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jueves, 1 de marzo de 2018

Kubala, un refugiado del Hungaria


Llegó a Santander a finales de junio de 1950. El Hungaria, un equipo huérfano, sin campo ni socios; un equipo nómada, sin rumbo y sin partidos oficiales, se había convertido en un refugio de libertad para unos futbolistas huidos del telón de acero. Cuando pisaron los Campos de Sport para mostrar su enorme talento y calidad, un jugador racinguista, Jorge Nemes, les recibió emocionado y comenzó a abrazarlos. Eran sus compatriotas, entre ellos Ladislao Kubala, quien se instalaría en España para convertirse en uno de los jugadores más sobresalientes de la época.

Una humilde familia

Ladislao Kubala Stecz nació en Budapest en 1927 en el seno de una humilde familia eslovaca. Su padre, Pablo, era albañil y había sido futbolista profesional, mientras su madre, Ana, trabajaba en una fábrica de cartón. Comenzó a jugar en el Ganz y con 17 años le fichó el Ferencvaros. Con esa temprana edad debutó en la selección nacional húngara. Luego marchó a Checoslovaquia a jugar con el Bratislava, dándose el caso de que llegó a ser internacional de nuevo, pero en la selección nacional checoslovaca. Poco después regresó a Hungría a jugar en el Vasas de Budapest. Kubala, como muchos otros futbolistas oprimidos por la dictadura soviética, no podía fichar por equipos occidentales para abrirse camino en su profesión. Prisionero en los campeonatos del comunismo, la obligatoriedad del servicio militar fue el motivo que le impulsó a tomar la decisión que marcaría su destino.

Con el disfraz de soldado ruso

Jugándose la vida, huyó a Austria en un camión con matrícula falsa, disfrazado de soldado ruso. De allí pasó a Italia, donde estuvo a punto de fichar por el Torino, pero finalmente lo hizo en el Pro Patria, librándose así de la muerte, ya que a última hora no viajó en el avión que regresaba de Lisboa y que se estrelló en Superga, acabando con la vida de todos los futbolistas del “Torino Grande”. Aunque en Italia gozaba de libertad como refugiado político, la FIFA les impuso el castigo de un año sin poder jugar partidos oficiales ante la denuncia de la Federación húngara. Fue cuando hablando con su cuñado y mentor, Fernando Daucik, entonces entrenador de fútbol, ambos encontraron la fórmula para poder jugar partidos en Europa Occidental sin romper la disciplina de la FIFA, creando un equipo de exiliados que se llamó Hungaria, término latino de su país de origen que también daba nombre a un poema sinfónico de Franz List. Era el verano de 1949.

La gira del Hungaria

La gira por España del Hungaria, tras recorrer Madrid y La Coruña, se detuvo en los Campos de Sport el 29 de junio de 1950. El equipo racinguista, el famoso que logró el regreso a Primera, celebraba con este partido el cierre final de su brillante temporada. Antes del encuentro, el capitán racinguista, Felipe, recibiría de los federativos la Copa de Campeón de Segunda División.  El primer tiempo terminó con la victoria local por dos a cero, tantos marcados por Mariano y Alsúa. En la segunda parte, los húngaros acortaron distancias con un gol de Tuberky, pero Pin marcó el tercero a pase de Alsúa. Echeveste, a pase de Madrazo, marcaría el cuarto tanto racinguista. Finalmente, el joven Ladislao Kubala anotaría el segundo gol húngaro, estableciendo el definitivo cuatro a dos.

Rumbo a Barcelona

Pocos días después, Kubala partiría hacia Barcelona para jugar contra el R. C. D. Español. El secretario técnico del C. F. Barcelona, José Samitier, no le dejaría marcharse a ningún otro lugar, y allí se quedaron sus grandes condiciones físicas, sus desmarques, sus prodigiosos regates, su gran dominio de la pelota y sus eficaces tiros a gol. Y con este club conseguiría cuatro títulos de Liga, cinco de Copa y dos Copas de Feria, marcando una época en el club catalán.

