lunes, 15 de agosto de 2016

Los juegos perdidos de un rey

Alfonso XIII jugando en la Sociedad de Tenis de Santander
En el deporte, perder también tiene sus alicientes. En realidad, perder puede ser el mejor aprendizaje y el mejor estímulo para ganar, de la misma manera que, en ocasiones, ganar es perder una gran oportunidad para ser mejor. Borges aseguraba que la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce. Y es verdad, porque hay victorias vacuas y derrotas enriquecedoras.

Alfonso XIII no sólo perdió su trono y su palacio santanderino. Cuando en compañía del alcalde de Santander, Luis Martínez, visitaba la península de La Magdalena para comprobar cuál era la mejor ubicación para construirlo, un juego de reyes le tentó para apearse del automóvil que conducía Juan Pombo. Se trataba del tenis, un juego medieval que comenzó a popularizarse en los conventos franceses allá por el siglo XI, cuando los monjes estiraban una cuerda a través de los cuadriláteros de los claustros. Como compartiendo una oración, la pelota pasaba de parte a parte impulsada con la palma de las manos, saltando sobre un campo hecho mitades. El juego de los rincones de Dios pasó a las cortes palaciegas de una nobleza que no quiso ensuciarse. Acaso por eso se inventó la raqueta y proliferaron los recintos cerrados para practicar este juego. Cuentan que Enrique VIII de Inglaterra estuvo tentado de declarar la guerra cuando perdió una partida contra el rey francés, pero aquel día, el rey de España, venía en son de paz.

El deseo de jugar

Era el 9 de agosto de 1908. Los socios y socias del Tenis mostraban su entusiasmo ante la presencia del rey. Ellas vestían faldas largas y blusas cerradas, ellos pantalones blancos y camisas de manga larga. Alfonso XIII se acercó mostrando su deseo de jugar y, a la carrera, se formaron dos parejas mixtas para organizar un set. Primero lo hizo con Elvira Caller, contra Rafaela Quijano y Enrique Vial. Se notaba que el monarca ya conocía el juego, pero dejaba mucho que desear a la hora de empuñar la raqueta. Nadie se atrevía a corregirle. Sus errores se interpretan benévolamente como frutos de la mala suerte y, cuando acertaba, se le felicitaba y aplaudía efusivamente. La pareja rival hizo esfuerzos para disimular sus deseos de que el rey de España se impusiera, pero no lo consiguió, porque ganó 6-3. El sabor de la primera derrota no desalentó a su majestad. Pidió otro juego y formó pareja con Rosario Pombo, contra Consuelo Bolado y el marqués de Bayamo.

El entonces llamado ‘law-tennis’, no llegó a Cantabria procedente de ningún monasterio. Las primeras raquetas viajaron en las maletas de los jóvenes que regresaban después de estudiar en el extranjero. La historia deportiva señala a Ruperto Arrarte como el pionero. Había aprendido a jugar en Burdeos allá por 1903, y cuando regresó, se propuso buscar compañeros para organizar partidos. Y encontró a un gran aficionado a los deportes, Joaquín Pombo. Y en la finca de los Pombo, en el Alto Miranda, improvisaron una pista en 1904. Más tarde los jugadores decidieron acudir a la terraza del balneario de la Primera Playa de El Sardinero para continuar disputando partidos. Durante los años en que esta terraza fue el campo de juego, es decir, durante 1904 y 1905, se unieron otros nombres cautivados por el atractivo del nuevo ‘sport’.

La Sociedad de Tenis de Santander

El grupo, que iba consolidándose, se fijó en los terrenos del velódromo de la Magdalena, un amplio y hermoso terreno ya cercado, con algunas obras empezadas. Para afrontar el alquiler de aquellas instalaciones, los deportistas se formalizaron como sociedad. Gilberto Quijano y Ruperto Arrarte copiaron el reglamento del Círculo de Recreo y lo adaptaron al tenis. La novedad más importante fue que, por primera vez en Cantabria, las mujeres se incorporaban a la vida activa de una sociedad, no como invitadas, sino como jugadoras y socias con participación en la junta directiva y con pago de sus respectivas cuotas. Fue una verdadera revolución para la época. La primera junta directiva de la denominada entonces Sociedad de Law-Tennis de Santander se formó en 1906, presidida por el conde de Mansilla y compuesta, además, por Gilberto Quijano, Joaquín Pombo, Ruperto Arrarte, Enrique Vial, Jaime Chappui y las señoritas Rafaela Quijano, Anita Torres y Concha Pombo.

El 30 de julio de 1908 hizo una visita a las instalaciones del Tenis la infanta Isabel. Fue un acontecimiento que concentró a lo más selecto de la sociedad. Pocos días después, el mismo rey se disponía a jugar el segundo set con Rosarito Pombo, contra Consuelo Bolado y el marqués de Bayamo. En esta ocasión se esforzó un poco más, pero volvió a perder. Y la dignidad de la derrota le honró. No echó pestes como Enrique VIII. Cuando el rey decidió marcharse fue estrechando la mano a todos los jugadores y directivos. Luego subió al automóvil y se despidió diciendo: “Hasta el año que viene”. Y el rey volvería, porque perder puede ser el mejor aprendizaje y el mejor estímulo para ganar.

Alfonso XIII aceptó la presidencia de honor y otorgó al club el título de Real que aún conserva. Desde mayo de 1909, el Tenis pasaría a llamarse “Real Sociedad de Law-Tennis de Santander”. Pocos meses después, el 6 de agosto, se celebraba la primera competición de tenis en Cantabria, la Copa Santander. Todo por unos juegos perdidos de un rey que confirmaron que hay victorias vacuas y derrotas enriquecedoras.

viernes, 12 de agosto de 2016

El heroísmo de un guardameta

Jesús Castro
Tiene 42 años y todavía está en forma. Corre por la playa como un chiquillo y de vez en cuando echa de menos el balón. Han pasado cerca de diez años desde que abandonó el fútbol profesional, todo por culpa de una maldita hernia discal. Fue una pena, porque en realidad se encontraba en un estupendo momento de su carrera deportiva, con una edad perfecta para que el tesoro de su experiencia comenzara a brillar. Nada menos que dieciséis temporadas defendiendo la portería de su único equipo, el Real Sporting de Gijón, y de ellas trece en Primera División. Qué tiempos tan buenos: los ascensos, el subcampeonato de Liga, las dos finales de la Copa del Rey… Siempre le acompañarán todos esos recuerdos, incluso ahora, en la playa, cerca de la desembocadura del río que separa Asturias de Cantabria.

