sábado, 28 de enero de 2017

Cinco hermanos únicos y campeones

Son como los dedos de una mano. Todos son diferentes y complementarios, y juntos forman un mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz. Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero los hermanos González Ruiz labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, se compenetraron para formar un equipo invencible en la vida y en el deporte. Lo demostraron cuando, estudiando en Bilbao, decidieron unirse para jugar al baloncesto.

Juan, Roberto, César, Armando y Javier nacieron y se criaron en Ruiloba, lugar donde vivieron sus padres: Juan Etelvino, marino mercante y natural de Oreña, y María, natural del mismo Ruiloba. Unidos en el aprendizaje de los juegos infantiles, aprendieron a contar con los dedos de la mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

Pioneros del baloncesto cántabro

Juntos, siempre juntos, se trasladaron a Santander para estudiar. Fue cuando comenzaron a jugar al baloncesto, descubriéndose como destacados jugadores en la década de los cuarenta, etapa en la que este deporte comenzaba a extenderse en Santander con el apoyo de las instalaciones del Frente de Juventudes de la calle Vargas, que por cierto tuvieron el honor de estrenar las primeras canastas de hormigón en España (1942). En esa década se celebraron los primeros campeonatos provinciales (1941), se creó la Federación Cántabra (1943) y surgieron equipos vinculados principalmente con los centros educativos, como La Salle, los Salesianos y el Kostka, colegios donde se matricularon los hermanos González Ruiz. Luego continuaron sus estudios en Bilbao. Juan y Roberto se prepararon para ser profesor mercantil, César estudió Derecho, Armando perito mercantil y Javier, comercio.

Campeones de Vizcaya

Y en Bilbao continuaron sus estudios sin abandonar el deporte de la canasta, practicándolo por separado en equipos como el San Fernando, el Juventud, el Santiago Apóstol o el Frente de Juventudes, hasta que la idea de formar un equipo entre los cinco hermanos se hizo realidad gracias al apoyo de la Academia Dobel, participando en el Campeonato de Primera Regional de Vizcaya. Corría el año de 1952 y el equipo fue todo un acontecimiento, porque no todos los días podía verse a cinco hermanos, en pleno estado de forma, hacer un baloncesto tan brillante. Les llamaban los marineros, porque llevaban con orgullo la profesión de su padre, capitán mercante. No perdieron ningún partido, ni siquiera hubo riesgo de que lo perdieran. Despertaron un enorme interés, recibiendo la felicitación expresa del entonces presidente de la Federación Española de Baloncesto, Jesús Querejeta. El último partido del campeonato fue como los demás. La Academia Dobel, con los cinco hermanos González Ruiz, se impuso por 43 a 32 al conjunto del Santiago, del barrio de Begoña de Bilbao y se proclamó campeón de Vizcaya. La prensa recogió aquella proeza insólita y llegó a proponer un partido homenaje en el que los hermanos se midieran en la cancha del Euskalduna ante uno de los potentes equipos vascos de la época.

Y cinco hermanas

Aquel equipo fue irrepetible, porque las lesiones y el servicio militar impidieron a los cinco de Ruiloba continuar con su unión deportiva. Años después, en 1966, Armando, activista e historiador multideportivo, tuvo la ocasión de entrenar a un equipo de baloncesto en Santander, el Horno San José, compuesto por las cinco hermanas Díez Prieto: Lica, Carmen, Elena, Esther y Mercedes. Fue una manera de evocar el espíritu de los González Ruiz.

Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero aquellos hermanos labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, compenetrados y nacidos para formar un equipo invencible, lo demostraron en el deporte y en la vida, donde con la ausencia del mayor, siguen manteniendo ese mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz, como los dedos de una mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

domingo, 15 de enero de 2017

Joaquín Blume, el gimnasta que tocó el cielo

Sus setenta y un kilos de fibra quedaron majestuosamente suspendidos en el aire del gimnasio. Tras unas acrobacias, su cuerpo se clavó con los brazos extendidos, crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro. Estaba provocando la admiración del público que había oído hablar de aquel ejercicio increíble, pero que nunca antes lo había visto. En aquella tortuosa postura se sintió triunfador. Era la primera vez que lo llevaba a cabo en público y el joven Achim descubrió con su ‘cristo’ que sólo el cielo marcaría su límite deportivo. Y no se equivocaría.

Buen deportista y estudiante

Todo lo hacía bien. Era buen estudiante, con enorme facilidad para aprender idiomas y desenvolverse con éxito en todos los deportes. En el colegio Hermanos de la Doctrina Cristiana de Barcelona destacaba en los partidos de fútbol o de baloncesto, y era un excelente jugador de tenis. Pero sobre todo disfrutaba con la gimnasia. Pasaba horas y horas en el gimnasio de su padre, el alemán Armand Blume, profesor de Educación Física casado con la catalana María Paz Carreras que fijó su residencia en Barcelona.

Las innatas condiciones físicas de Joaquín fueron perfeccionándose en el gimnasio familiar, moldeadas por el espíritu disciplinado que le inspiraría el carácter alemán de su padre. Así que se convirtió en un campeón precoz que con 15 años comenzó a ganar títulos. Fue el eterno campeón de España de Gimnasia desde 1949. En 1952 participó en los Juegos Olímpicos de Helsinki, obteniendo el puesto 56 entre 212 gimnastas. Tenía 19 años y ya era consciente de que nada se interpondría en su camino para triunfar. Su primer éxito internacional importante fueron las cinco medallas de oro de los Juegos del Mediterráneo en 1955. Fue cuando comenzó su popularidad que se mantuvo creciente gracias a su simpatía y atractivo. La prensa le adoraba. Cuando se casó, tras cortar la tarta nupcial, se fue vestido de novio al gimnasio para regalar a los fotógrafos unas imágenes haciendo el ‘cristo’ con su chaqué y bombín.