El Hungaria, un equipo huérfano, sin campo ni socios; un equipo nómada, sin rumbo y sin partidos oficiales, tenía el mayor patrimonio del mundo, sus futbolistas huidos del telón de acero y amantes de la libertad. Entre ellos, Ladislao Kubala. Dicen que junto al madridista Alfredo Di Stéfano, obligaron a sus respectivos clubes a construir o ampliar sus estadios para dar cabida a tanta gente que quería verlos jugar. Los dos marcarían una etapa brillante del fútbol español.

martes, 5 de diciembre de 2017

Los primeros pasos de la quiniela

Desde el centro de la ciudad, varios jóvenes y menos jóvenes suben a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel que ojean de vez en cuando meciéndose el cabello o acariciándose la barbilla. La mayoría son muchachos de diversos oficios, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles. Todos llevan los ojos encendidos por la ilusión, camino de una humilde taberna llamada “La Callealtera”. Allí entregan el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les sean propicios. Saben que la esfera del balón tendrá el domingo la última palabra para cambiar sus fortunas.

En torno a la mesa de una taberna

Aquel día, 15 de febrero de 1931, Francisco Peral reunió en la mesa de la taberna 2.690 papeletas de su particular “bolsa de fútbol”. Todo había empezado dos años antes como un entretenimiento para animar la emoción del recién creado campeonato nacional de Liga. En los primeros partidos de 1929, Peral y unos pocos amigos se jugaban el café de los domingos calculando los ganadores de cada encuentro. Pero jornada a jornada se incorporaron más conocidos hasta llegar a treinta. Fue entonces cuando Peral, contable de una casa de comercio, comenzó a idear de forma más seria las apuestas, acordando hacer una recaudación que se entregaría a quien se aproximara más al acierto. Al final de temporada, fueron aumentando los jugadores que llegaron al centenar, con los consiguientes problemas para escrutar los resultados.

Sin sospechas de amaño

Hasta que se le ocurrió organizar un sistema de puntuación en función de los goles marcados por cada equipo y de los pronósticos de cada partido, en base a un reglamento establecido que todos conocían y podían interpretar. El hecho de que las apuestas se liberaran de cualquier sospecha de amaño, fue la clave del éxito. En la siguiente temporada comenzaron con 150 apostantes en la primera jornada que subirían hasta llegar a los 2.690. La idea de Francisco Peral fue seguida por otros establecimientos y los apostantes se multiplicarían por varios bares santanderinos, como “El Progreso” o el “Bar Montañés”. Aquellas quinielas trataban de acertar los resultados exactos de cinco partidos de Primera División, entre los que siempre se incluía al Racing.

La beneficencia

Años más tarde, en 1945, Francisco Peral puso su experiencia y la idea de su bolsa de fútbol a disposición de los hermanos de San Juan de Dios para recaudar fondos a beneficio del hospital de Santa Clotilde, creándose lo que se llamaría quiniela de San Clotilde. Ésa sería la clave para abrir el camino de la quiniela tal y como la conocemos en la actualidad: la beneficencia. Porque el régimen de Franco no era partidario del juego, excepto de la lotería nacional y de los sorteos impulsados por entidades benéficas. Por eso no era fácil legalizar las apuestas que alrededor del fútbol aún se mantenían en España. Sin embargo fue el periodista de ‘Informaciones’, Julio Cueto, quien planteó la quiniela como una propuesta altruista que destinaría parte de la recaudación a la beneficencia, y con ayuda del general Fernando Roldán, entonces director del Departamento de Timbres y Monopolios del Estado, se pudo convencer a las autoridades.

El nacimiento del Patronato

El 12 de abril de 1946 apareció en el Boletín Oficial del Estado el decreto ley por el que se creaba el Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas. La primera quiniela legalizada y de carácter nacional surgió en la temporada 1946-47, y el sistema de pronósticos se basaba en acertar los goles de cada uno de los siete partidos de Primera División. Pero fue en la temporada 1947-48 cuando Pablo Hernández Coronado, nombrado rector del Patronato, aplicó las apuestas con el conocido sistema del 1-X-2, incrementándose en premios el 55 por ciento de las recaudaciones y añadiendo los siete partidos de Segunda División para configurar la popular quiniela de catorce.

El Racing, sumido aquella temporada en el grupo segundo de la Tercera División, no pudo incluirse en la primera quiniela del 1-X-2, pero sí tuvo su protagonismo con aquella inspiración callealtera que guiaba a los muchachos de oficio, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles a subir a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel con los ojos encendidos por la ilusión. Y todos entregaban a Francisco Peral el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les fueran propicios. Desde entonces, cada domingo, la esfera del balón sigue teniendo la última palabra para cambiar la fortuna.

