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lunes, 19 de diciembre de 2016

El regate mágico del Rayo de la tasa

El delantero está completamente acorralado. Se ha refugiado en una de las esquinas del campo, acaso buscando la salida honrosa de provocar un córner. Dos defensas han levantado un muro del que parece imposible salir. Los espectadores saben que en unos instantes perderá el balón. Pero el delantero ha hecho algo extrañísimo. Encarándose a ambos rivales, ha envuelto y escondido la pelota por la parte posterior, ha provocado un salto rápido y nervioso que parece no conducir a ninguna parte y se ha colado entre ambos, yendo derecho hacia la portería. Los defensores no le persiguen. Han visto con sus propios ojos que el jugador se ha escapado sin el balón.

Es cierto. José Antonio Saro, uno de los jugadores del Rayo Cantabria de la temporada 1957-58, se ha escapado sin el balón, pero éste, venido del cielo, se ha pegado de nuevo a sus pies como un perro fiel a la llamada de su amo. Avanza unos metros con él, paralelo a la línea de meta y luego centra hacia atrás para que uno de sus compañeros marque un nuevo gol. Los dos defensores, inmóviles e incrédulos, se miran preguntándose qué ha pasado.

¿Que qué ha pasado? Para contestar a esa pregunta hay que remontarse a un José Antonio Saro con diez años, en el campo de Buenavista de Oviedo, observando cómo un jugador argentino llamado Sará elevaba por detrás la pelota por encima de su cabeza, haciéndola caer hacia delante. Aquel malabarismo se convirtió en un obsesionante reto. Fue un momento impactante de su infancia deportiva, porque desde aquel día, con una pelota de goma en sus pies, Saro se obsesionó con el regate impensable hasta que consiguió controlarlo.

Un equipo irrepetible

El Rayo Cantabria de la temporada 1957-58 no fue un conjunto campeón, pero cautivó a los públicos gracias a la calidad de su juego, alcanzando una fama que, salvando las distancias, podría compararse con la que obtuvo el Racing de la temporada 1949/50. Aquel Rayo, que obtuvo el tercer puesto del competitivo grupo de Tercera División cántabro-vizcaíno, fue el que practicó el fútbol más ofensivo y espectacular. El Baracaldo, que fue el campeón, marcó 69 goles en los treinta encuentros ligueros, pero el Rayo anotó 83, alcanzando una media de 2,76 goles por partido. José Antonio Saro, el autor de aquel regate tan espectacular, fue el máximo anotador del equipo con 19 goles, seguido de Larrinoa (17), Yosu (13), Julio Santamaría (10), Laureano (7), Zaballa (5), Miera (3), Gómez (2), Ruiz (1), Velasco (1), Gutiérrez (1), Cordero (1) y otros tres que se marcaron, a modo de desesperación ajena, en propia puerta. El club rayista desplegó a lo largo del campeonato una puntería excelente sobre la meta adversaria, y comenzó a acostumbrar al público de los Campos de Sport a goleadas que tenían como dígito mágico la tasa de cinco o más de cinco. Y así, en sus partidos de casa, el Rayo ganó 5-2 al C. D. Villosa, 7-2 al Deusto, 6-0 al Durango, 5-0 al Valmaseda, 5-0 al Portugalete, 9-1 al Padura, 5-1 al Galdácano y 6-0 al Naval. No era extraño que antes de los partidos los aficionados se saludaran enseñando abiertos los cinco dedos de la mano aludiendo a la tasa.

El Racing, una víctima más

La mordaz eficacia rematadora de aquel equipo filial no sólo lo sufrieron los equipos rivales. Hasta el mismo Racing tuvo que resignarse al desparpajo futbolístico de aquel joven Rayo de la tasa. Era habitual que el Rayo y el Racing jugaran, generalmente los jueves, un partido de entrenamiento para observar en acción a los jugadores de ambos equipos. Naturalmente, en aquellos partidos siempre ganaba el Racing. Pero en la temporada 1957-58 las cosas cambiaron. En la primera vez que se enfrentaron los dos equipos, el partido finalizó con la victoria rayista por 5-2. En principio, sólo fue una anécdota que no supuso más que comentarios jocosos entre los futbolistas. Sin embargo, a la semana siguiente, el Rayo volvió a ganar el partido por el mismo resultado. Los racinguistas dejaron de hacer bromas y se decidió no volver a disputar aquellos partidillos.

Jugadores inolvidables

Aquellos jugadores del Rayo de la tasa aún permanecen en la memoria de los viejos aficionados, y merecen que sus nombres y apellidos no se olviden tan fácilmente: Teodoro Hernando Martín, portero seguro, sobrio y con grandes condiciones físicas; Fermín Martínez Cobo, el otro guardameta que llegaría a jugar en el Real Madrid y que pudo haber sido una gran figura si hubiera tenido más decisión en las salidas; Joaquín Gómez Perullera, contundente defensa central con excelentes condiciones físicas; José Luis Bustillo Obregón, otro defensa central con gran facilidad para adaptarse a cualquier puesto; José Luis Herrero Bielva (Morito), lateral derecho técnico y rápido que siempre trataba de salir con el balón controlado; Laureano Ruiz Quevedo, el centrocampista de gran visión de juego que fue el armador del equipo; Alfredo Gutiérrez Sanfelices, rápido y capaz de intervenir en una gran zona del centro del campo; Francisco Fernández Larrinoa, delantero centro oportunista y peleón; Pedro Zaballa Barquín, el extremo derecho rápido y peligroso que llegaría a ser internacional absoluto con el C. F. Barcelona; Eugenio Ruiz, interior y media punta muy bullidor y con buena visión del juego; Carlos Velasco Casuso, interior o extremo, veloz y habilidoso; Julio Santamaría Mirones, delantero centro o interior de gran clase, con mucha sangre fría y gran habilidad para el remate; Manuel Salcines Corral (Chisco), lateral técnico que trataba muy bien a la pelota; Antonio Alonso Imaz (Tacoronte), defensa central corpulento y seguro, con muy buena colocación; Gregorio San Emeterio San Martín (Gorio), centrocampista de clase y buen pasador; José Ramón Cordero Fernández, extremo ambidiestro, luchador, rápido y habilidoso; Fernando Trío Zabala (Yosu), extremo y delantero centro muy hábil y con buena técnica, que además del Racing jugaría en el Valencia C. F. y en el Athletic Club de Bilbao; Vicente Miera Campos, centrocampista, con muchísima clase, de gran rendimiento, que tras jugar en el Racing pasaría al Real Madrid, donde actuaría de lateral, llegando a ser internacional absoluto y José Antonio Saro Palleiro, el jugador al que el balón, venido del cielo, se pegaba a sus pies como un perro fiel a la llamada de su amo, el jugador que por sus goles, por sus pases y sobre todo por su regate mágico, personifica la grandeza de aquel brillante Rayo de la tasa, el que dejaba a los defensores inmóviles, incrédulos y preguntándose qué había pasado.

lunes, 7 de noviembre de 2016

La aventura del C. D. Toluca


El campo del Regimiento de Infantería Valencia, el mismo que el escritor Manuel Arce cuidó con devoción durante su servicio militar en los años cuarenta, se llenó como nunca. Un equipo de Santander había cautivado la expectación de miles de aficionados que apenas encontraban acomodo en las escasas gradas que se levantaban en uno de los laterales, el que linda con la calle General Dávila. El resto tenía que acomodarse de pie, alrededor del terreno de juego, empujando al de al lado o poniéndose de puntillas para ver a aquellos grandes jugadores.