De pronto, el recreo de los pensamientos se interrumpe. Unos gritos de socorro alertan todos sus sentidos. A la izquierda de la cala, un padre se desespera, frustrado y sin fuerzas, intentando rescatar en el agua a sus dos hijos de 7 y 9 años. Los tres corren peligro de ahogarse debido a los remolinos que forman las olas cuando sube la marea. No es algo nuevo para él, porque la semana pasada, en ese mismo lugar, tuvo que salvar a otros dos niños que arrastraba la corriente. Qué imprudencia. Parece que nadie hace caso de la bandera roja.

La carrera hacia la orilla

Como impulsado por un muelle, ha convertido el sosiego de los recuerdos futbolísticos en una renovación de la naturaleza intuitiva e intrépida del guardameta. Aspira una gran bocanada de aire, antes de iniciar la carrera hacia la orilla, y se arroja al mar con ese ímpetu que los porteros tienen cuando salen de su área, obligados por las circunstancias, conscientes de cargar con la responsabilidad, pendientes de la anticipación y alentados por la seguridad en sí mismos. Siempre son la última esperanza del equipo, los que no dudan nunca.

En la playa de Amió, en Pechón (Val de San Vicente), el guardameta ha cubierto con éxito su portería, ha sorteado las traidoras amenazas del revoltoso e imprevisible oleaje y ha logrado rescatar al padre y a los dos hijos.

- “... Y hasta las olas del mar/ entonan el alirón.” 

Pero el último esfuerzo ha consumido la energía del salvador. Su generosidad le ha dejado flotando indefenso en el capricho de las corrientes, y la mar se lo traga como aceptando un trueque fatal. Se marcha dejando su portería a cero, y las olas que acuden a recibir la muerte del Deva, en Tina Mayor, y luego se rinden besando el arenal, parece que susurran palabras y versos ya escritos que nadie oye.

- “¡Ay fiera! En tu jaulón medio de lino,/ se eliminó tu vida./ Nunca más, eficaz como un camino,/ harás una salida/ interrumpiendo el baile apolomida...”

Jesús Castro González (Oviedo, 1951-1993), hermano del que fuera gran delantero internacional, Quini, murió en la acción más noble y trascendente que puede imaginar y realizar un ser humano: arriesgar y ofrecer su vida por la de los demás.

Para evocar aquella acción heroica, y acaso para recordar la conveniencia de respetar y acatar las banderas que nos advierten del peligro, en Amió, con el símbolo de dos manos unidas fraternalmente, permanece una placa de metal que dice: “En recuerdo de Jesús Castro González. Un buen hombre, un buen deportista que dio generosamente su vida por la de otros en esta playa. La afición sportinguista. 26 de julio de 1993”.

lunes, 8 de agosto de 2016

El mensaje de Spiridon Louis

Spiridon Louis
No pensaba en ningún mensaje. Sólo en distraer su pensamiento y alejarlo de la tortura de calcular cuánta distancia faltaba por recorrer. Sus pies doloridos le invitaban a maldecir el día en que el coronel Papadiamantopoulos entró en su casa para convencerle de que participara en aquella carrera interminable. Spiridon, que había estado bajo sus órdenes en el servicio militar, supo entonces de la famosa batalla contra los persas de Darío, de la gesta de Filípides corriendo más de 40 kilómetros y de su llegada a las calles de Atenas con los labios abrasados, los pies sangrantes y el aliento roto con el que a duras penas pudo expirar el mensaje de la victoria. Porque luego, extenuado, cayó derrumbado y murió. Pero él no pensaba en ningún mensaje. Sólo en distraer su pensamiento mientras seguía corriendo.

Cuando el viejo coronel disparó su revólver al cielo el 10 de abril de 1896 para dar la salida de la primera carrera de maratón, el honor del pueblo griego estaba en entredicho. La idea del barón de Coubertin de restaurar los Juegos Olímpicos de la Antigüedad había resucitado la autoestima del país, pero en las competiciones, Grecia no había obtenido los triunfos esperados. Así que todas las ilusiones se concentraron en aquella carrera conmemorativa y de tintes tan patrióticos.

Su primera carrera

Spiridon no era precisamente el depositario de las esperanzas griegas, porque había otros compatriotas mejor preparados y con mayor experiencia. Él corría por primera vez una prueba de carácter oficial. Además, mensajeros montados a caballo trasladaban las malas noticias al estadio del Panatenaiko, porque eran los extranjeros quienes dominaban la carrera. Pero la dureza de tantos kilómetros fue debilitando a los corredores, obligando a que se fueran retirando uno a uno cuando se colocaban en las primeras posiciones. 

Mientras tanto, Spiridon seguía corriendo y distrayendo su pensamiento. Acaso descansara en la imagen de su humilde familia de granjeros, o en sus vecinos de la barriada ateniense de Maroussi que le habían regalado las zapatillas con las que corría, o en su refrescante profesión de aguador que ahora echaba de menos más que nunca.

Cuando faltaban siete kilómetros, un jinete llegó galopando al estadio y se dirigió al palco presidencial, donde se encontraba el rey Jorge I de Grecia con la familia real y sus invitados. El mensajero anunciaba que un griego iba en cabeza de la carrera.

Spiridon despertó de sus ensoñaciones cuando entró en solitario en el estadio olímpico y la muchedumbre estalló en gritos de entusiasmo. Su camino se llenó de flores, de ramas y de sombreros que el público arrojaba a sus pies. El príncipe heredero, Constantino, y su hermano, el príncipe Jorge de Grecia, bajaron del palco hasta la pista y se pusieron a trotar para acompañar durante los últimos metros la emocionante llegada del atleta.