La gran esperanza deportiva española

Aunque los grandes rivales eran alemanes, japoneses y rusos, la proyección de Blume le señalaba como la gran esperanza deportiva española para los Juegos Olímpicos de Melbourne, sobre todo porque meses antes había derrotado a los grandes favoritos en un concurso internacional celebrado en Hannover. Pero la intervención de la URSS en la revolución de Hungría abortó la participación española que se sumó a un boicot internacional contra los soviéticos. Fue una lástima. El gimnasta estrella de Melbourne fue el ruso Tschkarin, que obtuvo 114,25 puntos. Blume había sumado en Hannover 113,90 puntos.

El gimnasta catalán continuó con su meteórica progresión. En la Copa de Europa celebrada en París en 1957 ganó en anillas, potro con aros, paralelas y combinada. También fue segundo en barra fija. La prensa especializada resaltó su técnica y su porvenir. Tampoco pudo ir a los Mundiales de Moscú en 1958 por el boicot internacional a la URSS. Las tensiones políticas internacionales estaban arruinando su carrera, pero todo su esfuerzo y voluntad se centrarían en los Juegos Olímpicos de Roma que se celebrarían en 1960. Y él estaba seguro de sí mismo: “Quiero ser campeón olímpico o campeón del mundo y mantendré la esperanza hasta los treinta y seis años”, había declarado a los periodistas. Así que cuando tras las acrobacias, su cuerpo se clavaba con los brazos extendidos y crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro, Joaquín Blume continuaba sintiéndose triunfador, con sólo el cielo marcando su límite deportivo. Y no se equivocaría.

El accidente aéreo

En la luctuosa tarde del 29 de abril de 1959, el avión que desde Barcelona se dirigía a Canarias, se estrelló en la serranía de Cuenca. Murieron sus 28 ocupantes, entre ellos varios gimnastas que iban a participar en un concurso, como Pablo Muller, José Aguilar, Raúl Pajares, Olga Solé, y Joaquín Blume que viajaba con su esposa, María José Bonet. Como el resto de cuerpos de las víctimas, sus setenta y un kilos de fibra quedaron esparcidos por las inmediaciones del monte del Telégrafo, en un lugar donde se levantó una cruz de piedra con el nombre de todos los fallecidos, una cruz donde nos imaginamos los brazos extendidos y crucificados del que sin duda hubiera sido el primer héroe olímpico del deporte español.

lunes, 9 de enero de 2017

El salto de espaldas de Dick Fosbury

Ocurrió en el mismo año en que todo comenzó a cambiar. Los cimientos del mundo estaban temblando con las revueltas de París, con la primavera de Praga y, pocos días antes, con la salvaje represión a los estudiantes en la plaza de las Tres Culturas de México. Todo estaba cambiando en el mundo y también en el deporte, sobre todo cuando en el estadio Azteca, aquel atleta espigado y desgarbado, con el dorsal 272, inició una carrera de escasos metros, trazando una curva para aproximarse a uno de los momentos más importantes de la historia del atletismo. Fue cuando Richard Douglas Fosbury se elevó al cielo como nadie lo había hecho antes y escribió su nombre en el aire de un nuevo estilo.

Un mal saltador

Era un mal saltador de altura. No tenía la potencia suficiente para impulsarse lanzando una pierna, envolver el listón con el cuerpo y encoger la pierna de batida, girándola bruscamente, para evitar el contacto y el derribo. Aquella técnica que casi todo el mundo practicaba, el famoso rodillo ventral, constituía para él una insoportable incomodidad. Su entrenador, Berny Wagner, intentaba perfeccionar sin éxito su estilo, pero en realidad era un problema de facultades físicas. Por eso incluso le animó a que dejara el salto de altura y se dedicara a otra prueba. Y era verdad, Dick Fosbury no era potente, pero atesoraba un carácter perseverante, creativo y genial.

El rodillo ventral

Saltar envolviendo el listón con los brazos y las piernas era un verdadero problema. En realidad, el problema lo constituían los propios brazos y piernas del saltador, que por lo general eran la causa del derribo del listón. Así que Fosbury se planteó un salto limpio y despejado, sin extremidades que entorpecieran la batida ni el vuelo, es decir, un salto de espaldas. La idea no era nueva. Algunos atletas lo habían practicado, aunque era habitual que lo abandonaran por el riesgo de las lesiones. Hay que tener en cuenta que desde los primeros tiempos en que se practicaba el salto de altura, la técnica, además de la carrera, la aproximación, la batida y el vuelo, también contemplaba la caída, amortiguada al principio por arena y luego por colchonetas duras. El salto de tijera y el rodillo tenían la ventaja de calcular la caída apoyando las piernas, lo que garantizaba cierta seguridad. Pero la caída de espaldas era aún demasiado arriesgada, hasta que aparecieron las colchonetas blandas. Fue la clave para que Fosbury perfeccionara aquel nuevo estilo, acomodándolo a sus características.

El reconocimiento

Aunque sus progresos fueron formidables, la gente del atletismo le tildaba de loco. Hasta su entrenador le desanimaba. Cuando ganó el campeonato universitario de los Estados Unidos con aquella forma tan rara de saltar, logrando el pasaporte para los Juegos Olímpicos de México, comenzó a percibir cierto respeto. Y en el último día de los Juegos, el 20 de octubre de 1968, vivió su gran salto, tumbándose sobre el listón colocado a 2,24 metros, superando el rodillo ventral del gran favorito, el soviético Valentín Gavrilov y obteniendo la medalla de oro. Fue un reconocimiento a su constancia y una recompensa de tantas burlas soportadas.

