpico, aunque estableció que su corazón fuera llevado al mítico santuario de Olimpia. Y allí, embalsamado, en una pequeña caja, dentro de un monumento dedicado a su persona, late ese corazón aristócrata que aún bombea el gigantesco ideal de los Juegos Olímpicos, un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo que ha sabido superar la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud para cambiar el mundo con la fuerza del entusiasmo.

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