Corriendo con príncipes

Como hiciera Filípides con su carrera para trasmitir la noticia de la victoria ante los persas, Spiridon Louis también llevó otro mensaje de éxito, un mensaje diferente, deportivo y moderno, anunciando un nuevo tiempo donde un simple aguador podía llegar a la meta escoltado por príncipes. Spiridon fue la gran figura de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, se convirtió en un héroe nacional y transmitió al mundo el anuncio de la restauración olímpica. 

Dicen que cuando el rey le entregó el ramo de olivo y la pequeña copa de plata que obtenían los primeros vencedores olímpicos, también le ofreció concederle un deseo, y él, vestido con el tradicional uniforme militar de faldas blancas, pidió un carro y una mula para prosperar en su negocio de venta de agua.

Fue objeto de innumerables homenajes y reconocimientos, pero jamás volvió a correr. Su última aparición pública fue cuarenta años después de su éxito, en los Juegos Olímpicos de 1936 organizados por la Alemania del Tercer Reich. En aquella ocasión, Spiridon llevó a Hitler otro mensaje, el de una simple rama de olivo.

Con la piel arrugada, los pies cansados y el aliento roto con el que a duras penas pudo expirar más mensajes de paz, Spiridon Louis, siguió intentando alejarse de la tortura de calcular cuánta distancia faltaba por recorrer. Cuatro años después, extenuado, cayó derrumbado y murió de un ataque al corazón. Aún hoy, su camino sigue llenándose de flores, de ramas y de sombreros que celebran todos sus mensajes.

jueves, 4 de agosto de 2016

El noble gesto de un caballero

Peru Zaballa
En el estadio Santiago Bernabéu, los setenta mil espectadores se han quedado mudos. Las sensaciones que han acumulado en unos segundos son nuevas para los aficionados que allí han acudido para ver el partido liguero contra el Club Deportivo Sabadell. Como una sola persona, han abucheado al árbitro cuando no se ha atrevido a pitar un penalti sobre Amancio, y han lamentado los dos disparos a la madera de un Fleitas poco afortunado en su puntería. Pero ahora, también como una sola persona, se han quedado sin palabras para responder a la escena que acaban de contemplar. Algunos se han frotado los ojos para comprobar si aquello ha sido un efecto óptico de las luces del campo recién encendidas.

Corre el calendario de 1969 y Peru Zaballa, ex jugador del Racing y del C. F. Barcelona, ya tiene 31 años. Le habían apodado ‘el Zorro de Dublín’ durante las eliminatorias de la Eurocopa de 1964, cuando marcó los dos goles que dieron la victoria a la selección española en el Dalymount Park de la capital irlandesa. Fue una victoria que colaboró para que la selección española llegara a la final, ganando a la U.R.S.S. (Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas) con el famoso gol de Marcelino. Ya han pasado algunos años. Ahora, algo más lento, y vestido con la camiseta del C. D. Sabadell, todavía tiene algo que enseñar. Ha lanzado con maestría una falta sobre la barrera madridista y el balón ha volado sobre el área. En su busca, con la energía que proporciona la decisión, acuden el delantero centro Palau, el defensa Espíldora y el guardameta Junquera. Los tres saltan, encontrándose en el aire, frustrados, porque el azar de sus impulsos ha provocado un choque brutal y un sonido seco que hiela la sangre. El portero ha caído al suelo con la cara ensangrentada. En el lance, la rodilla del defensa ha impactado contra su cara. Andrés Junquera ha quedado conmocionado e inconsciente, mientras que Espíldora grita de dolor. El público se ha impresionado con el choque, y los jugadores más cercanos a la jugada se sienten paralizados. Como si asustada hubiera querido regresar al origen de la jugada, la pelota se ha rendido a los pies de Zaballa ofreciendo el panorama más feliz para un delantero: la puerta vacía. Fue cuando el rumor de las gradas desapareció. Es un gol seguro que va a deshacer el empate a cero. El gesto técnico del jugador no va a fallar. Se ha llenado de la seguridad que atesora la experiencia y su pie acompaña la trayectoria de la pelota como marcan los cánones. 

Los setenta mil aficionados del Santiago Bernabéu continúan mudos al contemplar cómo se rompe la cadena de premisas que deduce el lógico desenlace del gol. El toque de Zaballa, enviando la pelota fuera, recuerda que la naturaleza humana está por encima del juego. No ha sido un fallo. Lo demuestra su inmediato interés por los heridos mientras los graderíos rompen el silencio con una estruendosa ovación dedicada al protagonista de la jugada más noble y deportiva que se ha visto nunca en un campo de fútbol.

-No sé si darle un premio o sancionarle -dijo después del partido el señor Rosson, presidente del C. D. Sabadell, que finalmente vio perder a su equipo.

Pero las dudas se disiparon tiempo después. Pedro Zaballa Barquín (Castro Urdiales, 1938-1997) fue premiado por la UNESCO como ejemplo de Juego Limpio (Fair Play). Recibió la distinción en París con la humildad de un gran deportista, afirmando que cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo. Pero yo no estaría tan seguro.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Bribián y la sabia mirada del guardameta

Carlos Bribián, en sus años de juventud
Ya ha cumplido los noventa, pero que nadie dude de su vitalidad. Me atreví a chutarle un balón en el jardín de su casa de Ontoria, e incluso quise disputárselo por alto en un córner imaginario, comprobando que Carlos Bribián Castro sigue manteniendo la posición. Las palabras (y algún codazo que otro) son sus mejores defensas para dejar su portería a cero. Afirma que ser guardameta le ha servido para contemplar la vida desde la mejor perspectiva, e insiste en citar a Albert Camus, (también guardameta en su juventud) para repetirme que “todo lo que sé de la moral y de las obligaciones del hombre se lo debo al fútbol”.

Fue un niño distinto. Cuando recibió un balón por primera vez, no quiso despejarlo de una patada, sino recogerlo con las manos. Fue un niño distinto porque quiso ser guardameta y porque muy pronto descubrió la importancia de observar para descubrir los secretos de la vida. Y un día subió al tren y se marchó lejos de su casa para prolongar su mirada jugando al fútbol.