Cuando en el estadio Azteca, aquel atleta espigado y desgarbado con el dorsal 272, inició una carrera de escasos metros y se elevó al cielo como nadie lo había hecho antes, todo comenzó a cambiar. Porque el mérito de Fosbury no fue aquella medalla, sino su talento, su genialidad y el legado de una nueva forma de saltar, de un nuevo camino que a partir de entonces siguieron todos los saltadores, escribiendo su nombre en el aire de un nuevo estilo universal, el fosbury flop, el salto de espaldas de Dick Fosbury.

martes, 3 de enero de 2017

Jim Thorpe, el indio de las medallas arrebatadas

Eran tiempos donde los antaño bravos guerreros indios de Norteamérica, desposeídos de sus tierras, se extinguían en las reservas. En ese tiempo, corriendo el año de 1888, en el seno de una familia de la tribu Sac y Fox, originaria de los Grandes Lagos, nació en Oklahoma un niño llamado Wa-Tho-Huk, que en el lenguaje de su pueblo significa “Sendero brillante”. Y por aquel sendero se guiarían las ilusiones de una raza acosada que, como otras, se reivindicaría por medio del deporte.

Wa-Tho-Huk creció en un rancho donde los potros salvajes jugaban huyendo de sus piernas veloces y felices. Fue a la escuela de la reserva con el nombre de James Francis Thorpe, y presionado por sus padres, ingresó con 15 años en el colegio estatal indio de Carlisle (Pensilvania), donde acudían jóvenes de todas las tribus del país. En aquel colegio, sin potros para perseguir, continuó volando con sus piernas, sobresaliendo en cuantos deportes practicó gracias a su deslumbrante velocidad y viveza. 

Un deportista único

Su incorporación al equipo de fútbol americano fue providencial para que en 1907, por primera vez, el colegio indio lograra obtener el campeonato universitario. Como atleta destacó como velocista, saltador y vallista. En 1912 fue seleccionado para participar en los Juegos Olímpicos de Estocolmo, ocasionando algunas dudas a la hora de elegir una prueba para inscribirle, ya que sobresalía en casi todas. Finalmente, se decidió por el pentatlón y el decatlón. Thorpe fue el brillante campeón del pentatlón, ganando los 100 metros lisos, el salto de longitud, el lanzamiento de disco y los 1.500 metros, quedando tercero en el lanzamiento de jabalina; y del decatlón, obteniendo una puntuación extraordinaria que tardaría en superarse veinte años, lo que invitaría al rey Gustavo V de Suecia a reconocerle como “el más grande atleta del mundo”.

De héroe a villano

Fue recibido a su regreso a Estados Unidos como un héroe nacional, despertando el orgullo de su raza que languidecía tejiendo y vendiendo alfombras en las estaciones de ferrocarril. Pero aquello sólo fue un sueño que se desvaneció meses después, cuando un periódico publicó que Thorpe había jugado varios partidos de béisbol como profesional en 1909. Fue todo un escándalo, pero era cierto. 

Como parte del programa de integración social del colegio de Carlisle, los estudiantes indios eran colocados en diversos trabajos durante los meses de verano. A Jim Thorpe le tocó ir a una granja cerca de Rocky Mount, y aprovechando su presencia, el equipo de béisbol del poblado le propuso pagarle la misma cantidad que recibía como peón si jugaba con ellos, y Jim prefirió el deporte antes que cargar paquetes de heno o limpiar establos. No sabía que aquello estaba prohibido por el escrupuloso espíritu olímpico amateur, y ni siquiera tuvo la precaución de jugar con otro nombre, cosa que sí hacían otros deportistas más avispados. Aquellos escasos partidos que disputó como profesional en la Liga de béisbol de Carolina del Este destruyeron su reputación. Su defensa fue sincera y sencilla, pero ineficaz: “Espero que seré perdonado, en parte por el hecho de que yo era simplemente un escolar indio y no sabía que lo que estaba haciendo estaba mal hecho…No conocía las cosas del mundo”, dijo. Pero el Comité Olímpico Internacional, presidido por el Baron de Coubertin, fue inflexible. Retiró a Thorpe el estatuto de amateur, borró su nombre de la lista de los campeones olímpicos y le invitó a que devolviera las medallas conseguidas.

Resentida sed de justicia

Aquello rasgó el corazón de Thorpe. Con una resentida sed de justicia, al menos continuó con su espectacular carrera como jugador de béisbol, de baloncesto y de fútbol americano, donde fue una estrella, aunque en los momentos de su declive tuvo que superar problemas de alcoholismo. Su reconocimiento social descansó en 1950 al ser elegido por los periodistas norteamericanos como el atleta más grande de la primera mitad del siglo XX, y al año siguiente, la compañía cinematográfica, Warner Bros, lanzaría una película sobre su vida protagonizada por Burt Lancaster. Pero aquello no fue suficiente. Cuando un ataque al corazón acabó con su vida en 1953, su voz se resquebrajó con las últimas palabras: “¡Mis medallas, devolvedme mis medallas!”.

La devolución de las medallas

Treinta años después, durante un acto solemne celebrado en Los Ángeles, el presidente del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch, tuvo el honor de devolver aquellas medallas a los hijos de Jim Thorpe, medallas que nunca quisieron aceptar los segundos clasificados por respeto al gran campeón. Dicen que desde entonces, Wa-Tho-Huk ha vuelto a perseguir a los potros salvajes en las praderas de los Sac y Fox, pero llevando al cuello sus merecidas medallas.

jueves, 29 de diciembre de 2016

Arteche, el defensa de la lealtad

El ejemplo es el mejor profesor de los valores humanos, también entre los futbolistas. En un grupo marcado por el inevitable egoísmo de querer jugar, ser un verdadero compañero puede resultar complicado. Pero siempre hay hombres más fuertes que los demás, que dan un paso adelante para enfrentarse con el problema y son capaces de transmitir los secretos de la lealtad.

A Juan Carlos Arteche, entonces capitán del Atlético de Madrid, no le tembló la mano cuando el 14 de abril de 1988 entregó a los periodistas un comunicado en defensa de su compañero, Quique Setién, y contra “las descalificaciones, insultos personales y humillaciones, así como las continuas injerencias de la dirección del club en forma de veladas o manifiestas amenazas”. Había comenzado el caprichoso y dictatorial periodo de Jesús Gil, y el comunicado, leído por el propio Arteche en el vestuario y aprobado por todos los jugadores, suponía toda una declaración de guerra al impetuoso dirigente. 

