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sábado, 16 de diciembre de 2017

La gran victoria del perdedor

El éxito y el fracaso son dos impostores del esfuerzo humano, dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos en la paz del antagonismo. Pero el sacrificio, el dolor y el sufrimiento no son un espejismo, son demasiado reales. Lo saben los 56 atletas que partieron del castillo de Windsor a las 14:30 horas del 24 de julio de 1908. Será un calvario de 42 kilómetros y 195 metros hasta llegar al estadio londinense de White City, en Shepherd’s Bush, donde les espera la misma reina de Inglaterra.

Los primeros compases

Los ingleses son los favoritos y han marcado el ritmo en los primeros compases, pero el calor ha derretido sus primeros impulsos y han sido alcanzados por el sudafricano Charles Hefferon y el italiano Dorando Pietri. Cuando van por el kilómetro 32, el sudafricano saca cuatro minutos al italiano, mientras que tres norteamericanos, en mancomunada colaboración, van avanzando sus posiciones. En el kilómetro 41, Hefferon desfallece y Dorando Pietri se coloca en cabeza. También hay novedades en el grupo de los corredores americanos. Uno de ellos, John Hayes, se ha descolgado de sus compañeros y con un ritmo endiablado ha cazado a Hefferon. La emoción es la habitual cuando llega el tramo final de una carrera. Pero hay algo que va a trascender al episodio deportivo.

Un final angustioso

Obsesionado en mantener un ritmo imposible y cegado por el enorme esfuerzo, Dorando Pietri se ha olvidado de beber líquidos y tiene síntomas de deshidratación. Por eso da muestras de una preocupante debilidad. Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, ha entrado andando y desorientado en el estadio, donde le reciben entusiasmados entre 75.000 y 100.000 espectadores. Pero el entusiasmo se ha convertido de repente en una angustia colectiva. El atleta zigzaguea, se cae, se levanta, da algunos pasos y vuelve a caer. La compasión y las ganas de ayudar invaden el ambiente. El escritor Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, es testigo de la dramática llegada como periodista del ‘Daily Mail’ y observa “el rostro demacrado, amarillo, los ojos vidriosos e inexpresivos” de Dorando, mientras se recupera, logra erguirse, camina tambaleándose y vuelve a desplomarse sobre la ceniza de la pista, a pocos metros de la meta. De repente, un clamor surge del público. El americano ha entrado en el estadio. El italiano, desde el suelo, observa la pesadilla que supone la cercana presencia de su rival. Con un esfuerzo sobrehumano se levanta, pero sus piernas se doblan. Entonces el mismo director de la carrera, Jack Andrew, y el médico de la prueba, Michael Bulger, no resisten la tentación de prestarle ayuda y le sujetan, prácticamente arrastrándole, en los últimos cinco metros. De esta manera logra entrar primero en la carrera de maratón. Treinta y dos segundos después, entra en la meta el norteamericano.

Una decisión impopular

Fue la decisión más impopular de unos juegos olímpicos, porque la ayuda prestada al corredor invalidó la victoria. Dorando Pietri fue descalificado con las quejas del público y de gran parte de la prensa que no comprendía cómo era posible que no se recompensara tal cúmulo de tormentos deportivos con aquella medalla que tuvo al alcance de la mano. Así que al día siguiente, durante la clausura de los Juegos, escoltado por dos diplomáticos italianos y precedido por la bandera italiana, Dorando ascendió hasta el palco real, arropado por la multitud, para escuchar la voz de la reina Alexandra que le decía: “No tengo diploma, ni medalla, ni laurel que entregaros, señor Dorando, pero he aquí una copa de oro y espero que no os llevaréis únicamente malos recuerdos de nuestro país”.

Los reconocimientos

Dorando Pietri se llevó de Inglaterra los mejores recuerdos y el corazón de los londinenses. Cuatro años antes, aquel pequeño atleta se había quitado el delantal de dependiente para incorporarse a una carrera que pasaba por el comercio donde trabajaba, y ahora llegaba a su casa con una copa de oro que le convertía en un afamado deportista. ¿Perdedor? El ‘Dayly Mail’ había recaudado 300 libras entre sus lectores para premiar al atleta. Cerca del estadio de White City, existe aún una calle que se llama Dorando Close. En la localidad italiana de Capri (Módena), se le recuerda con una estatua levantada en su honor. Irving Berlin compuso una canción sobre él y dos libros cuentan la aventura que le convirtió en un mito olímpico. Sin embargo, nadie se acuerda del nombre del ganador.