Bribián defendió la portería de varios equipos como profesional. Jugó en el Real Murcia y su filial, el Imperial C. F. Tuvo la suerte de formar parte de la plantilla del Atlético Aviación (1944-45), aunque no pudo disputar ningún partido oficial. Bastante recompensa fue estar a las órdenes del gran Ricardo Zamora, legendario portero y entrenador de los atléticos, y alternar los ejercicios con jugadores de la talla de Germán o Aparicio. Continuó su trayectoria deportiva jugando en el F. C. Cartagena, en Segunda División, y luego en el C. D. Logroñés, C. D. Numancia, Burgos C. F., C. D. Naval y C. D. Calatayud, donde colgó las botas. Desde la atalaya de observación de su área aprendió a contemplar el juego desde la globalidad. Ninguna mirada de un futbolista puede abarcar tanto campo como la del portero, y la mirada de Bribián se hizo más y más ambiciosa.

El periodismo y la literatura

Logró terminar el bachillerato y durante su estancia en Soria, participó en un concurso de preguntas deportivas celebrado en un teatro de la ciudad. No sólo ganó el primer premio, sino que llegó a corregir en una de las respuestas al mismo presentador. Aquello le valió su primer contacto con el periodismo que supo alternarlo con la labor de entrenador, dirigiendo a varios equipos madrileños, como la Sociedad Recreativa Boetticher, con la que llegó a ser el entrenador más joven del país con 28 años, logrando el título de campeón de España de Aficionados. También dirigiría al C. D. Leganés, al R. C. D. Carabanchel y al Club Getafe Deportivo.

Sin embargo, el periodismo le reclamaría. Había comenzado a escribir en las páginas de ‘La Voz de Castilla’, ‘Nueva Rioja’, el ‘Pensamiento Navarro’, y ‘Arco y Regate’. En Madrid se le abrieron las puertas del diario ‘Marca’ y se atrevió con la literatura. Su primera novela, ‘Buck’, fue finalista del Premio Planeta (1959) y la segunda, ‘La Huída’, lo fue del Premio Café Gijón de Novela Breve (1960). También escribió ‘Llueve’ (1959) e ‘Isabel’ (1960).

Tras su exitosa experiencia literaria, en 1960 dio el gran paso como periodista y se instaló en la República Federal de Alemania (RFA) como corresponsal del diario ‘Marca’ hasta 1988, ocupándose inmediatamente después, y hasta 1992, de la corresponsalía de ‘As’ y la cadena SER en aquel país. Colaboró con la revista alemana ‘Kicher’ (1962-87), el periódico portugués ‘Record’ y la revista japonesa ‘Eleven-Football Magazin’. Fue redactor jefe de la edición de Europa de ‘7 Fechas’ (1962-1977), corresponsal en Bonn de ‘Pueblo’ (1974-1984) y de ‘ABC’ (1985-1989). En el periodo 1983-1986 firmó sus crónicas dominicales en ‘El Heraldo de Aragón’ y paralelamente, desde 1964 hasta 1987, fue responsable del área de deportes de la emisora ‘Deutsche Welle’ (La Voz de Alemania), la radio pública de la RFA.

Verdaderos méritos

Los verdaderos méritos no se cacarean. Incluso dicen que para vivir en paz, es más conveniente esconderlos en la tranquilidad de la modestia, abrigarlos en lo cotidiano y compartirlos en la intimidad de la amistad. Que me perdone por mostrarlos sin su permiso, porque he visto enmarcado en el salón de su casa la Cruz de Caballero de la Orden de Cisneros, el diploma olímpico a la información en los XX Juegos Olímpicos, la medalla de plata de la Unión de Periodistas Deportivos de España, el botón de plata de la ‘Verband Deutscher Sportjournalisten’, el Premio Antonino Pellón de la Cultura o el título de Hijo Predilecto de Binéfar.

Nunca le dio importancia al hecho de que ha sido enviado especial a cinco juegos olímpicos, cuatro mundiales de fútbol y varios campeonatos del mundo de otros deportes, y aunque es cierto que se recompensan más las apariencias que las propias virtudes, Bribián sigue contemplando su larga vida desde la mejor perspectiva, desde la sabia mirada del guardameta que todo lo que sabe de la moral y de las obligaciones del hombre se lo debe al fútbol. Por eso él sí que se merece la medalla de oro de la Real Orden del Mérito Deportivo.

lunes, 1 de agosto de 2016

Jesús Fiochi, el jerarca de las espumas del mar

Jesús Fiochi continúa practicando en la actualidad
Sólo con mirarlas, despiertan el espíritu humano que goza con el poder de la dominación. A veces son pequeñas, dóciles y mansas; otras se levantan gigantescas, iracundas y poderosas. Sus rizos de espuma blanca se alborotan enérgicos. Parece que mueren plácidamente en la arena o estrellándose contra las rocas, pero nos engañan. Porque siguen meciéndose rítmicamente en los pensamientos para erosionar lo indestructible, inspirar al poeta y retar al aventurero con alma de conquistador.

Jesús Fiochi (Santander-1943), es uno de esos aventureros que no puede resistir la tentación de perseguir cualquier oleaje. Su facilidad para la práctica deportiva se deleitó en el baloncesto, donde compitió con el juvenil de La Salle, y con el ciclismo, pedaleando en el equipo de Bodegas Viota. Pero su vocación siempre estuvo en el agua. De niño, su objeto más preciado fue un aparejo de pesca. Se familiarizó con la vela navegando con Fernando Pombo y se convirtió en uno de los mejores nadadores de Cantabria, siendo campeón regional en 100, 200 y 400 metros libres, viajando a Tenerife para representar a Cantabria en el Campeonato de España con Orlando de la Hoz.

Descubrió el surf, como muchos jóvenes de los años sesenta, admirando fotografías de olas hawaianas en las revistas. Parecía un deporte inaccesible, con aquellas olas oceánicas tan monumentales. Pero un buen día, en el cine Kostka, se proyectó un documental donde se mostraba cómo las tablas también podían deslizarse sobre olas más pequeñas, como las que llegaban a Santander. Fue un descubrimiento que le obsesionaría.