Sus primeros pasos deportivos

Aunque nacido en Maliaño, Juan Carlos Arteche se vino a vivir con su familia al barrio de Porrúa de Santander cuando contaba seis años de edad. Tras estudiar en el colegio Puente Porrúa, comenzó a jugar al fútbol en los equipos escolares del colegio La Salle, donde terminaría el bachillerato, aunque en un principio se tomó más en serio los partidos de tenis y de baloncesto, donde destacaba por su altura. Se incorporaría al equipo juvenil del Racing y luego a la selección cántabra de esa categoría que dirigía Manuel Fernández Mora. Fue precisamente Fernández Mora, que pasó a dirigir a la Gimnástica de Torrelavega, el que solicitó su cesión para incorporarle a su equipo en la temporada 1975-76, donde debutó en Tercera División. Cuando regresó al Racing, Arteche se estableció en el primer equipo, con el que debutó oficialmente el 22 de septiembre de 1976, en un partido de Copa del Rey disputado en el campo de Linarejos, contra el Linares C. F. El resultado fue de empate a dos. Al mes siguiente, el 24 de octubre, debutaría en Primera División en Mestalla, donde los santanderinos perdieron por cuatro a dos ante el Valencia C. F. 

Después de formar en el Racing una eficacísima línea defensiva con compañeros como Pedro Camus, Manolo Díaz, Lolo, Portu y el emblemático y veterano Manolo Chinchón, fue traspasado al Atlético de Madrid en el verano de 1978, después de haber jugado con el Racing 56 partidos y anotado 4 goles. 

En el Atlético de Madrid

Central de gran seguridad, inteligencia, fuerza, entrega y contundencia que se manejaba muy bien en el juego aéreo, Arteche mejoró esas cualidades, obteniendo otras en el Atlético de Madrid, como el sentido de la colocación y el control de balón, influenciado por su compañero de equipo, el brasileño Luiz Pereira. Con los atléticos ganó la Copa del Rey de 1985, derrotando al Athletic Club de Bilbao. También ganó la Supercopa de España esa temporada, y en 1986, fue subcampeón de la Recopa de Europa tras perder en la final de Lyon (Francia) ante los entonces soviéticos del Dinamo de Kiev. Además, en cuatro ocasiones fue jugador internacional con la selección nacional absoluta. 

El ejemplo es el mejor profesor de los valores humanos y, afortunadamente, siempre hay hombres más fuertes que los demás, que dan un paso adelante para enfrentarse con el problema y son capaces de transmitir los secretos de la integridad. En la temporada 1982-83, el entonces presidente cántabro del Atlético de Madrid, Vicente Calderón, había entregado a Arteche, en un hospital, la insignia de oro y brillantes del club, después de haber marcado dos emocionantes goles, dar la victoria a su equipo ante el Betis (4-3) y salir del campo en camilla con la rotura del menisco. Aquello no lo tuvo en cuenta Jesús Gil que expulsó a Arteche porque no pudo soportar que un hombre fuerte se cruzara en su camino, y menos que convenciera a sus compañeros para mantenerse fieles a un compromiso de honradez. Su muerte en 2010 resaltaría la figura de este profesor de valores humanos y de este seguro, inteligente, fuerte, entregado y contundente defensa de la lealtad.

lunes, 19 de diciembre de 2016

El regate mágico del Rayo de la tasa

El delantero está completamente acorralado. Se ha refugiado en una de las esquinas del campo, acaso buscando la salida honrosa de provocar un córner. Dos defensas han levantado un muro del que parece imposible salir. Los espectadores saben que en unos instantes perderá el balón. Pero el delantero ha hecho algo extrañísimo. Encarándose a ambos rivales, ha envuelto y escondido la pelota por la parte posterior, ha provocado un salto rápido y nervioso que parece no conducir a ninguna parte y se ha colado entre ambos, yendo derecho hacia la portería. Los defensores no le persiguen. Han visto con sus propios ojos que el jugador se ha escapado sin el balón.

Es cierto. José Antonio Saro, uno de los jugadores del Rayo Cantabria de la temporada 1957-58, se ha escapado sin el balón, pero éste, venido del cielo, se ha pegado de nuevo a sus pies como un perro fiel a la llamada de su amo. Avanza unos metros con él, paralelo a la línea de meta y luego centra hacia atrás para que uno de sus compañeros marque un nuevo gol. Los dos defensores, inmóviles e incrédulos, se miran preguntándose qué ha pasado.

¿Que qué ha pasado? Para contestar a esa pregunta hay que remontarse a un José Antonio Saro con diez años, en el campo de Buenavista de Oviedo, observando cómo un jugador argentino llamado Sará elevaba por detrás la pelota por encima de su cabeza, haciéndola caer hacia delante. Aquel malabarismo se convirtió en un obsesionante reto. Fue un momento impactante de su infancia deportiva, porque desde aquel día, con una pelota de goma en sus pies, Saro se obsesionó con el regate impensable hasta que consiguió controlarlo.

Un equipo irrepetible

El Rayo Cantabria de la temporada 1957-58 no fue un conjunto campeón, pero cautivó a los públicos gracias a la calidad de su juego, alcanzando una fama que, salvando las distancias, podría compararse con la que obtuvo el Racing de la temporada 1949/50. Aquel Rayo, que obtuvo el tercer puesto del competitivo grupo de Tercera División cántabro-vizcaíno, fue el que practicó el fútbol más ofensivo y espectacular. El Baracaldo, que fue el campeón, marcó 69 goles en los treinta encuentros ligueros, pero el Rayo anotó 83, alcanzando una media de 2,76 goles por partido. José Antonio Saro, el autor de aquel regate tan espectacular, fue el máximo anotador del equipo con 19 goles, seguido de Larrinoa (17), Yosu (13), Julio Santamaría (10), Laureano (7), Zaballa (5), Miera (3), Gómez (2), Ruiz (1), Velasco (1), Gutiérrez (1), Cordero (1) y otros tres que se marcaron, a modo de desesperación ajena, en propia puerta. El club rayista desplegó a lo largo del campeonato una puntería excelente sobre la meta adversaria, y comenzó a acostumbrar al público de los Campos de Sport a goleadas que tenían como dígito mágico la tasa de cinco o más de cinco. Y así, en sus partidos de casa, el Rayo ganó 5-2 al C. D. Villosa, 7-2 al Deusto, 6-0 al Durango, 5-0 al Valmaseda, 5-0 al Portugalete, 9-1 al Padura, 5-1 al Galdácano y 6-0 al Naval. No era extraño que antes de los partidos los aficionados se saludaran enseñando abiertos los cinco dedos de la mano aludiendo a la tasa.