lunes, 20 de noviembre de 2017

El señor de los árbitros

El silbato negro de balaquita sonó tres veces seguidas. El último toque fue un poco más largo, como surgido de la expiración que supone el final de la vida. Es así como mueren los partidos de fútbol, presentados ante el juicio final de un resultado inamovible. Pero aquel último aliento del partido también fue el último de una carrera deportiva escasamente reconocida, pero excepcional. Su mayor mérito fue que nadie habló de él en aquella crónica. Todo se centró en Ricardo Gallego levantando el trofeo de campeón, en el exquisito y tempranero gol de Rafael Gordillo picando la pelota o en la despedida definitiva de futbolistas como Camacho o Maceda. Fue un partido limpio y fácil (él lo hacía fácil), donde sólo mostró dos tarjetas amarillas, una a Emilio Butragueño, del Real Madrid, y la otra a Fernando Hierro, entonces jugador del Real Valladolid. Después del último soplido, recogió el balón, felicitó a sus linieres y se marchó discreto a los vestuarios mientras el delirio de los jugadores y de los aficionados del Real Madrid, teñían de blanco el estadio Vicente Calderón tras la final de la Copa del Rey. Ocurrió el 30 de junio de 1989.

La vocación de la justicia

Victoriano Sánchez Arminio (Santander, 26 de junio de 1942), no fue un niño como los demás. Jugó a fútbol en el colegio, como todos, pero pronto descubrió su vocación de impartir justicia entre el descontrol de patadas infantiles del patio de recreo. Así que a los quince años, cuando todos soñaban en ser delanteros, Victoriano cogió un silbato y se vistió de madurez. Con paciencia y seriedad, se fue labrando ese camino lento, seguro y silencioso que garantiza el éxito. Su primera actuación como árbitro principal en un partido de categoría nacional, fue en 1967. En la siguiente temporada, ya era árbitro de Segunda División, categoría en la que se mantuvo seis campañas. En la temporada 1976-77, logró dar el salto a la Primera División, donde dirigió 149 partidos, debutando en el que disputó el Málaga C. F. contra la U. D. Salamanca. Un año después, obtuvo la escarapela de la FIFA y dirigió partidos en el Mundial de España (1982) y México (1986), en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984) y en la Eurocopa de 1984.

Ser árbitro no es nada fácil, al menos ser un buen árbitro. Marcar un gol a veces es más sencillo que apreciar con exactitud los movimientos de los jugadores e interpretar sus acciones. Así lo reconoció José María de Cossío, aquel intelectual comprometido con el Racing que afirmaría que “el oficio de árbitro de fútbol tiene del juego, todas las difíciles cualidades de la improvisación, de la rapidez en la visión, del conocimiento de todo el mecanismo técnico y reglamentario, de la decisión para el juicio inmediato, hasta de las condiciones físicas para seguir el juego con ilusión y sin fatiga; en una palabra, las mismas cualidades del practicante del juego”. Cossío también añadiría otras cualidades inherentes a los buenos árbitros de fútbol: “las virtudes cardinales, cimiento del carácter, que es imposible expresar mejor que con las palabras que aprendimos en el catecismo de la doctrina cristiana…”

El homenaje de El Sardinero

Y así, con la “prudencia, fortaleza, justicia y templanza”, acostumbrado a ser garantía, amenaza y descarga de todo tipo de frustraciones, Sánchez Arminio recorrió en el campo más kilómetros que cualquier futbolista. Sin números a su espalda, nunca pateó un balón ni recibió ovaciones de un público acostumbrado a increparle con sus dos apellidos y a convertirle en chivo expiatorio de las derrotas de su equipo, hasta que un día, en el campo municipal de El Sardinero, alguien se acordó de él y miles de palmas incendiaron la explosión de un reconocimiento, ofreciéndole la posibilidad, después de treinta años, de tocar el balón como un futbolista. Fue el 9 de agosto de 1989, dos meses después de su retirada, cuando realizó el saque de honor del partido amistoso entre el Racing y el Real Madrid que sirvió para su homenaje.

Entre todos los árbitros de Cantabria, Sánchez Arminio atesora el más apreciado palmarés, y han sido varios los que, por ejemplo, lograron arbitrar una final de Copa, como Fermín Sánchez González (1924), Rafael García Fernández (1953) o más recientemente, Alfonso Pérez Burrul (2005). Pero Victoriano tuvo ese honor en tres ocasiones (1982, 1986 y 1989) y en 1993, se convirtió en el responsable del más alto estamento arbitral en España. En su casa, seguramente aún conserve una reproducción de la histórica carabela de Juan de la Cosa, la ‘Santa María’, con una leyenda donde se resalta “su ejemplar y brillante trayectoria como árbitro internacional de fútbol y modelo de comportamiento y nobleza de su tierra cántabra” que Cantabria dedicó al señor de los árbitros.