Aquellos astros del fútbol

Todos hablaban de ellos. Los más jóvenes, que eran los que menos conocían a aquellos astros del fútbol, se quedaban embobados cuando sus padres o tíos les explicaban quién era el gran Marquitos (Marcos Alonso Imaz), el santanderino ganador de cinco Copas de Europa con el Real Madrid, patriarca de una saga de futbolistas inmejorable que se había extendido a sus hermanos Alfredo, Antonio (‘Tacoronte’), Cilio y Joselín; ‘Pachín’ (Enrique Pérez Díaz), el más laureado de la saga familiar de los ‘Pachines’ de Torrelavega, que había debutado en la Real Sociedad Gimnástica de Torrelavega con su hermano Francisco y que sin haber jugado en el Racing, destacó en el Real Madrid, alcanzando la internacionalidad y logrando dos Copas de Europa; el madrileño Enrique Mateos, que como ‘Pachín’ había jugado en la Real Sociedad Gimnástica de Torrelavega, aunque Mateos lo hizo al final de su carrera deportiva, llegando a ser internacional cuando era jugador del Real Madrid, equipo con el que conquistaría cuatro Copas de Europa; Atienza II (Ángel Atienza Landeta), cuyo hermano mayor, Adolfo, también había jugado en el Real Madrid, aunque Ángel se retiraría muy pronto para dedicarse al arte, destacando sus murales en el metro de la capital de España; el canario ‘Pantaleón’, que en realidad tenía por nombre el de Manuel Quevedo Vernetta, otro futbolista que logró ganar una Copa de Europa con el Real Madrid pero que en honor a su hermano Pantaleón, famoso jugador de la U. D. Las Palmas y creador de la saga, llevaba su nombre; el navarro Félix Ruiz, otro futbolista veterano que como el resto había vestido la camiseta del Real Madrid, siendo internacional, aunque una lesión de clavícula le frenaría su carrera deportiva; el madrileño Pedro Casado, otro internacional que había defendido la camiseta madridista y el orensano Delfín Álvarez, un madridista más que también había jugado en el Granada C. F., Real Murcia y R. C. D. Español y que como todos ellos, habían respondido a la llamada de Marquitos para que se incorporaran a aquel modesto equipo de Tercera División: el Club Deportivo Toluca.

Cómo surgió el Toluca

¿Toluca? Aquel nombre sonaba muy montañés y enseguida encantó a los dos fundadores de este equipo allá por los años cincuenta del pasado siglo: Emilio Ruiz Alciturri (‘Uco’) y Antonio Alonso Imaz (‘Taco’). ‘Taco’ y ‘Uco’ contaban con un equipo infantil, el San Celedonio, que como tantos otros de la época se batían en los campos del Hogar y en Miramar, disputando el Torneo de los Barrios. ‘Taco’ había tenido la ocasión de conocer al famoso jugador astillerense, Nando García, por medio de su hermano Marquitos. García, que fue jugador del Racing y del F. C. Barcelona, logrando una gran celebridad en México, donde desarrolló la mayor parte de su carrera deportiva, llegó a ofrecer a ‘Taco’ la posibilidad de jugar al otro lado del océano, cosa que finalmente no aceptó. Pero la relación de García con los hermanos Marquitos continuó con la coincidencia de que el astillerense fue contratado en la temporada 1958-59 como entrenador del conjunto mexicano del C. D. Toluca. García, que siempre se mostró agradecido por el trato que Marquitos le dispensaba cuando visitaba Madrid, regaló a ‘Taco’ y a ‘Uco’ un equipaje con las camisetas de los diablos rojos mexicanos destinadas al humilde San Celedonio. Y aquello fue el detonante para que en 1959 el San Celedonio se presentara al Torneo los Barrios con el nombre del C. D. Toluca. Aquel primer equipo del Toluca llegaría a disputar la final del popular trofeo, perdiendo tres a uno frente al Callealtera. Los jugadores toluquistas que formaron aquel día fueron Torralbo; Peña, Moncho, Braulio; Casanueva, Fitos; José Luis, Pescador, Mariano, Román y Moneo.

En categoría nacional

Años después, en 1970, el C. D. Toluca santanderino ascendió a Tercera División y Uco Alciturri, presidente y entrenador, aceptó la idea de Marquitos (retirado y a punto de cumplir cuarenta años) para llamar a varios jugadores de su quinta que había conocido en el Real Madrid, con la idea de reforzar al equipo del Regimiento. Y el Toluca se convirtió en el club de las viejas glorias, en el club de los recuerdos de antaño, en el club donde la juventud y la veteranía se unían para ganar al adversario y escribir partidos de ensueño, donde el joven José Ramón Moncaleán actuaba como un ilustre guardameta curtido por los años y el veterano Marquitos se dejaba la piel en el campo, como si estuviera disputando una final de la Copa de Europa más.

El campo del Regimiento de Infantería Valencia, el mismo que el escritor Manuel Arce cuidó con devoción durante su servicio militar en los años cuarenta, se llenaría siempre para ver al C. D. Toluca. Ése fue el mérito de aquel equipo irrepetible, el mismo que cautivó la expectación de miles de aficionados que tuvieron que ponerse de puntillas para ver a aquellos grandes jugadores y que nos invitaron a viajar a través del tiempo contemplando un partido de fútbol.

domingo, 30 de octubre de 2016

Un futbolista llamado Miguel Hernández

En los senderos que una vida sensible sortea entre la escasez, el sufrimiento, el compromiso social y la tragedia, también hay momentos de evasión para jugar al fútbol, porque aquel gran poeta que murió en la cárcel de Alicante sin haber podido cumplir los treinta y dos años, también vivió en el centro del campo, repartiendo juego entre sus compañeros, abriendo ataques, cerrando ofensivas extrañas y componiendo himnos para su equipo, quizás teniendo en cuenta la frase de uno de sus grandes amigos, José María de Cossío, que escribía que “de un lado está la vida y de otra el juego, como de una parte está la naturaleza y de otra el arte”.