El Racing, una víctima más

La mordaz eficacia rematadora de aquel equipo filial no sólo lo sufrieron los equipos rivales. Hasta el mismo Racing tuvo que resignarse al desparpajo futbolístico de aquel joven Rayo de la tasa. Era habitual que el Rayo y el Racing jugaran, generalmente los jueves, un partido de entrenamiento para observar en acción a los jugadores de ambos equipos. Naturalmente, en aquellos partidos siempre ganaba el Racing. Pero en la temporada 1957-58 las cosas cambiaron. En la primera vez que se enfrentaron los dos equipos, el partido finalizó con la victoria rayista por 5-2. En principio, sólo fue una anécdota que no supuso más que comentarios jocosos entre los futbolistas. Sin embargo, a la semana siguiente, el Rayo volvió a ganar el partido por el mismo resultado. Los racinguistas dejaron de hacer bromas y se decidió no volver a disputar aquellos partidillos.

Jugadores inolvidables

Aquellos jugadores del Rayo de la tasa aún permanecen en la memoria de los viejos aficionados, y merecen que sus nombres y apellidos no se olviden tan fácilmente: Teodoro Hernando Martín, portero seguro, sobrio y con grandes condiciones físicas; Fermín Martínez Cobo, el otro guardameta que llegaría a jugar en el Real Madrid y que pudo haber sido una gran figura si hubiera tenido más decisión en las salidas; Joaquín Gómez Perullera, contundente defensa central con excelentes condiciones físicas; José Luis Bustillo Obregón, otro defensa central con gran facilidad para adaptarse a cualquier puesto; José Luis Herrero Bielva (Morito), lateral derecho técnico y rápido que siempre trataba de salir con el balón controlado; Laureano Ruiz Quevedo, el centrocampista de gran visión de juego que fue el armador del equipo; Alfredo Gutiérrez Sanfelices, rápido y capaz de intervenir en una gran zona del centro del campo; Francisco Fernández Larrinoa, delantero centro oportunista y peleón; Pedro Zaballa Barquín, el extremo derecho rápido y peligroso que llegaría a ser internacional absoluto con el C. F. Barcelona; Eugenio Ruiz, interior y media punta muy bullidor y con buena visión del juego; Carlos Velasco Casuso, interior o extremo, veloz y habilidoso; Julio Santamaría Mirones, delantero centro o interior de gran clase, con mucha sangre fría y gran habilidad para el remate; Manuel Salcines Corral (Chisco), lateral técnico que trataba muy bien a la pelota; Antonio Alonso Imaz (Tacoronte), defensa central corpulento y seguro, con muy buena colocación; Gregorio San Emeterio San Martín (Gorio), centrocampista de clase y buen pasador; José Ramón Cordero Fernández, extremo ambidiestro, luchador, rápido y habilidoso; Fernando Trío Zabala (Yosu), extremo y delantero centro muy hábil y con buena técnica, que además del Racing jugaría en el Valencia C. F. y en el Athletic Club de Bilbao; Vicente Miera Campos, centrocampista, con muchísima clase, de gran rendimiento, que tras jugar en el Racing pasaría al Real Madrid, donde actuaría de lateral, llegando a ser internacional absoluto y José Antonio Saro Palleiro, el jugador al que el balón, venido del cielo, se pegaba a sus pies como un perro fiel a la llamada de su amo, el jugador que por sus goles, por sus pases y sobre todo por su regate mágico, personifica la grandeza de aquel brillante Rayo de la tasa, el que dejaba a los defensores inmóviles, incrédulos y preguntándose qué había pasado.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

El primer cántabro en el Tour de Francia

Cipriano Elis
Hay caminos que se descubren y caminos que se abren. Caminos fáciles y cómodos que no llegan demasiado lejos y caminos de espinas que se conquistan para llegar a metas impensables. Nadie sabe más de caminos tortuosos que los corredores ciclistas. Para ellos no existen los bellos paisajes, sólo etapas de sufrimiento que se repiten día a día.

El ciclismo cántabro en el Tour de Francia conserva dos nombres propios que se pronuncian con respeto y admiración. Los dos abrieron caminos que plantearon nuevos retos deportivos a sus sucesores. El primero es Vicente Trueba, la famosa ‘Pulga de Torrelavega’ que en 1933 se convirtió en el primer Rey de la Montaña de la gran carrera internacional. El segundo es el santanderino de Peñacastillo, José Pérez Francés, el único que ha logrado subir al pódium final en París, obteniendo la tercera plaza en 1963, detrás del ganador, Jacques Anquetil, y de Federico Martín Bahamontes. Pero también hay un tercer nombre, tan desconocido como cualquiera de los que puede señalarse al azar en el listín de teléfonos, y que gracias a mi amigo Ángel Neila, ya sé que es tan importante como Trueba o Pérez Francés. Se llamaba Cipriano Elis de la Hoz (Muriedas 1907-1984) y fue el primer corredor nacido en Cantabria que participó en el Tour.