Los impostores del esfuerzo humano, las dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos, se confundieron aquel 24 de julio de 1908. ¿Éxito, fracaso? Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, Dorando Pietri entró andando, zigzagueando y desorientado en el estadio, pero consiguió la victoria más grande que haya podido obtener ningún perdedor.

lunes, 8 de mayo de 2017

Babe Didrikson y la conquista olímpica de la mujer

El salto es el símbolo más certero de la superación. La voluntad y la energía se conjuran para elevarse sobre el obstáculo y así continuar el camino. Y aquella niña delgada, traviesa y retozona, sólo pensaba en saltar y jugar a superar retos y más retos. En los deportes que practicaba, su cuerpo de alambre sorprendía a los muchachos incrédulos de sus habilidades. Siempre perdían ante aquel alboroto femenino de vitalidad. Porque ella era buena en todo y además, quería ser la mejor entre sueños de saltos cada vez más difíciles. Un día, mientras atendía la actualidad de los atletas de los Juegos Olímpicos de 1928, en su casa de emigrantes noruegos de Port Arthur (Texas), Mildred Ella Didrikson, con catorce años, se propuso participar en unos Juegos Olímpicos. “Tendrás que esperar cuatro años”, le respondió su padre. Y tomó carrerilla para impulsarse.

La mujer y los Juegos Olímpicos

En esta ocasión, el salto de Babe Didrikson era más que complicado, porque los Juegos Olímpicos nacieron dando la espalda a la mujer. En la antigüedad griega, ni siquiera podían asistir a las pruebas. La restauración olímpica tampoco fue favorable. Pierre de Coubertin se mantenía en contra de que las damas practicaran deporte, aunque no pudo evitar que entraran tímidamente en tenis y tiro con arco. En 1908, los Juegos se abrieron a la natación femenina. Veinte años más tarde, en Amsterdam, se admitieron las primeras pruebas atléticas, entre ellas los 800 metros lisos que, ante el aparente estado de fatiga de las participantes, quedaría suspendida hasta su reanudación en 1964.

Babe no había visto nunca una pista de atletismo, pero seguía corriendo y saltando. Con quince años comenzó a saltar debajo de las canastas de baloncesto, consiguiendo el título nacional americano, participar en la selección de los Estados Unidos y ser la mejor jugadora del país. Pero Babe no olvidaba su deseo de saltar a los Juegos Olímpicos. Cuando acabó la temporada de baloncesto se dedicó a entrenar atletismo, especializándose en las carreras de vallas, en altura y en longitud. Siempre saltando.

Un equipo campeón con ella sola

En el año olímpico de 1932, los campeonatos nacionales celebrados en Chicago también sirvieron para la selección de los Juegos de Los Ángeles. En estos campeonatos, Babe iba a realizar una de las gestas más recordadas en los Estados Unidos. Unas 200 atletas habían acudido con sus respectivos equipos y desfilaron en grupo en el acto de apertura. Pero uno de los equipos estaba compuesto por una sola atleta, la joven Babe que ya tenía dieciocho años. Su soledad despertó entre el público cierta compasión. Se habían programado diez pruebas y Babe se inscribió en ocho de ellas. Durante más de tres horas, tuvo que desplazarse por todo el estadio para salir en una carrera, lanzar la jabalina, esperar su turno para el salto de longitud, lanzar el disco, saltar altura, y así sin interrupción hasta el final, cuando los jueces comenzaron a sumar las puntuaciones. La sorpresa fue mayúscula cuando se anunció que Didrikson había sumado más puntos que cualquier otro equipo, alcanzando los treinta, seguido del Illinois W. A. C., que con más de veinte atletas en su equipo logró el segundo puesto con veintidós puntos. El público cambió la compasión por la admiración. De las ocho pruebas en las que había participado, Babe ganó en cinco: lanzamiento de peso, jabalina, lanzamiento de pelota de béisbol, salto de longitud y 80 metros vallas. Quedó segunda en salto de altura, fue cuarta en lanzamiento de disco y quedó eliminada en las series de los 100 metros.