Mientras entrenaba en la piscina del Frente de Juventudes, con sus amigos José Manuel Merodio y Carlos Beraza, no dejaba de pensar en las tablas de surf. Cada una de sus brazadas parecía perseguir una ola imaginaria que nunca alcanzaba. Soñaba con subirse a su cresta y acompañarla en su rompiente hacia cualquier lugar.


El descubrimiento

En el mes de febrero de 1965, Jesús abrió la puerta del viejo casetón, ubicado en lo que hoy es el CEAR de Vela, y ocurrió algo mágico. En aquel almacén donde se refugiaban las pequeñas embarcaciones durante el invierno, un rayo de luz le alumbró en el suelo un ejemplar de la revista francesa ‘Bateaux’. Entre sus páginas, había publicidad de ‘Establecimientos Barland’, dedicados a la venta de productos de navegación en Bayona, donde aparecían unas preciosas tablas de surf. Fue providencial el viaje que sus padres tenían previsto al sur de Francia con su hermana Asun. Les pidió que pasaran por Bayona y se interesaran por las tablas. Su hermana le llamó por teléfono desde la misma tienda y Jesús le pidió que comprara una. Cuando Asun describía los modelos, Jesús la interrumpió en cuanto escuchó el color de una de ellas: “¡Ésa, la roja!”. Era de poliéster, medía 2,90 metros de altura, pesaba 18 kilos y costaba cinco mil pesetas, de las de entonces. Pero había que solucionar el problema del transporte.

El Racing y la primera tabla de surf

Su padre, también de nombre Jesús, había sido directivo del Racing con Manuel San Martín y era amigo de José Luis Terán, otro directivo que había sido presidente. El equipo tenía que disputar su partido de Liga en el estadio de Gal, en Irún, contra el Real Unión, el domingo, 21 de marzo. El partido terminó con empate a cero, y Rafa Yunta, entonces entrenador, alineó a Larzábal; Jiménez, Gómez, Salvador; Sastre, Raba; Chapela, Gento III, Abel, Puente e Isidro. El mismo domingo, el autocar del Racing regresó a Santander. En su baca iban los habituales cestos con la ropa sudada y las botas sucias, pero también con un enorme y pesado paquete que Terio Somonte tuvo que subir con la ayuda de monsieur Barland, que personalmente transportó la tabla hacia la localidad fronteriza. El lunes, Jesús recibió la llamada del Racing para decirle que había llegado su “piragua”. Su amigo Miguel Sainz Aja, se la llevó a casa en un ‘cuatro-cuatro’. Al día siguiente, 23 de marzo de 1965, Jesús Fiochi, logró ponerse de pie sobre una ola de la Primera Playa de El Sardinero que rompió domesticada, despertando el espíritu humano que goza con el poder de la dominación. Cinco años después, Jesús y sus hermanos José Manuel y Rafael, coparon por este orden los tres puestos de honor del primer Campeonato de España de Surf, disputado en las playas de Bakio, Sopelana, El Sardinero, Somo, San Lorenzo y Tapia de Casariego.

Después de tantos años, las olas siguen meciéndose rítmicamente en los pensamientos para erosionar lo indestructible, inspirar al poeta y retar al aventurero con alma de conquistador, como Jesús Fiochi, jerarca respetado de los oleajes y pionero del surf en España gracias a una tabla que llegó en la baca del autocar del Racing.

sábado, 30 de julio de 2016

Los diez minutos de hazaña de González Linares

González Linares durante su brillante
contrarreloj de Forest
¿Cuál fue su secreto? ¿Qué pensamiento puede sugerir la sensación de huir de lo que va detrás y perseguir lo que va delante? ¿Cómo se puede ser presa y depredador al mismo tiempo? ¿Es acaso la huida mayor estímulo que la persecución?, o por el contrario, ¿es la ambición más poderosa que el temor?

El mejor ciclista de todos los tiempos recorrió los últimos metros de la carrera envuelto en los clamores de admiración de sus más entusiastas compatriotas. Toda Bélgica estaba pendiente de aquella séptima etapa del Tour de Francia de 1970 que terminaba en el barrio de Forest (Bruselas), compuesta por dos sectores. En el primero, con un recorrido de 119 kilómetros desde Valenciennes, Eddy Merckx fue impecable. Había dicho a los periodistas que “no sólo quiero llegar a mi pueblo de amarillo, sino ganar la etapa”. Y sus palabras eran más que sonidos cuando las pronunciaba un deportista de su naturaleza que ya había obtenido los dulces sabores del triunfo en el Campeonato Mundial de Ruta (1967), en el Giro de Italia (1968 y 1970) y en el Tour de Francia (1969), además de decenas y decenas de victorias que le estaban proporcionando una merecida fama de avaricioso conquistador. Y su codicia parecía no tener límites. No sólo quiso llegar el primero. Cuando se alcanzó la línea fronteriza entre Francia y Bélgica, Merckx no permitió que ningún otro corredor se pusiera por delante. Se había marcado metas simbólicas y no estaba dispuesto a ceder a nadie el honor de entrar en su país por la puerta grande y como el más conocido y admirado ciudadano de Bélgica, incluso por delante de Tintín o del propio rey Balduino.

Por eso dominó toda la carrera liderando el pelotón, mostrándose complacido espectador ante las fracasadas escapadas de los primeros kilómetros y, avanzada la ruta, imprimiendo un fuerte tren para descomponer al grupo que no pudo aguantar su endiablado ritmo. Luego, a unos 15 kilómetros del final, se escapó con Van Impe, al que dejó tirado en el último kilómetro, para entrar como destacado vencedor. Todos eran un juguete de su pedaleo.

La frustración

Horas después, en el segundo sector, en la carrera contrarreloj de Forest, Eddy Merckx, el mejor ciclista de todos los tiempos, se preparaba a culminar el triunfo. Había realizado el mejor tiempo parcial en la mitad de los 7,2 kilómetros del circuito, y todo hacía suponer que, con su habitual facilidad, reduciría los diez minutos y un segundo que había marcado un desconocido corredor español destinado a ser el segundo clasificado. Por eso el griterío era ensordecedor mientras completaba los últimos metros de la carrera, envuelto en los clamores de admiración de sus más entusiastas compatriotas.