Fútbol en alpargatas

Quién lo iba a decir. Mientras los más importantes poetas españoles se estaban gestando en la Residencia de Estudiantes o haciendo homenajes a Góngora entre corbatas y condiciones sociales acomodadas, había uno de ellos que se dedicaba a cuidar cabras, a repartir su leche y a jugar al fútbol en alpargatas. Porque Miguel Hernández, el autor de ‘El rayo que no cesa’, era un consumado futbolista, aunque con lástima de llevarle la contraria a mi buen amigo, Carlos Bribián, que en su tiempo fue un aguerrido guardameta, el poeta de Orihuela no jugó en esa “visionaria” posición, sino en el centro del campo. Sus amigos dejaron testimonio de que jugaba bien y de que era fuerte y voluntarioso, pero algo lento, así que en un equipo donde todos los jugadores tenían mote, se quedó con ‘El Barbacha’, aludiendo a “la velocidad” de unos caracoles que solían abundar por aquellas tierras. 

Líder del equipo

Miguel no era un jugador más. En realidad era uno de sus líderes y fue quien le puso nombre al equipo, ‘La Repartiora’, porque entre la pobreza de aquellos chavales, todos repartían para compartir lo que tenían de comer y de beber después de cada partido. Jugaban contra Los Yanquees, formado por jóvenes de la burguesía oriolana, o El Iberia, cuyos jugadores eran chavales de la calle de la Acequia. Cuando después de una emocionante victoria, los jugadores de ‘La Repartiora’ decidieron que había que componer el himno del equipo, todos se fijaron en Miguel, que era el que más tiempo se entretenía leyendo entre sus cabras. Así que aquel equipo insignificante de los chavales de la calle de Arriba de Orihuela, tuvo el honor de contar con una canción cuya letra estuvo escrita por un gran poeta y que se entonaba con la música de una canción de Las Leandras, “Por la calle de Alcalá”, y que comenzaba: “Vencedora surgirá/ porque lo ha mandado el Pá,/ la terrible y colosal Repartiora./ Por las calles marchará/ y el buen vino beberá/ porque siempre victoriosa surgirá./ En la tasca habrá de ver/ la ilusión con que al vencer/ mostrará siempre en su cara lisonjera./ Todo el mundo la verá/ bulliciosa y descará”…

La elegía al guardameta

Pero la mejor jugada de Miguel Hernández la hizo desde su posición de espectador. En 1930, un año antes de su primer viaje a Madrid, además de jugar, Miguel solía ir a ver, con su amigo Efrén, los partidos del Orihuela C. F., que jugaba en categoría regional. En uno de esos partidos presenció cómo el guardameta local, Lolo Soler, al ir a despejar un balón, impactó su cabeza con el poste de la portería. Miguel, impresionado con la sangre, escribiría una hermosa “Elegía al guardameta”, digna competidora de la oda a Platko de Rafael Alberti, con versos como éstos:

“A los penaltys que tan bien parabas

acechando tu acierto,

nadie más que la red le pone trabas,

porque nadie ha cubierto

el sitio, vivo, que has dejado, muerto”.

Pero la imaginación es la gran licencia de la literatura. Lolo Soler no murió aquel día. Acaso Miguel no quiso parar el caudal de sensaciones de aquella visión y fantaseó con la trascendencia de la muerte. Qué paradoja. Años después, Lolo Soler también estaría en la prisión de Alicante y en 1993 recordó una triste realidad, muda y sin versos imaginarios, cuando formando en el patio, con el resto de los presos, vieron pasar el ataúd que se llevaba una vida sensible entre la escasez, el sufrimiento, el compromiso social y la tragedia que también vivió en el centro del campo, repartiendo juego entre sus compañeros, abriendo ataques, cerrando ofensivas extrañas y componiendo himnos para su equipo, quizás teniendo en cuenta la frase de uno de sus grandes amigos, José María de Cossío, que escribía que “de un lado está la vida y de otra el juego, como de una parte está la naturaleza y de otra el arte”.

sábado, 27 de agosto de 2016

El árbitro encañonado

José Gutiérrez Mier
Es 4 de noviembre de 1945, domingo de fútbol en Reinosa (Cantabria), en los campos de San Francisco. El partido está igualadísimo. Lo refleja el tres a tres del marcador. Puede ganar cualquiera de los dos equipos: el C. D. Naval o el Rayo Cantabria.

José Gutiérrez Mier, el árbitro, está llevando bien el encuentro. Sigue el juego de cerca, recorriendo la diagonal que mandan los cánones. Es un árbitro con experiencia y con prestigio. Ya ha actuado de linier en Primera División de la mano del colegiado Rafael García Fernández, y eso pesa entre los futbolistas. Sin duda es un árbitro con mucho futuro. Ha sabido aplicar a su autoridad las cuatro virtudes cardinales del juez deportivo: energía, valor cívico, honor y firmeza de carácter. Además, ha memorizado el decálogo propuesto por Fermín Sánchez, el primer árbitro de Cantabria, decálogo que enumera, mientras trota por el terreno de juego: Primero: “Piensa toda la semana que el domingo debes gastar tus energías físicas”. Segundo: “Refresca tu inteligencia con la lectura frecuente de las leyes del juego”. Tercero: “Procura amoldar tu vida privada a los dictados de una moral intachable”. Cuarto: “Con vista, agilidad y energía tus actuaciones serán admiradas”. Quinto: “Cuida, como de la tuya, de la integridad física de los jugadores”. Sexto: “El terreno de juego sea para ti campo donde reine la justicia”. Séptimo: “Frena los impulsos de tu carácter y deja que la serenidad presida tus fallos”. Octavo: “Huye de las discusiones dentro y fuera del campo, si quieres mantener tu autoridad”. Noveno: “Tu prestigio deportivo será el resultante de una conciencia pura, de un valor personal sin jactancia y del conocimiento perfecto de las leyes del juego”. Y décimo… 

El córner

En un ataque del Rayo ha pitado córner. Ha cambiado el trote por el paso rápido y se dirige hacia la zona del segundo palo. No se acuerda del décimo mandamiento arbitral, pero no importa. Le vendrá a la memoria en cualquier momento.

Cuando llega a la posición deseada, da tiempo al jugador para colocar la pelota en la esquina y echa un vistazo al grupo que se ha apelotonado en el área. Detrás de la portería, descubre la presencia, siempre tranquilizadora, de dos guardias civiles que velan por el orden público. Por un instante, se abstrae hipnotizado por los uniformes verdes, los tricornios y la sensación de seguridad que le producen los dos miembros de la benemérita. Pero debe prestar atención al juego, aunque sigue sin acordarse del décimo mandamiento arbitral.