Los Ángeles 1932

Pocos días después, el 31 de julio de 1932, Babe desfilaba, arropada por el poderoso equipo de los Estados Unidos, por el estadio olímpico de Los Ángeles en la apertura de los Juegos. En esta ocasión sólo pudo participar en tres pruebas: 80 metros vallas, lanzamiento de jabalina y salto de altura. Al día siguiente del desfile consiguió el oro en jabalina (43,68 metros), tres días después obtuvo su segundo oro en una disputadísima final de los 80 metros vallas, ganando a su compañera Evelyne Hall y marcando un tiempo de 11’ 7’’. En altura, quedó segunda, pero empatada con su compatriota Jean Shiley (1,65 metros). Además de las dos medallas de oro y una de plata, batió el récord del mundo en las tres pruebas en las que participó.

Los saltos de Babe Didrikson fueron el símbolo más certero de la superación deportiva de la mujer. Su voluntad y energía se conjuraron para que las puertas del Olimpismo se abrieran de par en par ante aquel esfuerzo al que siempre se le daba la espalda. Nadie podía con aquel alboroto de vitalidad. Babe fue la primera mujer en conseguir dos medallas de oro en unos Juegos Olímpicos y en 1950, junto a Jim Thorpe, fue proclamada mejor atleta del mundo del medio siglo. Tras los Juegos se dedicó al baloncesto y al béisbol profesional y en 1935 descubrió el golf, convirtiéndose en la mejor jugadora del mundo con 56 victorias. Murió víctima de cáncer cuando tenía 46 años, después de abrir los caminos del deporte olímpico a la mujer y de soñar saltos cada vez más difíciles.

martes, 3 de enero de 2017

Jim Thorpe, el indio de las medallas arrebatadas

Eran tiempos donde los antaño bravos guerreros indios de Norteamérica, desposeídos de sus tierras, se extinguían en las reservas. En ese tiempo, corriendo el año de 1888, en el seno de una familia de la tribu Sac y Fox, originaria de los Grandes Lagos, nació en Oklahoma un niño llamado Wa-Tho-Huk, que en el lenguaje de su pueblo significa “Sendero brillante”. Y por aquel sendero se guiarían las ilusiones de una raza acosada que, como otras, se reivindicaría por medio del deporte.

Wa-Tho-Huk creció en un rancho donde los potros salvajes jugaban huyendo de sus piernas veloces y felices. Fue a la escuela de la reserva con el nombre de James Francis Thorpe, y presionado por sus padres, ingresó con 15 años en el colegio estatal indio de Carlisle (Pensilvania), donde acudían jóvenes de todas las tribus del país. En aquel colegio, sin potros para perseguir, continuó volando con sus piernas, sobresaliendo en cuantos deportes practicó gracias a su deslumbrante velocidad y viveza. 

Un deportista único

Su incorporación al equipo de fútbol americano fue providencial para que en 1907, por primera vez, el colegio indio lograra obtener el campeonato universitario. Como atleta destacó como velocista, saltador y vallista. En 1912 fue seleccionado para participar en los Juegos Olímpicos de Estocolmo, ocasionando algunas dudas a la hora de elegir una prueba para inscribirle, ya que sobresalía en casi todas. Finalmente, se decidió por el pentatlón y el decatlón. Thorpe fue el brillante campeón del pentatlón, ganando los 100 metros lisos, el salto de longitud, el lanzamiento de disco y los 1.500 metros, quedando tercero en el lanzamiento de jabalina; y del decatlón, obteniendo una puntuación extraordinaria que tardaría en superarse veinte años, lo que invitaría al rey Gustavo V de Suecia a reconocerle como “el más grande atleta del mundo”.

De héroe a villano

Fue recibido a su regreso a Estados Unidos como un héroe nacional, despertando el orgullo de su raza que languidecía tejiendo y vendiendo alfombras en las estaciones de ferrocarril. Pero aquello sólo fue un sueño que se desvaneció meses después, cuando un periódico publicó que Thorpe había jugado varios partidos de béisbol como profesional en 1909. Fue todo un escándalo, pero era cierto. 