miércoles, 25 de octubre de 2017

José María de Cossío y García Lorca, en el campo de fútbol

La emoción colectiva nos hace autómatas. Todo por culpa de ese contagio que se transmite como la electricidad al sumergirnos en el gentío, convirtiéndonos en una diminuta parte de un todo incontrolable. Entonces somos enfermos solidarios, capaces de sincronizar nuestros gestos, nuestras acciones y, si no fuera porque la infección los diluye, hasta nuestros pensamientos. Y en cuanto el balón entra en la portería rival, los brazos se alzan, las piernas saltan, los ojos parecen salirse de su órbita y las bocas gritan al unísono la misma palabra. Es igual la raza, la religión, la clase social o cualquier otra condición de la naturaleza humana: ¡Gol!

En el Metropolitano de Madrid

A José María de Cossío le gustaba compartir esa emoción colectiva. Acaso por eso fue un asiduo erudito de los dos espectáculos de masas más importantes de la España del siglo XX: el fútbol y los toros. Amante de la vida social y del carácter lúdico de la vida, Cossío fue sabio introductor de los placeres del fútbol entre los poetas de la generación del 27. De todos es conocida su influencia para que Rafael Alberti se quedara con la boca abierta admirando el arrojo de Platko en los Campos de Sport, pero casi anónima es la presencia de Cossío y Federico García Lorca en el estadio metropolitano de Madrid para ver un partido de la selección española de fútbol donde actuaba el racinguista Fernando García.

En uno de sus artículos publicado en ABC con el título “El tema taurino y la Generación del 27”, y que ha llegado a mis manos gracias a Rafael Gómez, se recoge esta sabrosa anécdota futbolística con un García Lorca del que sólo se conocía su afición al tenis:

“... recuerdo que en una tarde de no hay billetes pretendía, conmigo y otros amigos, penetrar en un campo de fútbol. Detuviéronle los porteros encargados de ellos y Federico, con una imponente dignidad, le preguntó al portero: “¿Usted no me conoce?”. El portero se encogió de hombros dando a entender que no le conocía; y entonces, echándole un decisivo valor al asunto, dijo muy dignamente: “Yo soy Samitier”. A lo que el portero tuvo una reacción valiente y le dijo: “Usted lo que es, es un sinvergüenza.” Intervenimos todos y, naturalmente, pasamos”.

El diario de Cossío

La localización y la fecha de esta anécdota, se rescata en el diario personal de José María de Cossío. En los renglones dedicados al 8 de enero de 1936, en Madrid, Cossío apunta: “Partido de seleccionados contra un equipo checo... Encuentro en el partido con Federico García Lorca”. Entonces José María y Federico ya estaban hermanados por la amistad. El de Tudanca había estado presente en las representaciones de Fuenteovejuna que la compañía de teatro de Lorca, ‘La Barraca’, había ofrecido durante los cursos de la Universidad Internacional de Verano de Santander que organizaba la Sociedad Menéndez Pelayo, y en donde Cossío había sido profesor, recibiendo de la compañía el entrañable título de “barraquito honorario”, nombramiento que permitía entender la vida de los faranduleros y sus bromas llenas de ingenio y vivacidad, como la que nos ha recordado Benito Madariaga cuando García Lorca, invitado en Tudanca por Cossío, se subió a un árbol y a gritos comenzó a recitar una escena de teatro. Quizás fue lo que García Lorca intentó hacer aquella futbolística tarde de enero, interpretar una nueva obra de teatro.


La selección de España contra el S. K. Zidenice

El partido de fútbol que se disputó aquel día, miércoles, en la capital de España, ofrecía como atracción ver a la selección nacional que tenía que enfrentarse a Austria once días después, y jugaba uno de sus partidos de preparación contra el S.K. Zidenice de Brno. El partido, que finalmente García Lorca pudo presenciar gracias a la influencia que D. José María ya tenía en las esferas futbolísticas (Cossío era entonces presidente del Racing y había sido delegado federativo de la misma selección nacional), se jugó a las tres y cuarto de la tarde en el estadio Metropolitano, situado cerca de la barriada madrileña de Cuatro Caminos. García Lorca, con su arrebatadora estimulación dramática, quiso superar las cinco pesetas que costaba la entrada de Tribuna con una difícil interpretación, nada menos que la de José Samitier, exjugador del F. C. Barcelona y Real Madrid, también amigo de Cossío, que llevaba el merecido apodo de ‘El Mago del balón’. Quizás resultó ser un personaje demasiado conocido para los porteros del estadio que no comprendieron la calidad y el arrojo de su papel.