El jugador rayista, Enrique Argos, ha sacado el córner y su golpeo ha dirigido el balón a media altura, hacia el primer poste. Dos jugadores, uno del C. D. Naval y otro del Rayo Cantabria, se han precipitado empujándose para llegar antes a conectar con la pelota, pero el rayista Timimi, obtiene la ventaja lanzándose en plancha, aunque un poco a destiempo. Por eso no ha podido resistir la tentación de dar un puñetazo al balón como gesto frustrante al no haber llegado a rematar con la cabeza. Pero la frustración se ha convertido en un inesperado éxito, al mandar la pelota dentro de la portería. Timimi se levanta convencido de que el sonido del silbato ha descubierto la infracción, por eso se extraña de que sus compañeros vayan a abrazarle efusivamente.

El guardia civil

Gutiérrez Mier no ha podido ver con claridad la jugada por el amontonamiento de defensas y delanteros. Ha concedido gol señalando el centro del campo, aunque los reinosanos están insistiendo demasiado en sus protestas y el público, en especial el situado detrás de la portería, le increpa ruidosa y despectivamente. Entre la nube de jugadores que le rodean reclamando mano del autor del gol, Gutiérrez Mier ha visto a un guardia civil, uno de los dos que estaba detrás de la portería, entrando en el terreno de juego y dirigiéndose hacia él, seguramente con la intención de protegerle de tanto revuelo. Cuando observa que ha desenfundado su arma reglamentaria, piensa que el representante de la ley está fuera de lugar, que es una exageración dispersar un tumulto deportivo de esa manera. Pero se equivoca. El punto de mira de la pistola tiene otro destino. El guardia extiende el brazo, le apunta al pecho mirándole a los ojos y le escupe:

- Ha sido una mano clarísima. O anulas el gol o te pego un tiro.

Gutiérrez Mier se ha quedado pálido. No ha podido articular palabra. Anula el gol y casi con marcialidad, señala la mano de Timimi que no ha visto. Los jugadores del Rayo no dicen ni pío. El público aplaude la rectificación y algunos aficionados felicitan al guardia civil.

- ¡Eso sí que es justicia, sí señor! 

Pero la justicia a veces tiene dos caras. Días después, la Federación Cántabra de Fútbol mandó repetir el partido que se jugó sin público, con los campos de San Francisco rodeados de guardia civiles. El Rayo se impuso 1-6 y logró ser campeón, ascendiendo a Tercera División. Por su parte, el guardia civil fue sancionado y destinado a Canarias.

Con más tranquilidad, ya en su casa, el colegiado encañonado abrió el libro ‘Cómo se hace un árbitro’, de Fermín Sánchez y encontró el mandamiento olvidado del decálogo: “La augusta misión que tienes que cumplir no debe admitir coacciones”.

- Siempre y cuando no te encañonen con una pistola, -apostillaría Gutiérrez Mier.

jueves, 25 de agosto de 2016

Platko y la fuerza de un poema

Platko, en el suelo, en el momento del impacto
Salir o no salir. Es el dilema eterno del guardameta, tan enigmático como la reflexión de Hamlet hablando con la calavera, pero con la dificultad de que no hay tiempo para la razón. Es el momento del instinto.

No recuerda haberlo decidido, pero se ha encontrado que todo su cuerpo se ha adelantado como impulsado por un misterioso resorte. Un delantero de blanco y azul se ha colado en el área en un despiste de su defensa y ha engatillado su pierna para el disparo. No puede permitirlo y se ha lanzado en un vuelo depredador hacia el balón. Y entonces sus defensas se convierten en manos que le sostienen, que le limpian y refrescan con agua, que se aglutinan robándole el aire… Se asusta descubriendo que está lejos de la portería, atendido en la banda, agobiado de dolor y de vendas que le cubren la frente… El impacto de la patada en la cabeza ha sido brutal. El árbitro ha parado el partido.

La final de Copa de 1928

En 1928, en la última edición en la que se presentaba como única referencia del mejor equipo de España (en febrero de 1929 comenzaría la primera Liga), la lucha por la Copa del Rey tuvo lugar en Santander con dos equipos finalistas, el F. C. Barcelona y la Real Sociedad de San Sebastián, que contribuyeron a crear un enorme clima de expectación, avivado por la rivalidad entre catalanes y vascos que en el campo se convirtió en una pelea con tintes épicos, durísima e igualadísima, hasta el extremo de que tuvieron que disputarse tres partidos para acabar con tanto empate.

No obstante haber sido la tercera y decisiva final la que inclinó la balanza a favor del Barcelona (3-1), fue la primera, la del 20 de mayo, la que se ganaría un lugar imborrable en la historia deportiva y lírica, gracias a la gran actuación del guardameta del conjunto catalán, Franz Platko, y a la inspiración de uno de los espectadores que presenciaron aquella hazaña, el poeta gaditano Rafael Alberti.

En una época donde el reglamento de fútbol no contemplaba los cambios, la lesión del portero era una situación muy delicada, aunque debajo de los palos se colocaría uno de los jugadores de campo del conjunto catalán, el interior Ángel Arocha. A pesar de las dificultades de jugar sin su guardameta, el F. C. Barcelona pudo dejar su portería a cero en la primera parte. Tras el descanso, se presentó en el campo sin Platko y el partido parecía haber marcado su rumbo a favor de los guipuzcoanos, más si tenemos en cuenta que a los pocos minutos, en una de las violentas entradas de los vascos, Samitier recibió una patada en la cara que le obligó a retirarse del terreno de juego. La situación era límite para el Barcelona, ya que los catalanes jugaban con nueve hombres, uno de ellos portero inexperto e improvisado.

En los vestuarios

No sabemos muy bien lo que pasó en los vestuarios de los viejos Campos de Sport cuando el malherido Platko vio entrar a Samitier, tan lesionado y pateado como él. Lo cierto es que con la lógica desaprobación de los médicos que le acababan de coser siete puntos de sutura, Platko se levantó para volver al no demasiado metafórico campo de batalla, cubierto con un voluminoso vendaje en la cabeza. Salir o no salir. Su equipo le necesitaba. No había tiempo para la razón. De nuevo era el momento del instinto.

El regreso de Platko al terreno de juego impresionó a los más de 15.000 espectadores que habían llenado El Sardinero. También a Alberti

“Fue la vuelta del viento…”
“…Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos y cabeza.
¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!”

Poco después, en uno de los avances dirigidos por Piera, el propio Samitier (que también había regresado al terreno de juego) culminó la jugada con un remate que supuso que “en el arco contrario el viento abrió una brecha”, la brecha del gol. Fue el momento álgido que elevaría al máximo la inspiración del poeta. Platko había resucitado a su equipo poniéndole por delante en el marcador.