Pero cuando se anunció el tiempo de Eddy Merckx, la muchedumbre enmudeció. Los altavoces no se habían equivocado. Merckx había marcado en el cronómetro diez minutos y cuatro segundos. Tras aquellos silenciosos instantes de incredulidad, se escucharon tímidos aplausos para el ciclista español y luego las exclamaciones de los miembros del equipo Kas, dirigido por Dalmacio Langarica, que se ahogaron en abrazos al ganador, un corredor de 24 años, procedente de un pequeño pueblo del valle montañés de Buelna, de 79 kilos de peso y 1,84 metros de altura que había sido campeón de España de fondo en carretera: José Antonio González Linares.

Y se puso a volar

La contrarreloj había sido corta, pero durísima. Los poco más de siete kilómetros tenían tres subidas, la primera de ellas situada a cuatro kilómetros de la salida, después de un largo descenso. González Linares se encontraba fuerte. Días antes, en la primera etapa, en la contrarreloj de 7,4 kilómetros del circuito de Limoges, el cántabro salió como una bala y luego se derrumbó, así que en esta ocasión se concentró para dosificar sus fuerzas. Salió a buen ritmo, pero sin marchar a tope. Pero poco antes de llegar a la mitad de recorrido, se puso a volar. Encorvado sobre la bicicleta, en esa posición fetal y aerodinámica tan característica, tensionando los músculos de unas piernas a punto de estallar, respirando el aire a bocanadas como si quisiera absorber cada metro de la carretera, cruzó la línea de meta aferrándose a la inercia de su bicicleta, roto por el esfuerzo y entre una indiferencia que alguien interrumpió advirtiendo que por el momento había hecho el mejor tiempo de la carrera. Minutos después, cuando se anunció el tiempo de Merckx y supo que se había convertido en un novato que acababa de indigestar el canibalismo del monstruo más feroz del ciclismo internacional, comprendió que aquellos diez minutos cambiarían su vida.

Eddy Merckx ganó aquel Tour. También obtuvo el triunfo en las ediciones de 1971, 1972 y 1974. Volvió a ganar el Mundial de ruta en 1971 y 1974, el Giro en 1972, 1973 y 1974 y la Vuelta en 1973. Aún dicen que sigue siendo el mejor ciclista de todos los tiempos, aunque cuando piensa en aquella contrarreloj de Forest, sigue preguntándose ¿cuál fue su secreto? ¿Qué pensamiento pudo sugerir la sensación de huir de lo que va detrás y perseguir lo que va delante? ¿Cómo se puede ser presa y depredador al mismo tiempo? ¿Es acaso la huida mayor estímulo que la persecución?, o por el contrario, ¿es la ambición más poderosa que el temor? No sabe que todas las preguntas se contestaron aquel día durante los diez minutos de hazaña de José Antonio González Linares.

jueves, 28 de julio de 2016

El alud del Monte Perdido

Rodolfo (Fofo) Amorrortu
El deporte está lleno de metáforas y representaciones simbólicas. Sus hazañas son gestas épicas y los protagonistas se veneran como héroes salvadores de la nación. Es la licencia de la fantasía, espoleada por el aspecto lúdico del lenguaje que parece jugar con las palabras como si fueran balones que se despejan, se centran o se rematan. Hasta que un alud de letras desordenadas, se desploman amontonadas y compactas para empujarnos al precipicio del monte perdido, donde nos espera la fría realidad. Es el lugar donde no hay sitio para la literatura ni para la crónica, porque sólo es terreno para los verdaderos héroes, los que actúan sin público y despejados del peso de la vanidad.

Aquel alud fue real, no fue una metáfora. Sus cuatro letras portaron toneladas de hielo y nieve que se desparramaron en el verano de 1953 por la cara norte del Monte Perdido, en el Pirineo de Huesca. Y el héroe no fue Ronaldo, ni Messi, marcando un gol en una final de hierba horizontal. El verdadero héroe se llamaba Rodolfo Amorrortu García, era de Santander y tuvo que desenvolverse en un campo de hostilidad helada y vertical.

Dos capitanes y dos tenientes de la Escuela Militar de Montaña fueron sorprendidos en plena escalada por el estruendo de la gran masa, dejando colgados a dos de ellos en mitad de la pared de hielo, mientras que los otros dos cayeron envueltos en los bloques del alud con diversas fracturas. Rodolfo era un simple cabo primero que hacía el servicio militar, pero también un experimentado escalador y deportista de montaña. Cuando recibió el aviso de socorro reaccionó con decisiones firmes e inmediatas.

El relato del diario personal del héroe

He vuelto a emocionarme con la lectura de su diario personal que me facilitó su hija Mar. Después de haber rescatado a los dos oficiales heridos, y con la incertidumbre de saber si aún vivían los que permanecían colgados en la pared de la montaña, ascendió con furia y ansia, trepó con rapidez mordiendo con los crampones, clavando el piolet y arañando con las manos desnudas donde podía, hasta la posición de los otros dos oficiales, mientras caían bloques rebotando por todas partes, chocando y partiéndose en mil pedazos, creando un ambiente aterrador.

Su relato estremece cuando nos cuenta cómo vio a la primera víctima, el capitán Santa Cruz: “Estaba encajado en la pared de hielo cara hacia dentro, mostrando su espalda y un brazo hacia detrás señalando al abismo. Todo él rodeado de sangre…/… Comuniqué el macabro hallazgo y monté un rapel para descender hasta el accidentado. Cuando llegué a su lado vi que estaba totalmente destrozado. Debió caer mezclado con el alud y una repisa lo detuvo provocando que todos los bloques chocaran contra él, aplastándolo y medio enterrándolo. A golpes de piolet le fui sacando, haciendo hueco a su alrededor. A la vez me iba dando cuenta de que no tenía un hueso entero. Al tomarle en brazos me pareció como si fuese un muñeco de gelatina bañado en sangre. Su estatura se había reducido a la mitad. Como pude pasé una cuerda alrededor de su cuerpo y lo fui dejando bajar hasta donde estaba el teniente Vicente. Enseguida descendí y luego llegó el comandante capellán. Bajo el fuerte sol, junto a las rocas rojizas, ignorando el rugido del glaciar, le dio los últimos auxilios espirituales. Ése fue un momento emocionante que se me quedó grabado para siempre y aún hoy me llena los ojos de lágrimas...”