Como parte del programa de integración social del colegio de Carlisle, los estudiantes indios eran colocados en diversos trabajos durante los meses de verano. A Jim Thorpe le tocó ir a una granja cerca de Rocky Mount, y aprovechando su presencia, el equipo de béisbol del poblado le propuso pagarle la misma cantidad que recibía como peón si jugaba con ellos, y Jim prefirió el deporte antes que cargar paquetes de heno o limpiar establos. No sabía que aquello estaba prohibido por el escrupuloso espíritu olímpico amateur, y ni siquiera tuvo la precaución de jugar con otro nombre, cosa que sí hacían otros deportistas más avispados. Aquellos escasos partidos que disputó como profesional en la Liga de béisbol de Carolina del Este destruyeron su reputación. Su defensa fue sincera y sencilla, pero ineficaz: “Espero que seré perdonado, en parte por el hecho de que yo era simplemente un escolar indio y no sabía que lo que estaba haciendo estaba mal hecho…No conocía las cosas del mundo”, dijo. Pero el Comité Olímpico Internacional, presidido por el Baron de Coubertin, fue inflexible. Retiró a Thorpe el estatuto de amateur, borró su nombre de la lista de los campeones olímpicos y le invitó a que devolviera las medallas conseguidas.

Resentida sed de justicia

Aquello rasgó el corazón de Thorpe. Con una resentida sed de justicia, al menos continuó con su espectacular carrera como jugador de béisbol, de baloncesto y de fútbol americano, donde fue una estrella, aunque en los momentos de su declive tuvo que superar problemas de alcoholismo. Su reconocimiento social descansó en 1950 al ser elegido por los periodistas norteamericanos como el atleta más grande de la primera mitad del siglo XX, y al año siguiente, la compañía cinematográfica, Warner Bros, lanzaría una película sobre su vida protagonizada por Burt Lancaster. Pero aquello no fue suficiente. Cuando un ataque al corazón acabó con su vida en 1953, su voz se resquebrajó con las últimas palabras: “¡Mis medallas, devolvedme mis medallas!”.

La devolución de las medallas

Treinta años después, durante un acto solemne celebrado en Los Ángeles, el presidente del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch, tuvo el honor de devolver aquellas medallas a los hijos de Jim Thorpe, medallas que nunca quisieron aceptar los segundos clasificados por respeto al gran campeón. Dicen que desde entonces, Wa-Tho-Huk ha vuelto a perseguir a los potros salvajes en las praderas de los Sac y Fox, pero llevando al cuello sus merecidas medallas.

lunes, 3 de octubre de 2016

El aristócrata que quiso cambiar el mundo

Pierre Fredy, balón de Coubertin
Nació aristócrata en una familia monárquica, pero se hizo republicano. Era francés, pero admiró el estilo de vida anglosajón. Tuvo un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo, y siempre lo mantuvo firme como bandera de su destino. Asumió que el sueño estaba en él, y que el obstáculo para su cumplimiento, también. Por eso superó la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud con la fuerza de su entusiasmo, siempre joven. Porque nadie envejece al cumplir años, sino por abandonar sus ideales.

Pierre Fredy, barón de Coubertin (París, 1863-1937) fue un rebelde que quiso cambiar el mundo. No quiso seguir los pasos de su familia adinerada y rechazó la carrera militar y la diplomática, quedando hipnotizado por la educación que los británicos daban a sus jóvenes por medio del deporte. Aficionado al ciclismo y al remo, aunque también practicante ocasional de esgrima y tenis, quedó prendado por la experiencia de Thomas Arnold en la Escuela de Rugby y decidió encomendar su vida al estudio de la pedagogía para cambiar una rígida y estricta sociedad por medio de los ejercicios físicos. Estaba convencido de que los jóvenes de su tiempo vivían encerrados en aulas empapeladas con viejos libros, cuando lo que necesitaban era movimiento constante en prados, ríos y bosques. Por eso se rebeló contra aquella educación que llegó a calificar de “sedentarios culos de silla”.