El juego continuó con un aumento de la furia de los jugadores de la Real Sociedad que llegaron a arrollar a Platko nuevamente, pateándole en el área y arrancándole el vendaje de la cabeza

“...rubio Platko tronchado,
tigre ardiendo en la yerba de otro país…”

y finalmente, marcándole el gol del empate, obra de Mariscal. Se dio la circunstancia de que el bravo guardameta tuvo que jugar los últimos minutos con una boina para ajustar tanta venda rebelde y desordenada y protegerla así de la lluvia. Y de esa guisa, al acabar el partido y la prórroga, Platko salió a hombros de El Sardinero, no sabemos muy bien si como héroe, como herido o como ambas cosas:

“desmayada bandera en hombros por el campo…”

Son tan superlativas las manifestaciones de júbilo o de desesperanza en un campo de fútbol, como fugaces, inconsistentes, intrascendentes y variables, hasta que –no importa el motivo- un poeta se sienta en la tribuna y se estremece con una jugada o con un gesto. Entonces la emoción se escribe con mayúsculas, se llena de vida propia y jura entre renglones ser tan perdurable como la lluvia, el mar y el viento que la envolvieron. Por eso “Nadie se olvida, Platko, no, nadie, nadie, nadie…”

viernes, 12 de agosto de 2016

El heroísmo de un guardameta

Jesús Castro
Tiene 42 años y todavía está en forma. Corre por la playa como un chiquillo y de vez en cuando echa de menos el balón. Han pasado cerca de diez años desde que abandonó el fútbol profesional, todo por culpa de una maldita hernia discal. Fue una pena, porque en realidad se encontraba en un estupendo momento de su carrera deportiva, con una edad perfecta para que el tesoro de su experiencia comenzara a brillar. Nada menos que dieciséis temporadas defendiendo la portería de su único equipo, el Real Sporting de Gijón, y de ellas trece en Primera División. Qué tiempos tan buenos: los ascensos, el subcampeonato de Liga, las dos finales de la Copa del Rey… Siempre le acompañarán todos esos recuerdos, incluso ahora, en la playa, cerca de la desembocadura del río que separa Asturias de Cantabria.

De pronto, el recreo de los pensamientos se interrumpe. Unos gritos de socorro alertan todos sus sentidos. A la izquierda de la cala, un padre se desespera, frustrado y sin fuerzas, intentando rescatar en el agua a sus dos hijos de 7 y 9 años. Los tres corren peligro de ahogarse debido a los remolinos que forman las olas cuando sube la marea. No es algo nuevo para él, porque la semana pasada, en ese mismo lugar, tuvo que salvar a otros dos niños que arrastraba la corriente. Qué imprudencia. Parece que nadie hace caso de la bandera roja.

La carrera hacia la orilla

Como impulsado por un muelle, ha convertido el sosiego de los recuerdos futbolísticos en una renovación de la naturaleza intuitiva e intrépida del guardameta. Aspira una gran bocanada de aire, antes de iniciar la carrera hacia la orilla, y se arroja al mar con ese ímpetu que los porteros tienen cuando salen de su área, obligados por las circunstancias, conscientes de cargar con la responsabilidad, pendientes de la anticipación y alentados por la seguridad en sí mismos. Siempre son la última esperanza del equipo, los que no dudan nunca.

En la playa de Amió, en Pechón (Val de San Vicente), el guardameta ha cubierto con éxito su portería, ha sorteado las traidoras amenazas del revoltoso e imprevisible oleaje y ha logrado rescatar al padre y a los dos hijos.

- “... Y hasta las olas del mar/ entonan el alirón.” 

Pero el último esfuerzo ha consumido la energía del salvador. Su generosidad le ha dejado flotando indefenso en el capricho de las corrientes, y la mar se lo traga como aceptando un trueque fatal. Se marcha dejando su portería a cero, y las olas que acuden a recibir la muerte del Deva, en Tina Mayor, y luego se rinden besando el arenal, parece que susurran palabras y versos ya escritos que nadie oye.

- “¡Ay fiera! En tu jaulón medio de lino,/ se eliminó tu vida./ Nunca más, eficaz como un camino,/ harás una salida/ interrumpiendo el baile apolomida...”

Jesús Castro González (Oviedo, 1951-1993), hermano del que fuera gran delantero internacional, Quini, murió en la acción más noble y trascendente que puede imaginar y realizar un ser humano: arriesgar y ofrecer su vida por la de los demás.

Para evocar aquella acción heroica, y acaso para recordar la conveniencia de respetar y acatar las banderas que nos advierten del peligro, en Amió, con el símbolo de dos manos unidas fraternalmente, permanece una placa de metal que dice: “En recuerdo de Jesús Castro González. Un buen hombre, un buen deportista que dio generosamente su vida por la de otros en esta playa. La afición sportinguista. 26 de julio de 1993”.

jueves, 4 de agosto de 2016

El noble gesto de un caballero

Peru Zaballa
En el estadio Santiago Bernabéu, los setenta mil espectadores se han quedado mudos. Las sensaciones que han acumulado en unos segundos son nuevas para los aficionados que allí han acudido para ver el partido liguero contra el Club Deportivo Sabadell. Como una sola persona, han abucheado al árbitro cuando no se ha atrevido a pitar un penalti sobre Amancio, y han lamentado los dos disparos a la madera de un Fleitas poco afortunado en su puntería. Pero ahora, también como una sola persona, se han quedado sin palabras para responder a la escena que acaban de contemplar. Algunos se han frotado los ojos para comprobar si aquello ha sido un efecto óptico de las luces del campo recién encendidas.

Corre el calendario de 1969 y Peru Zaballa, ex jugador del Racing y del C. F. Barcelona, ya tiene 31 años. Le habían apodado ‘el Zorro de Dublín’ durante las eliminatorias de la Eurocopa de 1964, cuando marcó los dos goles que dieron la victoria a la selección española en el Dalymount Park de la capital irlandesa. Fue una victoria que colaboró para que la selección española llegara a la final, ganando a la U.R.S.S. (Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas) con el famoso gol de Marcelino. Ya han pasado algunos años. Ahora, algo más lento, y vestido con la camiseta del C. D. Sabadell, todavía tiene algo que enseñar. Ha lanzado con maestría una falta sobre la barrera madridista y el balón ha volado sobre el área. En su busca, con la energía que proporciona la decisión, acuden el delantero centro Palau, el defensa Espíldora y el guardameta Junquera. Los tres saltan, encontrándose en el aire, frustrados, porque el azar de sus impulsos ha provocado un choque brutal y un sonido seco que hiela la sangre. El portero ha caído al suelo con la cara ensangrentada. En el lance, la rodilla del defensa ha impactado contra su cara. Andrés Junquera ha quedado conmocionado e inconsciente, mientras que Espíldora grita de dolor. El público se ha impresionado con el choque, y los jugadores más cercanos a la jugada se sienten paralizados. Como si asustada hubiera querido regresar al origen de la jugada, la pelota se ha rendido a los pies de Zaballa ofreciendo el panorama más feliz para un delantero: la puerta vacía. Fue cuando el rumor de las gradas desapareció. Es un gol seguro que va a deshacer el empate a cero. El gesto técnico del jugador no va a fallar. Se ha llenado de la seguridad que atesora la experiencia y su pie acompaña la trayectoria de la pelota como marcan los cánones. 