Cruz al Mérito Militar

Sin apenas descanso, Rodolfo emprendió rumbo hacia el otro capitán, en compañía de otra cordada más, sufriendo la cercana caída de otro alud que afortunadamente no les arrastró. Formaron un pasamano y recogiendo cuerda, asegurando cara al vacío, vieron aparecer, balanceándose y chocando contra la pared, el cadáver del otro oficial, el capitán Grávalos. El descenso fue peligrosísimo, con el rumor amenazante del glaciar a punto de devorarlos. En el camino de regreso, por el valle de Pineta, Rodolfo tuvo que auxiliar y transportar a un sargento que fue arrollado por una gran piedra que le destrozó la pierna. Fue una jornada sin celebraciones ni victorias, con un derroche físico descomunal que tuvo como consolación la Cruz al Mérito Militar con distintivo blanco y un enorme respeto de sus mandos y de sus compañeros.

El deporte está lleno de metáforas y representaciones simbólicas. Es la licencia de la fantasía, espoleada por el aspecto lúdico del lenguaje que parece jugar con las palabras como si fueran balones que se despejan, se centran o se rematan. Hasta que un alud de letras desordenadas, se desploman amontonadas y compactas para empujarnos al precipicio del monte perdido, donde nos espera la fría realidad. Es el lugar donde no hay sitio para la literatura ni para la crónica, porque sólo es terreno para los verdaderos héroes, los que actúan sin público y despejados del peso de la vanidad, como Rodolfo Amorrortu, ‘Fofo’. Sólo su muerte, en 2013, abriría las páginas de aquella jornada heroica que muy pocos conocían y que empequeñece cualquier éxito deportivo.

martes, 26 de julio de 2016

El partido de héroes en la Antártida



Partido en el mar de Wedell, con el Endurance
atrapado por el hielo (Foto: Frank Hurley)
Fue un partido de héroes reales. En el lugar más apartado del planeta, el más inhóspito e inverosímil, alguien soltó un balón y se produjo el milagro. Dicen que el heroísmo es persistir un momento más cuando todo parece perdido, y aquellos hombres lo hicieron clavando palos en un mar helado, trazando líneas sobre el témpano y jugando el partido de fútbol más austral del que se haya tenido nunca noticias. La paciencia y la fe de aquellos jugadores fueron la clave de su proeza y supervivencia.

Todo empezó con un anuncio por palabras en el periódico: “Se buscan hombres para una dura travesía. Sueldos bajos. Frío intenso. Largos meses de completa oscuridad. Constante peligro. Dudoso retorno. Honor y reconocimiento en caso de éxito”. El anglo-irlandés Ernest Shackleton tuvo que responder a cerca de cinco mil personas, aunque sólo 28 de ellas fueron las elegidas.

Shackleton era un explorador con bastante experiencia. En enero de 1909, junto con tres compañeros, logró hacer una marcha que les condujo al punto más al sur que ningún hombre había alcanzado nunca, a unos 190 kilómetros del Polo Sur. Dos años después, el noruego Roald Amundsen alcanzó la gloria de conquistar el Polo Sur y Shackleton se obsesionó con el último reto que quedaba pendiente: cruzar el continente helado de punta a punta pasando a través del polo. El plan era desembarcar en Vahsel Bucht, en el mar de Wedell (frente a las costas argentinas y chilenas), y recorrer en trineos tirados por perros unos 2.880 kilómetros a través de la Antártida para acabar en el mar de Ross (frente a las costas de Nueva Zelanda), en la antigua base del Nimrod.

La aventura del Endurance

Partieron del puerto de Plymouth, rumbo a Buenos Aires, el 8 de agosto de 1914. Semanas después, con manifestaciones de júbilo, deseos de buena suerte y los acordes de “Dios salve al rey”, el barco Endurance salió de Buenos Aires hacia la Antártida. Todo iba según lo previsto hasta que después de meses de navegación, ralentizada por el hielo, el barco quedó atrapado en el gélido mar de Wedell, manteniéndose en una banquisa y derivando hacia el norte. Los 28 tripulantes confiaban en que la subida de las temperaturas pudiera liberarlo para reanudar la navegación hacia la costa, y en la larga espera surgió la organización de aquel partido.

Se jugó el 15 de febrero de 1915. Por la mañana, el carpintero Harry McNish trazó las líneas del campo, clavó las varas de las porterías y los banderines del córner y a las 16:00 horas comenzó un partido de once contra once. Todos participaron, menos el fotógrafo australiano Frank Hurley que se ocupó de tomar imágenes con sus cámaras. Además de las fotos, las anotaciones en los diarios personales de varios de los jugadores quedaron como testimonio de aquel partido: “A las cuatro jugamos un magnífico partido de fútbol”, escribió Reginald James, “un equipo llevaba banda roja en el brazo, el otro blanca…/… 1-1, pero en la segunda mitad los rojos marcaron el gol de la victoria”. Frank Worsley, el capitán del barco, era uno de los porteros. El árbitro fue el cirujano escocés Alexander Mcklin, “quien, aunque es uno de nuestros mejores jugadores, no pudo jugar porque uno de los perros lo mordió en un ojo cuando estaba separando a dos que se peleaban”.