Un nuevo modelo de educación

Desengañado de los políticos, intentó convencer a la sociedad francesa para construir un nuevo modelo de educación que alejara el pesimismo de una nación derrotada por los ejércitos prusianos, pero en sus viajes por Europa y América comprendió que su proyecto tenía que ser universal y sin distinción de clases sociales. En aquel ideal se cruzó otra de las materias de las que era un apasionado, la historia. Los restos arqueológicos que alemanes y franceses estaban descubriendo en la vieja Olimpia, renovaron el interés por los Juegos Olímpicos, y el 25 de noviembre de 1892, en una conferencia que pronunció en el claustro de la parisina Sorbona sobre ‘los ejercicios físicos en el mundo moderno’, lanzó su ambicioso proyecto de restablecer los Juegos Olímpicos de la antigua Hélade. Dos años después, por medio de la Unión de Sociedades Francesas de Deportes Atléticos que había contribuido a crear, convocó un congreso internacional del que surgiría el Comité Internacional Olímpico y la decisión de celebrar los Juegos cada cuatro años en ciudades de países diferentes. Después de sortear innumerables problemas y críticas, logró poner en marcha su proyecto en Atenas, en 1896. Coubertín sería el alma, el motor, el ideólogo, el ejecutor y el proyectista de esa gran aventura que hoy es una realidad inmensa: los Juegos Olímpicos de la era moderna.

Un auténtico luchador

Pero arrancar no era suficiente garantía de continuidad. Tuvo que seguir luchando y empujando. Se dejó en ello su fortuna y su patrimonio personal. Además, la incomprensión que recibió por parte de algunos de sus compatriotas, las tensiones políticas y la Gran Guerra, fueron constantes pruebas a su perseverancia. Pero como él mismo decía: “El buen luchador retrocede pero no abandona. Se doblega, pero no renuncia. Si lo imposible se levanta ante él, se desvía y va más lejos. Si le falta el aliento, descansa y espera. Si es puesto fuera de combate, anima a sus hermanos con la palabra y su presencia. Y hasta cuando todo parece derrumbarse ante él, la desesperación nunca le afectará”.

Su corazón, en Olimpia

Coubertin fue un ejemplo de esa constancia. Mantuvo vivo ese fuego olímpico que aún hoy alumbra y calienta nuestra época. En su vejez, a bordo de una yola, no dejó de remar en las aguas del lago de Mirville, o en el puerto de Ouchy, en las orillas del lago Léman, hasta que la muerte le sorprendió en los jardines del parque de la Grange, en Ginebra, en el otoño de 1937. En su testamento dejó escrito que su cuerpo descansara en Suiza, nación que le dio cobijo a él y a su proyecto olímpico, aunque estableció que su corazón fuera llevado al mítico santuario de Olimpia. Y allí, embalsamado, en una pequeña caja, dentro de un monumento dedicado a su persona, late ese corazón aristócrata que aún bombea el gigantesco ideal de los Juegos Olímpicos, un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo que ha sabido superar la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud para cambiar el mundo con la fuerza del entusiasmo.

lunes, 8 de agosto de 2016

El mensaje de Spiridon Louis

Spiridon Louis
No pensaba en ningún mensaje. Sólo en distraer su pensamiento y alejarlo de la tortura de calcular cuánta distancia faltaba por recorrer. Sus pies doloridos le invitaban a maldecir el día en que el coronel Papadiamantopoulos entró en su casa para convencerle de que participara en aquella carrera interminable. Spiridon, que había estado bajo sus órdenes en el servicio militar, supo entonces de la famosa batalla contra los persas de Darío, de la gesta de Filípides corriendo más de 40 kilómetros y de su llegada a las calles de Atenas con los labios abrasados, los pies sangrantes y el aliento roto con el que a duras penas pudo expirar el mensaje de la victoria. Porque luego, extenuado, cayó derrumbado y murió. Pero él no pensaba en ningún mensaje. Sólo en distraer su pensamiento mientras seguía corriendo.

Cuando el viejo coronel disparó su revólver al cielo el 10 de abril de 1896 para dar la salida de la primera carrera de maratón, el honor del pueblo griego estaba en entredicho. La idea del barón de Coubertin de restaurar los Juegos Olímpicos de la Antigüedad había resucitado la autoestima del país, pero en las competiciones, Grecia no había obtenido los triunfos esperados. Así que todas las ilusiones se concentraron en aquella carrera conmemorativa y de tintes tan patrióticos.