Los setenta mil aficionados del Santiago Bernabéu continúan mudos al contemplar cómo se rompe la cadena de premisas que deduce el lógico desenlace del gol. El toque de Zaballa, enviando la pelota fuera, recuerda que la naturaleza humana está por encima del juego. No ha sido un fallo. Lo demuestra su inmediato interés por los heridos mientras los graderíos rompen el silencio con una estruendosa ovación dedicada al protagonista de la jugada más noble y deportiva que se ha visto nunca en un campo de fútbol.

-No sé si darle un premio o sancionarle -dijo después del partido el señor Rosson, presidente del C. D. Sabadell, que finalmente vio perder a su equipo.

Pero las dudas se disiparon tiempo después. Pedro Zaballa Barquín (Castro Urdiales, 1938-1997) fue premiado por la UNESCO como ejemplo de Juego Limpio (Fair Play). Recibió la distinción en París con la humildad de un gran deportista, afirmando que cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo. Pero yo no estaría tan seguro.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Bribián y la sabia mirada del guardameta

Carlos Bribián, en sus años de juventud
Ya ha cumplido los noventa, pero que nadie dude de su vitalidad. Me atreví a chutarle un balón en el jardín de su casa de Ontoria, e incluso quise disputárselo por alto en un córner imaginario, comprobando que Carlos Bribián Castro sigue manteniendo la posición. Las palabras (y algún codazo que otro) son sus mejores defensas para dejar su portería a cero. Afirma que ser guardameta le ha servido para contemplar la vida desde la mejor perspectiva, e insiste en citar a Albert Camus, (también guardameta en su juventud) para repetirme que “todo lo que sé de la moral y de las obligaciones del hombre se lo debo al fútbol”.

Fue un niño distinto. Cuando recibió un balón por primera vez, no quiso despejarlo de una patada, sino recogerlo con las manos. Fue un niño distinto porque quiso ser guardameta y porque muy pronto descubrió la importancia de observar para descubrir los secretos de la vida. Y un día subió al tren y se marchó lejos de su casa para prolongar su mirada jugando al fútbol.

Bribián defendió la portería de varios equipos como profesional. Jugó en el Real Murcia y su filial, el Imperial C. F. Tuvo la suerte de formar parte de la plantilla del Atlético Aviación (1944-45), aunque no pudo disputar ningún partido oficial. Bastante recompensa fue estar a las órdenes del gran Ricardo Zamora, legendario portero y entrenador de los atléticos, y alternar los ejercicios con jugadores de la talla de Germán o Aparicio. Continuó su trayectoria deportiva jugando en el F. C. Cartagena, en Segunda División, y luego en el C. D. Logroñés, C. D. Numancia, Burgos C. F., C. D. Naval y C. D. Calatayud, donde colgó las botas. Desde la atalaya de observación de su área aprendió a contemplar el juego desde la globalidad. Ninguna mirada de un futbolista puede abarcar tanto campo como la del portero, y la mirada de Bribián se hizo más y más ambiciosa.

El periodismo y la literatura

Logró terminar el bachillerato y durante su estancia en Soria, participó en un concurso de preguntas deportivas celebrado en un teatro de la ciudad. No sólo ganó el primer premio, sino que llegó a corregir en una de las respuestas al mismo presentador. Aquello le valió su primer contacto con el periodismo que supo alternarlo con la labor de entrenador, dirigiendo a varios equipos madrileños, como la Sociedad Recreativa Boetticher, con la que llegó a ser el entrenador más joven del país con 28 años, logrando el título de campeón de España de Aficionados. También dirigiría al C. D. Leganés, al R. C. D. Carabanchel y al Club Getafe Deportivo.

Sin embargo, el periodismo le reclamaría. Había comenzado a escribir en las páginas de ‘La Voz de Castilla’, ‘Nueva Rioja’, el ‘Pensamiento Navarro’, y ‘Arco y Regate’. En Madrid se le abrieron las puertas del diario ‘Marca’ y se atrevió con la literatura. Su primera novela, ‘Buck’, fue finalista del Premio Planeta (1959) y la segunda, ‘La Huída’, lo fue del Premio Café Gijón de Novela Breve (1960). También escribió ‘Llueve’ (1959) e ‘Isabel’ (1960).

Tras su exitosa experiencia literaria, en 1960 dio el gran paso como periodista y se instaló en la República Federal de Alemania (RFA) como corresponsal del diario ‘Marca’ hasta 1988, ocupándose inmediatamente después, y hasta 1992, de la corresponsalía de ‘As’ y la cadena SER en aquel país. Colaboró con la revista alemana ‘Kicher’ (1962-87), el periódico portugués ‘Record’ y la revista japonesa ‘Eleven-Football Magazin’. Fue redactor jefe de la edición de Europa de ‘7 Fechas’ (1962-1977), corresponsal en Bonn de ‘Pueblo’ (1974-1984) y de ‘ABC’ (1985-1989). En el periodo 1983-1986 firmó sus crónicas dominicales en ‘El Heraldo de Aragón’ y paralelamente, desde 1964 hasta 1987, fue responsable del área de deportes de la emisora ‘Deutsche Welle’ (La Voz de Alemania), la radio pública de la RFA.

Verdaderos méritos

Los verdaderos méritos no se cacarean. Incluso dicen que para vivir en paz, es más conveniente esconderlos en la tranquilidad de la modestia, abrigarlos en lo cotidiano y compartirlos en la intimidad de la amistad. Que me perdone por mostrarlos sin su permiso, porque he visto enmarcado en el salón de su casa la Cruz de Caballero de la Orden de Cisneros, el diploma olímpico a la información en los XX Juegos Olímpicos, la medalla de plata de la Unión de Periodistas Deportivos de España, el botón de plata de la ‘Verband Deutscher Sportjournalisten’, el Premio Antonino Pellón de la Cultura o el título de Hijo Predilecto de Binéfar.

Nunca le dio importancia al hecho de que ha sido enviado especial a cinco juegos olímpicos, cuatro mundiales de fútbol y varios campeonatos del mundo de otros deportes, y aunque es cierto que se recompensan más las apariencias que las propias virtudes, Bribián sigue contemplando su larga vida desde la mejor perspectiva, desde la sabia mirada del guardameta que todo lo que sabe de la moral y de las obligaciones del hombre se lo debe al fútbol. Por eso él sí que se merece la medalla de oro de la Real Orden del Mérito Deportivo.

martes, 26 de julio de 2016

El partido de héroes en la Antártida



Partido en el mar de Wedell, con el Endurance
atrapado por el hielo (Foto: Frank Hurley)
Fue un partido de héroes reales. En el lugar más apartado del planeta, el más inhóspito e inverosímil, alguien soltó un balón y se produjo el milagro. Dicen que el heroísmo es persistir un momento más cuando todo parece perdido, y aquellos hombres lo hicieron clavando palos en un mar helado, trazando líneas sobre el témpano y jugando el partido de fútbol más austral del que se haya tenido nunca noticias. La paciencia y la fe de aquellos jugadores fueron la clave de su proeza y supervivencia.