Hijo de emigrantes

Sus padres, Mariano Elis Andrés y Rafaela de la Hoz Díaz, naturales de Dueñas (Palencia), habían emigrado a la localidad francesa de Carcassonne, en el Languedoc, y vinieron a trabajar en la construcción del ferrocarril del Cantábrico a Muriedas, donde nació Cipriano, el último de sus quince hijos. Su familia regresaría a Francia cuando él tenía tres años, y en 1925 participó en sus primeras carreras como aficionado. Fue en 1928 cuando participó en el Tour de Francia. Lo hizo dos años antes que los hermanos José y Vicente Trueba, aunque siempre habrá que tener en cuenta al leonés afincado en Torrelavega, Victorino Otero, que ya había participado en el Tour de 1923 y 1924.

La participación de Elis no sería tan brillante como la de Trueba o Pérez Francés. De los 162 ciclistas que tomaron la salida en aquella edición de 1928, fueron 121 los que no pudieron llegar al final, entre ellos Cipriano. El Tour era mucho más duro que ahora. El recorrido final era de 5.375 kilómetros, muchos de los cuales, precisamente los más difíciles que accedían a los puertos de montaña, eran de tierra polvorienta. Hay que tener en cuenta que en las ediciones de hoy en día, además del buen estado de las carreteras y de las modernas y ligeras bicicletas, el recorrido no llega a los 4.000 kilómetros. Elis abandonó en la quinta etapa, entre Brest y Vannes. Pero no fue un fracaso, sólo estaba abriendo camino.

Embestido por un vehículo

Tras la experiencia del Tour continuó madurando y compitiendo, sobre todo en Cataluña y Levante. Y en 1935 lo intentaría otra vez. La U.V.E. (Unión Velocipédica Española) lo incluyó en la selección española que disputaría el Tour de Francia, junto con Vicente Trueba, Salvador Cardona, Federico Ezquerra, Mariano Cañardo, Emiliano Álvarez, Antonio Prior e Isidro Figueras, que a última hora ocupó la plaza de Fermín Trueba por encontrarse enfermo. Aquel Tour de 1935 fue un auténtico desastre y varios corredores tuvieron que abandonar por culpa de la mala organización. Uno de ellos fue Elis, que quedó eliminado en la primera etapa debido a una caída al ser embestido por un vehículo seguidor de la prueba. Cipriano quedó tirado y sin sentido en la cuneta durante media hora, con un aparatoso desgarro en un codo. Aun así, se subió de nuevo a la bicicleta y recorrió los casi 200 kilómetros que separaban Pontoise (donde se produjo el accidente) de Lille. Aquella etapa fue una de los más admirables gestos de superación que puede realizar un deportista. Herido, ensangrentado, conmocionado y exhausto, logró llegar a la meta, aunque entraría fuera de control.

Tras la guerra del 36, ya residente en Chera (Valencia), volvió a competir con regularidad, consiguiendo un meritorio quinto puesto en la Vuelta a España de 1942. Al año siguiente, sufrió un grave accidente en la Vuelta Ciclista a Cataluña, cuando iba segundo en la clasificación general, al chocar contra un vehículo que venía en sentido contrario. Pero aunque se pensaba que ya no volvería a subirse a una bicicleta, Cipriano Elis fue uno de los ciclistas españoles que más pruebas disputó en 1944 y 1945, especialmente en pista, proclamándose subcampeón de España en ruta por regiones. En 1946, con 39 años, dejaría de correr, aunque no se desvinculó del mundillo ciclista, pues fue mentor, entre otros, de Bernardo Ruiz, vencedor de la Vuelta a España de 1948 y primer español que hizo podio en el Tour de 1952.

Hay caminos que se descubren y caminos que se abren. Caminos fáciles y cómodos que no llegan demasiado lejos y caminos de abandonos, de caídas y de desesperanzas, que se conquistan para llegar a metas impensables. Y herido, ensangrentado, conmocionado y exhausto, Cipriano Elis nos mostró que el esfuerzo es el único camino que siempre constituye un éxito en sí mismo. Fue el ejemplo que nos proporcionó el primer corredor cántabro que participó en el Tour de Francia.

domingo, 4 de diciembre de 2016

El origen de la galerna

Paco Gento con el equipaje del Racing
El tiempo es la goma de borrar más incisiva y eficaz. Pero algunos nombres parecen estar escritos con tinta indeleble, y más que escritos, esculpidos en piedra, prolongando la grandeza de sus hazañas por los siglos de los siglos… Sólo el viento y el agua son capaces de poner en duda la entereza de tanta solidez, aunque hay recuerdos, como el de Paco Gento, que se han aliado con la lluvia y el viento para permanecer y permanecer.

Fue el ganador de seis Copas de Europa, fue el mejor extremo del mundo, y aunque los tiempos del marquesado de Vicente del Bosque hayan amenazado su hegemonía, sigue siendo el futbolista español más laureado de la historia. Qué fácil es deleitarse con tanto éxito apegado al Real Madrid. Pero la galerna más súbita y arrasadora que haya pasado por los campos de fútbol, también tuvo su origen modesto y apacible…

Su endiablada velocidad

Francisco Gento López nació en Guarnizo, en el seno de una familia donde el fútbol no era desconocido, no en vano, su padre, Antonio Gento, fue uno de los primeros jugadores de la Cultural Deportiva Guarnizo. Cuando tenía siete años de edad, Francisco obtuvo su primer éxito deportivo en una carrera de velocidad organizada por el Frente de Juventudes de Guarnizo, y desde los doce años, cuando comenzó a jugar en el Frajanas una serie de competiciones domésticas, esa endiablada velocidad le acompañaría siempre en los terrenos de juego. Tres años después, ya formaba parte de la A. D. Nueva Montaña y al año siguiente, en 1950, se integró en la S. D. Unión Club.