Aislados más de dos años

La espera de aquellos improvisados futbolistas se hizo eterna, porque quedaron aislados más de dos años. La presión del hielo sobre el casquete rompería y hundiría la embarcación, así que acamparon provistos de escasos víveres, trineos, perros y botes salvavidas. Fracasaron al intentar llegar a tierra firme a través del hielo, hasta que Shackleton, al ver que la banquisa se rompía, ordenó embarcar en los botes y poner proa a la tierra más cercana. Después de cinco angustiosos días en el agua, los expedicionarios llegaron exhaustos a la isla Elefante, a más de 550 kilómetros del lugar en que se hundió el Endurance. Pero no estaban a salvo. La isla era un paraje desierto, alejado de cualquier ruta marítima, y la desnutrición y el frío amenazaban la vida de todos los miembros de la expedición. Así que Shackleton, con cinco compañeros, decidió arriesgarse y emprender un viaje de casi 1.300 kilómetros en bote abierto hasta las estaciones balleneras de las islas Georgias del Sur. Partieron el 24 de abril de 1916, y tras sufrir innumerables obstáculos en su travesía, llegaron hambrientos, extenuados y consumidos a la estación ballenera de Stromness, el 20 de mayo. Aún hubo que sortear graves impedimentos para rescatar a sus hombres de la isla Elefante, lo que Shackleton conseguiría el 30 de agosto de 1916.

Fue una aventura de héroes reales. En el lugar más apartado del planeta, el más inhóspito e inverosímil, alguien soltó un balón y se produjo el milagro. Dicen que el heroísmo es persistir un momento más cuando todo parece perdido, y aquellos hombres lo hicieron jugando un partido de fútbol. Así enriquecieron su espera y la firme esperanza en un hombre que fracasó en su objetivo de cruzar la Antártida, pero cuya habilidad y liderazgo sirvieron para mantener vivos a todos los miembros de su equipo.

lunes, 25 de julio de 2016

Telesforo Mallavia, el patriarca del noble juego montañés

Telesforo Mallavia
Hay dos sendas deportivas que el pueblo de Cantabria abrió con sus propias manos, sin tener que rendir cuentas a las modas inglesas de juegos y ejercicios. Una de ellas surgió en la mar, a base de bravura de brazos contra las olas. La otra se asentó en la tierra para medir, con la pericia de los dedos, el arte de plantar y talar árboles de bolos.

Alfonso XII ya lo había probado y bendecido en el corro de Comillas, cuando el domingo, 8 de septiembre de 1881, haciendo pareja con el marqués y naviero, Antonio López, echó una partida de dos horas contra Claudio López y Fermín Riera. Pero en la frondosa y lejana historia de los bolos, hay otra fecha que merece recordarse como si fuera la del nacimiento de un mesías. Aquel día, 12 de agosto de 1897, en la nueva plaza de toros de Cuatro Caminos de Santander, Telesforo Mallavia, “la figura más señera que ha tenido el juego de los bolos”, debutó ganando a los hombres de Juan Valle, de Rucandio, en un concurso organizado por el ayuntamiento santanderino, elevando en los tiros las trayectorias proféticas de un futuro alentador para el gran juego montañés.

Emprendedor y amante de los bolos

Telesforo Mallavia, nacido en 1867 en Corvera de Toranzo, se instalaría en Torrelavega en 1893. Era un hombre tan emprendedor como amante de los bolos, así que en la zona de La Llama, sembraría su primer negocio, un bar rodeado de boleras que se convirtió en un verdadero centro neurálgico de la actividad social y deportiva de Torrelavega. Mallavia promocionó la fórmula de los concursos, construyó boleras cubiertas y sería uno de los hombres que en 1907 apoyaría la creación de la Sociedad Gimnástica de Torrelavega, contribuyendo a dinamizar La Llama como emplazamiento deportivo y ofreciendo sus boleras para los entusiastas del juego. En 1919, colaboró en el proyecto de Fernando Sañudo para organizar el juego de bolos en la provincia mediante la creación de la Federación Bolística Montañesa, entre cuyos fines destacaba el de fomentar el juego, depurar las prácticas viciosas, eliminar el factor suerte de las partidas y procurar criterios de unificación en todos los pueblos de Cantabria. Mallavia fue el tesorero de aquella primera federación, presidida por Darío Gutiérrez, mientras que su hijo, Federico, se convertiría en el primer ganador del campeonato de Cantabria que se celebró en las boleras familiares de La Llama.

Otro de los grandes méritos de Telesforo fue el de iniciar una saga de excelentes jugadores, destacando entre todos ellos su hijo Federico, que nació en los corros de su padre plantando sus bolos como pinche, y luego formó cuadrilla con él, debutando en Barreda junto con Augusto Miguel y Pedro García. Conocido como Federico ‘El Grande’, Ico Mallavia protagonizaría una época dorada, donde destacaban sus duelos con otro coloso, el ‘Zurdo de Bielva’. 

Un busto y un poema

En 1935, los torrelaveguenses levantaron un busto dedicado a ‘Foro’ Mallavia que se erigió presidiendo la augusta bolera de La Llama. Sesenta años después, el 10 de julio de 1995, la vieja bolera, santuario profanado por el progreso, comenzó a ser devorada por la presión urbanística, dejando paso a locales comerciales, pisos y garajes. En aquella universidad bolística de más de cien años de existencia, se escribieron muchos episodios históricos, se gestaron leyendas y encontraron inspiración músicos y poetas, como Jesús Cancio: “¡Ay, Federico Mallavia¡/ el de la bola en la diestra/ y una pleamar infinita/ de bolos en la cabeza,/ el que, tras el preciosismo/ de una parábola inmensa,/ dibujaba como nadie/ el emboque a golpe en tierra,/ el que segaba seis bolos/ como cambada de hierba/ empapada de rocío/ del alba en la primavera”.

En la frondosa y lejana historia de los bolos, hay una fecha que merece recordarse como si fuera la del nacimiento de un mesías. Fue el debut de Foro Mallavia, elevando en los tiros las parábolas proféticas de un futuro alentador para el gran juego montañés. Hace unos años, la periodista Nieves Bolado escribió un artículo en El Diario Montañés titulado “¿Qué mira Foro desde su atalaya en la Llama?”. Hoy, el busto que se salvó del derribo de su bolera, parece seguir esperando el reconocimiento de los hombres y mujeres del siglo XXI para que la avenida sin nombre de La Llama, reciba ese soplo que avive, para la honra de Torrelavega, de Cantabria, y del noble juego montañés, el adecuado nombre de la avenida de los Mallavia.
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