Su primera carrera

Spiridon no era precisamente el depositario de las esperanzas griegas, porque había otros compatriotas mejor preparados y con mayor experiencia. Él corría por primera vez una prueba de carácter oficial. Además, mensajeros montados a caballo trasladaban las malas noticias al estadio del Panatenaiko, porque eran los extranjeros quienes dominaban la carrera. Pero la dureza de tantos kilómetros fue debilitando a los corredores, obligando a que se fueran retirando uno a uno cuando se colocaban en las primeras posiciones. 

Mientras tanto, Spiridon seguía corriendo y distrayendo su pensamiento. Acaso descansara en la imagen de su humilde familia de granjeros, o en sus vecinos de la barriada ateniense de Maroussi que le habían regalado las zapatillas con las que corría, o en su refrescante profesión de aguador que ahora echaba de menos más que nunca.

Cuando faltaban siete kilómetros, un jinete llegó galopando al estadio y se dirigió al palco presidencial, donde se encontraba el rey Jorge I de Grecia con la familia real y sus invitados. El mensajero anunciaba que un griego iba en cabeza de la carrera.

Spiridon despertó de sus ensoñaciones cuando entró en solitario en el estadio olímpico y la muchedumbre estalló en gritos de entusiasmo. Su camino se llenó de flores, de ramas y de sombreros que el público arrojaba a sus pies. El príncipe heredero, Constantino, y su hermano, el príncipe Jorge de Grecia, bajaron del palco hasta la pista y se pusieron a trotar para acompañar durante los últimos metros la emocionante llegada del atleta.

Corriendo con príncipes

Como hiciera Filípides con su carrera para trasmitir la noticia de la victoria ante los persas, Spiridon Louis también llevó otro mensaje de éxito, un mensaje diferente, deportivo y moderno, anunciando un nuevo tiempo donde un simple aguador podía llegar a la meta escoltado por príncipes. Spiridon fue la gran figura de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, se convirtió en un héroe nacional y transmitió al mundo el anuncio de la restauración olímpica. 

Dicen que cuando el rey le entregó el ramo de olivo y la pequeña copa de plata que obtenían los primeros vencedores olímpicos, también le ofreció concederle un deseo, y él, vestido con el tradicional uniforme militar de faldas blancas, pidió un carro y una mula para prosperar en su negocio de venta de agua.

Fue objeto de innumerables homenajes y reconocimientos, pero jamás volvió a correr. Su última aparición pública fue cuarenta años después de su éxito, en los Juegos Olímpicos de 1936 organizados por la Alemania del Tercer Reich. En aquella ocasión, Spiridon llevó a Hitler otro mensaje, el de una simple rama de olivo.

Con la piel arrugada, los pies cansados y el aliento roto con el que a duras penas pudo expirar más mensajes de paz, Spiridon Louis, siguió intentando alejarse de la tortura de calcular cuánta distancia faltaba por recorrer. Cuatro años después, extenuado, cayó derrumbado y murió de un ataque al corazón. Aún hoy, su camino sigue llenándose de flores, de ramas y de sombreros que celebran todos sus mensajes.

domingo, 17 de julio de 2016

Arriquión y su agonía invencible

En la parte central del estadio, los dos luchadores esperaban el combate final mirándose fijamente a los ojos, tanteando quién sería el primero en retirar la mirada. Fue Arriquión quien lo hizo, aunque no por falta de entereza, sino por dejarse llevar por el vuelo de unas palomas que surgieron tras el rostro de su adversario, el gigante Eurymenes de Opunte. Aquello lo interpretó como una señal favorable y se arrodilló, inclinando la cabeza. Rogaba a los dioses por la victoria cuando observó una insignificante hormiga que recogió entre sus dedos. Luego se levantó erguido, y ofreciéndosela en sacrificio a Zeus, la aplastó desafiante contra su frente, haciendo estallar voces exaltadas que se repitieron como una cascada: “¡Arriquión el invencible!, ¡Arriquión el invencible!”. Se vivían los días más calurosos del verano del año 564 antes de Cristo y, como cada cuatro años, los pueblos griegos se reunían en paz para exaltar el antagonismo en los Juegos de Olimpia, la ciudad sagrada.

Arriquión había nacido en Figalia, ciudad empobrecida por sus guerras contra espartanos y aqueos, en el seno de una familia de humildes labradores. Además de una talla y peso destacable, sus cualidades como luchador le otorgaron una enorme pericia para improvisar golpes y presas que desconcertaban a sus rivales, algo que aplicaría con éxito al pancracio, una modalidad menos elegante que la lucha o el pugilato, donde no había normas y se permitía todo tipo de golpes y lesiones.