Carácter rebelde

El Racing no podía dejarle escapar y le incorporó al Rayo Cantabria, donde tuvo que falsificar su ficha para poder jugar, ya que aún no había cumplido los 18 años. No se arrugaría al dar el salto desde juveniles a Tercera División. Pocos saben del carácter rebelde e indómito de los inicios de Paco Gento. Siendo niño se escapó de casa desobedeciendo la prohibición de su madre, Prudencia, de no acudir a los Campos de Sport para ver un partido, y jugando en el Rayo, tuvo la osadía de protestarle indignado a su entrenador, Teto Sanz, por no alinear a su primo, Mendi, en un encuentro disputado en Navarra, contra el Izarra. Y recibió una lección, porque Mendi jugó a costa de Gento que se quedó en el banquillo. Pero Gento no era carne de banquillo. Ya había comenzado a tomar carrerilla y se mostraba imparable. En pocos meses era la gran promesa del fútbol cántabro y su debut en el Racing se daba por hecho. En las entrevistas en la prensa se sentía seguro de sí mismo cuando afirmaba que no tenía ningún tipo de complejos por jugar en Primera. “Con la misma serenidad que actué por primera vez en el Rayo cuando llegué de Los Barrios, estoy seguro que jugaría en un club de más categoría”, afirmaba con la “veteranía de un bisoño” en una entrevista realizada en 1952. Tres meses después de estas declaraciones, el 22 de febrero, Gento vestía la camiseta del Racing en Primera División en Los Campos de Sport, frente al C. F. Barcelona que contaba con la reaparición de Ladislao Kubala, después de una lesión. 

Catorce partidos

Qué poco duró Gento en el Racing. Tenía un contrato de cinco temporadas, pero sólo jugó catorce partidos. Fueron catorce partidos de un juego de extremo tradicional, siempre pegado a la banda izquierda, rápido, valiente (nunca volvía la cara) y sobre todo potente, mucho más de lo que insinuaba su presencia física. Su regate en carrera tumbaba a los rivales, su ‘dribling’ era seco, cortante y su explosiva salida, siempre sacaba ventaja en los primeros metros. Años después, un zaguero del Manchester United, añadiría otra de su terrible característica: “Gento corre mucho, pero lo peor es cómo se para”.

El tiempo es la goma de borrar más incisiva y eficaz. Pero Paco Gento se escribe con tinta indeleble, tinta de viento y lluvia que sigue azotando el recuerdo futbolístico, como la galerna que definió su fútbol de arranque, soplando vigorosa en los campos de Europa y América, pero originada en la calidez apacible de Guarnizo: con su madre y sus hermanas María Antonia, Consuelo y María Belén; en el ambiente de fútbol de su padre y hermanos menores, Julio y Antonio, que también serían futbolistas del Racing; y en el oleaje de catorce partidos que revolvieron la atmósfera para desatar un fenómeno deportivo-meteorológico e inolvidable.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Marcel Jaurey, un cántabro en el rally de Montecarlo

Marcel Jaurey, a la izquierda, con su 'Delage'
En el estudio fotográfico y sobre el triciclo recién estrenado, aquel niño de cuatro años parecía un emperador. Su expresión, de solemne serenidad y complacencia, guardaba el convencimiento de poseer la máquina más fantástica que hubiera podido inventarse. La idea de avanzar sentado, con el simple movimiento de los pedales, era algo más que divertido. Era pura magia. Jamás olvidaría esa sensación. En realidad, esa sensación le acompañaría toda su vida.

Marcel Jaurey nació en 1904 en Santander, ciudad en la que siempre vivió. Su padre, también Marcel Jaurey, natural de Mont de Marsan (Francia) se casó en Santander con Francisca Fernández-Cotera Mendizábal, regentando el conocido y próspero establecimiento de ‘La Tintorería Francesa’, cuyos talleres estaban en la calle San Fernando, mientras que las tiendas de reparto se ubicaban en las de San Francisco e Isabel II. Con una posición social acomodada, el joven Marcel estudió en los Escolapios de Villacarriedo sin demasiadas preocupaciones, exceptuando la llamada a filas de su padre, de nacionalidad francesa, para combatir en las trincheras de la Gran Guerra, donde pudo sobrevivir. Así que el joven pudo dedicar su tiempo a dejarse llevar por aquellas agradables sensaciones dirigiendo máquinas que le transportaban a un mundo más emocionante.

El cosquilleo de la competición

Con nueve años, el triciclo dejó paso a la bicicleta, y poco tiempo después participaría en pruebas ciclistas infantiles para descubrir el cosquilleo de la competición. Más tarde practicó el motociclismo, con la desgracia de perder un ojo en un accidente. Pero aquello no le echó para atrás. Continuó probando el placer de la velocidad con los automóviles y las avionetas, incluso engañando a las autoridades encargadas de otorgar los permisos para volar, porque el oftalmólogo amigo suyo que extendió el certificado para obtener el carnet de piloto, escribió, sin mentir, que “en el ojo izquierdo tiene una dioptría, en el derecho, nada”.

La oportunidad del rally

Cuando compró su cuarto automóvil, un ‘Delage’, la propia empresa le ofreció un precio especial con la condición de que participara en el famoso rally de Montecarlo. No se lo pensó dos veces. El 23 de enero de 1934 partió de Madrid con el número 64 conduciendo un ‘Delage’ de 2.420 centímetros cúbicos. Pasó por Bayonne, Toulouse y Avignom antes de llegar a Montecarlo. Al año siguiente, renovó el acuerdo con la marca del vehículo que le ofreció un ‘Delage’ más potente, de 2.660 centímetros cúbicos, que llevó a Montecarlo la matrícula santanderina: S-5758. En esta ocasión tuvo que superar un problema de cierta importancia, ya que Marcel poseía doble nacionalidad y al no atender la llamada a filas de Francia, para evitar problemas participó indirectamente inscribiendo a su amigo Valentín Azpilicueta que le acompañaría en el recorrido como viajero con su esposa y con el padre de Marcel.