Todo empezó con un anuncio por palabras en el periódico: “Se buscan hombres para una dura travesía. Sueldos bajos. Frío intenso. Largos meses de completa oscuridad. Constante peligro. Dudoso retorno. Honor y reconocimiento en caso de éxito”. El anglo-irlandés Ernest Shackleton tuvo que responder a cerca de cinco mil personas, aunque sólo 28 de ellas fueron las elegidas.

Shackleton era un explorador con bastante experiencia. En enero de 1909, junto con tres compañeros, logró hacer una marcha que les condujo al punto más al sur que ningún hombre había alcanzado nunca, a unos 190 kilómetros del Polo Sur. Dos años después, el noruego Roald Amundsen alcanzó la gloria de conquistar el Polo Sur y Shackleton se obsesionó con el último reto que quedaba pendiente: cruzar el continente helado de punta a punta pasando a través del polo. El plan era desembarcar en Vahsel Bucht, en el mar de Wedell (frente a las costas argentinas y chilenas), y recorrer en trineos tirados por perros unos 2.880 kilómetros a través de la Antártida para acabar en el mar de Ross (frente a las costas de Nueva Zelanda), en la antigua base del Nimrod.

La aventura del Endurance

Partieron del puerto de Plymouth, rumbo a Buenos Aires, el 8 de agosto de 1914. Semanas después, con manifestaciones de júbilo, deseos de buena suerte y los acordes de “Dios salve al rey”, el barco Endurance salió de Buenos Aires hacia la Antártida. Todo iba según lo previsto hasta que después de meses de navegación, ralentizada por el hielo, el barco quedó atrapado en el gélido mar de Wedell, manteniéndose en una banquisa y derivando hacia el norte. Los 28 tripulantes confiaban en que la subida de las temperaturas pudiera liberarlo para reanudar la navegación hacia la costa, y en la larga espera surgió la organización de aquel partido.

Se jugó el 15 de febrero de 1915. Por la mañana, el carpintero Harry McNish trazó las líneas del campo, clavó las varas de las porterías y los banderines del córner y a las 16:00 horas comenzó un partido de once contra once. Todos participaron, menos el fotógrafo australiano Frank Hurley que se ocupó de tomar imágenes con sus cámaras. Además de las fotos, las anotaciones en los diarios personales de varios de los jugadores quedaron como testimonio de aquel partido: “A las cuatro jugamos un magnífico partido de fútbol”, escribió Reginald James, “un equipo llevaba banda roja en el brazo, el otro blanca…/… 1-1, pero en la segunda mitad los rojos marcaron el gol de la victoria”. Frank Worsley, el capitán del barco, era uno de los porteros. El árbitro fue el cirujano escocés Alexander Mcklin, “quien, aunque es uno de nuestros mejores jugadores, no pudo jugar porque uno de los perros lo mordió en un ojo cuando estaba separando a dos que se peleaban”.

Aislados más de dos años

La espera de aquellos improvisados futbolistas se hizo eterna, porque quedaron aislados más de dos años. La presión del hielo sobre el casquete rompería y hundiría la embarcación, así que acamparon provistos de escasos víveres, trineos, perros y botes salvavidas. Fracasaron al intentar llegar a tierra firme a través del hielo, hasta que Shackleton, al ver que la banquisa se rompía, ordenó embarcar en los botes y poner proa a la tierra más cercana. Después de cinco angustiosos días en el agua, los expedicionarios llegaron exhaustos a la isla Elefante, a más de 550 kilómetros del lugar en que se hundió el Endurance. Pero no estaban a salvo. La isla era un paraje desierto, alejado de cualquier ruta marítima, y la desnutrición y el frío amenazaban la vida de todos los miembros de la expedición. Así que Shackleton, con cinco compañeros, decidió arriesgarse y emprender un viaje de casi 1.300 kilómetros en bote abierto hasta las estaciones balleneras de las islas Georgias del Sur. Partieron el 24 de abril de 1916, y tras sufrir innumerables obstáculos en su travesía, llegaron hambrientos, extenuados y consumidos a la estación ballenera de Stromness, el 20 de mayo. Aún hubo que sortear graves impedimentos para rescatar a sus hombres de la isla Elefante, lo que Shackleton conseguiría el 30 de agosto de 1916.

Fue una aventura de héroes reales. En el lugar más apartado del planeta, el más inhóspito e inverosímil, alguien soltó un balón y se produjo el milagro. Dicen que el heroísmo es persistir un momento más cuando todo parece perdido, y aquellos hombres lo hicieron jugando un partido de fútbol. Así enriquecieron su espera y la firme esperanza en un hombre que fracasó en su objetivo de cruzar la Antártida, pero cuya habilidad y liderazgo sirvieron para mantener vivos a todos los miembros de su equipo.

martes, 19 de julio de 2016

El fútbol descalzo del paraíso

Es el lugar donde nacen y mueren los futbolistas de Santander. Las olas allanan su terreno de juego, las mareas deciden su anchura y los montículos de arena forman las porterías. En este juego a la orilla del mar, la naturaleza exige jugar como Dios creó al hombre, a su imagen y semejanza, persiguiendo la equidad esférica de aire con los pies descalzos, desnudos e iguales, uniformados en la sencillez y despojados de cualquier protección para el sufrimiento. Porque el contacto con la pelota debe ser una caricia, no un castigo.

Nunca la playa está tan hermosa como cuando por las mañanas, en la bajamar, se instalan decenas de arquitecturas -puertas abiertas desde las que se trazan líneas paralelas y perpendiculares- y se pueblan de alevines de futbolistas o de veteranos que no se resignan a perder la juventud. 

Rafael Sanz Fraile nació en 1910, cuando los pioneros del fútbol en Santander jugaban en los Arenales de Maliaño, los mismos que Gerardo Diego rellenó con la arena de sus versos alrededor de un balón de fútbol. Con 15 años jugaba en el Aring de Miranda, un equipo de amigos de su barrio donde actuaba de portero. En 1926, con otros amigos, cambiaron el nombre del Aring por el del Rayo Sport Miranda, y muy pronto su iniciativa, madurez y seriedad le convirtieron en el principal líder del equipo, siendo su presidente desde 1928, cuando el Rayo se formalizó participando en su primera competición de importancia: El Campeonato Infantil de El Cantábrico.