El espectáculo tan desatado de la desnudez humana expuesta a puñetazos, patadas, llaves, torceduras, dislocaciones y estrangulamientos, incomodaba a las clases más tradicionales y pudientes que veían en este tipo de lucha salvaje algo indecoroso e insultante hacia el mismo Zeus. Además, Arriquión, como la mayoría de los mozos brutales que practicaban el pancracio, era tosco e inculto, procedente de las zonas más retrasadas de Grecia, y al entender de algunos, no merecía el alto honor de la victoria olímpica.

Invencible

Pero ese honor, congratulado e insistente, descansaba en aquel hombre que jamás había perdido un combate y comenzaba a ser considerado como un semidiós. Desde que los Juegos incorporaron la modalidad del pancracio, nadie había logrado repetir el triunfo, y Arriquión, no sólo lo había conseguido hacía cuatro años, sino que ahora llegaba para intentarlo por tercera vez, y como ‘triastres’, tener derecho a una escultura de mármol que prolongaría el recuerdo inmortal de su nombre. Nada molestó tanto a quienes renegaban del pancracio y de la fama de Arriquión. Así que tres noches antes del inicio de los Juegos, y fuera de sus actos litúrgicos, miembros de conocidas familias aristocráticas de Olimpia, sacerdotes, antiguos entrenadores y ‘hellanódicas’ (jueces de los Juegos), ascendieron hacia el bosquecillo del Altis, donde se encontraba el gran altar de Zeus, para rogar por la muerte de Arriquión. Tras el sacrificio de reses y la ofrenda de tesoros, se proclamaron los augurios y se profetizó que Arriquión moriría durante los Juegos.

Filóstrato de Lemos dejó escrito los detalles de aquel combate. El de Figalia sufrió una presa mortal cuando el codo de su rival le ahogó rodeándole su garganta e inmovilizó sus piernas con las rodillas y pies. Su duración levantó un murmullo de comentarios que esperaban que el dedo índice se elevara en señal de rendición. Pero Arriquión, embotados sus sentidos, seguía sin rendirse, mientras su oponente, acaso fiándose del triunfo, cometió el error de aflojar las piernas. Fue cuando Arriquión de Figalia “apoyándose con todo su peso sobre el costado izquierdo, apretó con su pierna replegada el pie de su adversario, retorciéndoselo con fuerza hasta desencajarle el tobillo”. Sin aliento y en los estertores de su agonía, Arriquión logró contener una fuerza increíble con la que fracturó el dedo gordo del pie de su rival, produciéndole tanto dolor que obligó a éste a declararse vencido.

Inmóvil en el suelo

El bullicio de quienes contemplaron tal escena, fue apagándose a medida que Arriquión continuaba en el suelo, inmóvil, sin levantarse tras su sorprendente victoria, convirtiéndose en pesado silencio cuando anunciaron que había muerto. No se admitió la reclamación de Eurymenes de Opunte, que ante el fallecimiento de su rival pretendía ser el ganador, ya que él mismo se había derrotado al alzar su dedo en señal de rendición. Así que el heraldo dio publicidad oficial del veredicto y ciñó la frente del cadáver con una cinta de lana, a la espera de que en la ceremonia final, junto con el resto de los campeones, recibiera la corona de olivo.

Aunque los detractores de aquella prueba salvaje se impusieron, y el pancracio se retiró de los antiguos juegos olímpicos, la memoria de aquel luchador perduró sólida como el mármol de su estatua que se erigió solemne en el templo de Figalia.

Durante varios siglos, aquella tregua sagrada que paralizaba guerras y unía a los pueblos de Grecia, siguió guiando por el sendero del cauce del Alfeo a los mortales dignos de entrar en el Olimpo. Y cuando la falange de atletas, procedentes de Elis, llegaba cada cuatro años a los pies del monte Cronos, la muchedumbre seguía buscando entre ellos las hechuras de aquel luchador que fue capaz de derrotar a su adversario después de morir: Arriquión de Figalia, Arriquión el invencible, Arriquión el inmortal.
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