Desde Portugal

El 20 de enero 1935 partieron de la localidad portuguesa de Valença do Minno, atendido y controlado por el Automóvil Club Portugués, pasando por Lisboa, Sevilla, Madrid, Bayonne (abriéndose paso por los Pirineos a base de retirar la nieve con una pala), Toulouse, Brignoles y Montecarlo. Nadie en España pareció enterarse de la prueba, y eso que también la atravesaron los participantes ingleses que salieron desde Gibraltar. Marcel alcanzó su récord de velocidad en el tramo comprendido entre Sevilla y Madrid, logrando una media de 90 kilómetros por hora, y haciendo los 3.000 kilómetros del recorrido en 62 horas, comprendidas las muy escasas que pudieron disponer para dormir y alimentarse. Participaron 166 automóviles y Marcel pudo batir a sus contrincantes franceses sobre ‘Bugatti’, consiguiendo clasificarse y logrando traer a Santander la Copa del Automóvil Club lusitano. Quedó clasificado en el puesto 75 de los 103 que pudieron terminar, en la categoría de coches entre 2.000 y 3.000 centímetros cúbicos.

Incautado

Sobre un triciclo, sobre una bicicleta, sobre un automóvil o sobre un aeroplano, Marcel Jaurey siempre mantendría esa expresión de solemne serenidad que guardaba el convencimiento de poseer la máquina más fantástica que hubiera podido inventarse. Por eso lamentaría el triste destino de aquel ‘Delage’ cuando la guerra puso fin a los juegos de velocidad. Los automóviles fueron incautados y sometidos a todo tipo de servicios, manchadas sus tapicerías de barro, sangre y grasa, impregnadas con olor a pólvora y farmacopea, destrozados en los barrancos o en las cunetas, ametrallados o pintarrajeados y, finalmente, apilados en los cementerios mecánicos de chatarra, como el famoso ‘Delage’ de ocho cilindros de Marcel Jaurey que durante el percance bélico sufriría un accidente en el alto de Solares, causando la muerte de su conductor y de su ocupante. Así terminó aquella fantástica máquina que llevó al Principado de Mónaco al primer español en participar en el rally de Montecarlo.

domingo, 20 de noviembre de 2016

El último gol de Quique Setién

Después de tantos años, se me revuelve el estómago de racinguista igual que la primera vez que escribí sobre aquel gol.

Era el inicio de la temporada 1995-96, la primera en la que las victorias valían tres puntos. El Racing no había comenzado con buen pie, porque en el primer encuentro recibió cuatro goles del Athletic Club en San Mamés, y en el segundo, otros cuatro del Atlético de Madrid en El Sardinero. Así que en el tercero, en Gijón, los jugadores racinguistas, capitaneados por Quique, concentraron un decidido propósito de enmienda. Habían pasado escasos minutos cuando, un balón robado por Luis Fernández, se cruzó en el camino de Quique cerca de la media luna del área asturiana. Con la derecha, el santanderino empalmó un potente disparo raso que se coló rozando el poste derecho de Ablanedo. Fue un golazo. Era el primero que el Racing marcó aquella temporada, pero nadie pensó nunca que sería el último del carismático futbolista, aunque nunca pudo subir al marcador.

Redes de dudas

Después de que el balón entrara limpiamente en la portería, el colegiado, José Enrique Rubio Valdivieso, tras observar que ningún banderín se había alzado para denunciar algo que no había podido percibir, inició la carrera señalando el centro del campo. Había visto con sus propios ojos cómo el balón entró en la portería, así que su decisión no ofrecía dudas. Pero el guardameta había escuchado el impacto de aquel chut al estrellarse contra una valla publicitaria (“qué extraño”, pensaría), y después de levantarse de su fracasada estirada, fue a recuperar lentamente el balón que no estaba dentro, estaba fuera, evadido de unas redes que no se habían comprobado correctamente y que estaban mal ajustadas. Entonces, el portero asturiano tuvo la brillante idea de blocar el disparo de Quique reclamando la atención del linier, un colegiado gerundense llamado Caliano Lentijo que se creyó el cuento de hadas de Juan Carlos Ablanedo. Aquello creó un momento de confusión. Rubio Valdivieso comenzó a dudar. Quique descubrió que algo raro ocurría y persiguió al colegiado preguntando qué había pasado.

Desmentirse a sí mismo

No conozco en el fútbol que un árbitro se desmintiera a sí mismo, ni que renegara de sus propios sentidos, principal recurso para administrar la justicia deportiva. Rubio Valdivieso había visto el gol y lo había legalizado con su soplido. Pero cuando comprobó, alertado por las indicaciones de Ablanedo y de su linier, que el balón estaba fuera de la portería, se dejó llevar por las especulaciones fantásticas que reclamaban los sportinguistas. Cuando lo anuló, este árbitro, nacido en la localidad vallisoletana de Urones de Castroponce, entró en la historia maldita del fútbol, porque existen millares de errores arbitrales por cosas que no se ven, pero ninguno por cosas que ya vistas, dejan de creerse.

La indignación de espaldas

En aquella temporada, los árbitros esquilmaron al equipo cántabro en las primeras jornadas. En Santander, la indignación por la actuación de los árbitros invitó a los aficionados a salir a la calle para protestar. Recuerdo que en el siguiente partido, en la tarde del sábado, 23 de septiembre de 1995, el Racing jugaba contra el Sevilla C. F. en Santander. Los escandalosos errores del árbitro que no se creyó lo que había visto, fueron un resorte para los racinguistas que se sentían cargados de reproches contra los jueces de la competición. En el campo, cuando el colegiado Díaz Vega salió al terreno de juego, nadie le abucheó. Los espectadores se levantaron de sus asientos y mostraron sus espaldas a los representantes arbitrales. Los pocos aficionados que no lo hicieron, contemplaron una visión insólita en un campo de fútbol. El público, siempre de frente, renegaba ahora de su privilegio de espectador mostrando el desprecio de miles y miles de espaldas. El gesto de protesta fue silencioso hasta que se escuchó el pitido del inicio del partido. 

Después de tantos años, se me revuelve el estómago de racinguista igual que la primera vez que escribí sobre él. Fue el último gol de Quique Setién, un gol que continúa vagando por El Molinón, como alma en pena, esperando que alguien lo saque de centro.
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