El Rayo Cantabria y sus grandes jugadores

Entre la multitud de entusiastas y románticos que dedicaron sus vidas al fomento del fútbol en Cantabria, es imposible encontrar a un hombre que destaque tanto como Rafael Sanz, creador y alma del Rayo Cantabria. Su amor por el Racing, que mantuvo siempre como referencia última de todos sus jugadores, fue tan desprendido que en 1950 cedió la presidencia y dejó a su equipo “en las buenas manos” del Racing, que lo adoptó como club filial, convirtiéndole en el más fructífero vivero de jugadores para el primer equipo. Sólo hay que recordar el amplio repertorio con el que se enriqueció la plantilla racinguista: Joven, Germán, Zamoruca, Marquitos, Gento, Miera, Zaballa, Santamaría, Abel, Alba, Francisco Javier Aguilar, Camus, Cantudo, José Ceballos, Chiri, Manolo Díaz, Esteban Torre, Fermín, Geli, Gelucho, Lolo Gómez, Juan Carlos Pérez, Juan Carlos García, Liaño, Moncaleán, Moro, Pacheco, Pardo, Preciado, los hermanos Roncal, Santi, Sañudo, Saras, Sebas, Somarriba, Trueba, Víctor Diego, Villita, Nando Yosu, Isidro, Álvaro, Munitis…

El Torneo Los Barrios

Pero la creación del Rayo y su valiosa donación al Racing no fue la única aportación al fútbol de Rafael Sanz. También fue precursor de otras importantes actividades que sin duda fomentaron el desarrollo deportivo entre los jóvenes en una época tan delicada como la posguerra. En 1946, en colaboración con los órganos federativos y el diario Alerta, puso en marcha el I Torneo Los Barrios, una competición para menores no federados que tuvo una gran acogida, siendo catalizador de descubrimientos de grandes futbolistas.

Y como complemento para extender la edad de los jugadores a la competición, descubrió el fútbol del paraíso. Fue en San Sebastián, contemplando cómo en la playa de La Concha multitud de futbolistas veteranos disputaban partidos. Jugar en la playa fue algo que pudo llevarse a cabo gracias a la aparición de los balones de plástico. ¿Por qué no hacerlo en El Sardinero con los chavales entre 12 y 15 años que no podían jugar el Torneo Los Barrios?

El Campeonato de Fútbol Infantl Playero

Y una vez más, siguiendo la vocación de ayudar siempre a la cantera, en 1951 se puso en marcha, con la autorización del Frente de Juventudes y la colaboración de la Peña Óscar, el I Campeonato de Fútbol Infantil Playero, Trofeo ‘Rafael Sanz’.

Las playas de El Sardinero fueron un paraje ideal para la formación futbolística de los más pequeños. Fue un éxito que aún perdura y que años después también se extendería a los jugadores veteranos. Con el apoyo de la Peña Óscar, Rafael Sanz, vinculado a una familia de grandes pintores y dibujantes, también organizaría concursos infantiles de carteles para el campeonato playero, además de un cross infantil que se celebraba en la misma playa de El Sardinero.

Nunca la playa está tan hermosa como cuando por las mañanas, en la bajamar, se instalan decenas de arquitecturas -puertas abiertas desde las que se trazan líneas paralelas y perpendiculares- y se puebla de alevines de futbolistas o de veteranos que no se resignan a perder la juventud. Allí nacen y mueren los futbolistas de Santander, a la orilla del mar, entre olas, atracción de mareas y arena mojada, con los pies descalzos, desnudos e iguales, uniformados en la sencillez y despojados de cualquier protección para el sufrimiento. Porque el contacto con la pelota debe ser una caricia, no un castigo. Así es el fútbol del paraíso que Rafael Sanz legó al deporte de la ciudad.

domingo, 17 de julio de 2016

Balones de guerra y paz


Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto genera pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol.

El capitán Wilfred Percy Neville, un joven inglés de 22 años que había sido ‘suportter’ del Everton F. C., había preparado a sus hombres para ese gran momento de correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. Tomó con sus manos uno de los balones de fútbol reglamentario que había comprado en Londres, y con un potente chut, comenzó a escribir la victoria de una batalla. Y todos saltaron enloquecidos tras el balón, mientras sonaban los disparos, las ráfagas de las ametralladoras y los secos y terribles cañonazos de los alemanes.

El capitán terminó destrozado por un proyectil y sus restos se esparcieron por un campo sembrado de cadáveres. Pero él y su balón se convirtieron en símbolos de heroísmo. Los aliados ganaron una de las batallas más largas y sangrientas de la historia de las guerras, la batalla de Somme, donde hubo un millón de muertos por ambos bandos. Dos de los cuatro balones adquiridos por el capitán Neville, aún se conservan en museos militares británicos.

La Nochebuena de 1914

Pero no todos los balones tuvieron la misma suerte. En la Nochebuena de 1914, también en el frente occidental de la Gran Guerra, los soldados prefirieron dar la espalda a la heroicidad convencional. El alto mando alemán, por iniciativa del káiser Guillermo II, hizo llegar al frente árboles y luces de Navidad para levantar la moral de su ejército. Con los abetos llegaron raciones de pan, alcohol, tabaco y salchichas. De esta manera, la línea de trincheras alemana apareció iluminada cuando vino la noche y sus soldados comenzaron a cantar villancicos. Los británicos y franceses, atónitos ante lo que estaban viendo y escuchando, no resistieron la tentación de dejarse llevar por las melodías, entre ellas la popular ‘Noche de paz”, y respondieron uniéndose a los cánticos en su propio idioma.

Dicen que fueron los alemanes los que llevaron la iniciativa de aquel gesto espontáneo que pasaría a conocerse como la Tregua de Navidad, y que se extendió por varios lugares donde los enemigos mantenían escasa distancia entre sí, llegando a compartir comida, bebida, tabaco e incluso fotografías familiares. Y en varios de esos lugares, la aparición de un balón proporcionó la oportunidad de disputar uno de los partidos de fútbol más bellos que se haya jugado nunca. Incluso en uno de ellos, se supo que los alemanes ganaron tres a dos a los aliados. 

Pero ninguno de aquellos balones se guardaría en los museos. Las noticias de aquel revolucionario impulso de paz, no fueron bien recibidas por los altos mandos de ninguno de los ejércitos, y mucho menos aquel partido de fútbol más que amistoso. Se confiscaron buena parte de las fotografías y cartas que hablaban de ello, aunque el famoso ‘Daily Mirror’ publicaría la noticia en primera página. Se prohibió tajantemente mantener relaciones con el enemigo que no fueran los disparos, y por parte francesa, se llegaron a fusilar a varios participantes de aquella tregua.

Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto continua generando pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol en Navidad. Es cuestión de jugar con balones de guerra o balones de paz.
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