Con la mediación de José María de Cossío, que como presidente del Racing acudió a ver al seleccionado jugador racinguista, Nando García, el poeta de Granada pudo contemplar aquel encuentro donde la selección española ganó dos a uno, con goles cuyas circunstancias (un remate de Lángara a pase de Emilín y un disparo de Herrerita a pase de Luis Regueiro) adquieren valor no por su belleza, eficacia u oportunidad, sino por haber sido celebrados en el campo por dos hombres tan significativamente vinculados con la cultura y la literatura que se dejaron llevar por “el encanto de sumirse en la masa”, contagiados de la enfermedad que sincroniza nuestros gestos, nuestras acciones y acaso nuestros pensamientos para gritar al unísono la palabra ¡Gol!

lunes, 16 de octubre de 2017

El primer triunfo del fútbol español

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez. No hace falta pasar las páginas del viejo periódico que conservo doblado y arropado entre las páginas de uno de mis libros. A toda plana, en la portada, puedo leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”. Fue el día más lúcido del año, el 21 de junio, solsticio de verano de 1964, con una noche también llena de luz. Unos dicen que fue un rayo, otros que un remate de cabeza, pero lo cierto es que muy pocos tuvieron ocasión de verlo, porque el pestañeo del asombro emocionado había sorprendido a los cerca de cien mil espectadores del Santiago Bernabéu.

El gol de Marcelino

El periodista Antonio Valencia fue uno de los pocos que lo vivió con los ojos abiertos. Faltaban siete minutos para el final y el marcador mantenía el empate a uno desde el minuto 8 de la primera parte. Feliciano Rivilla, impulsado por el entusiasmo de todo el equipo, interceptó un balón e inició una galopada lanzándose al ataque por su banda derecha. Luego cedió la pelota a Pereda, que continuó su avance hasta que un defensa soviético quiso cerrarle el paso. Fue entonces cuando lanzó aquel centro duro y a media altura y el periodista se imaginó el remate “como el último verso perfecto que termina un soneto”. Y la métrica del poema congeló la figura de un excelso guardameta. Allí se quedó clavado Yashin, descansando su cuerpo sobre una rodilla semiflexionada, la única parte de su cuerpo que presintió por donde entró el balón en su portería.

Algo más que un triunfo

Pero aquel triunfo, el más importante que hasta entonces había conquistado el fútbol español, fue algo más que una victoria deportiva. El régimen de Franco lo celebró como anunciando un nuevo parte de guerra del primero de abril, no en vano, el rival de la selección española era el poderoso equipo del comunismo internacional, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), primer campeón de Europa, cuyos jugadores lucían en su camiseta las casi clandestinas siglas de CCCP. Las relaciones políticas entre ambas naciones eran nulas y ya se habían interferido en los asuntos deportivos. Cuatro años antes, en la edición del primer Campeonato de Europa de selecciones nacionales, los cuartos de final emparejaron a España y a la URSS. Ambas federaciones acordaron las fechas de los partidos que tendrían que disputarse en Moscú y Madrid, pero al parecer, los ministros Carrero Blanco y Alonso Vega influyeron sobre el jefe del estado planteando que la llegada de los soviéticos a España era inoportuna e indignante. ¿Comunistas en la capital del franquismo? Para algunos era toda una provocación. Dicen que Franco llegó a exponerlo en un consejo de ministros y que incluso se celebró una votación donde se impuso la conveniencia de no jugar. Y así fue. La URSS pasó a la semifinal directamente, superó a Checoslovaquia y luego en la final derrotó a Yugoslavia proclamándose campeón de Europa y ganador de la primera copa Henri Dalaunay.

El camino de la gran victoria

En la segunda edición, las cosas cambiarían. El equipo español fue uno de los 29 que participó, eliminando a Rumanía, Irlanda del Norte y República de Irlanda para alcanzar las semifinales. En mayo, la UEFA había decidido que los últimos partidos se disputaran en una fase final que se celebraría en España, concretamente en Madrid y Barcelona, ciudades que recibirían a los cuatro mejores equipos europeos. España y Dinamarca ya se habían clasificado cuando se tomó la decisión, y aún faltaban por conocerse los otros dos rivales que saldrían de los ganadores del URSS-Suecia y del Hungría-Francia. Por lo tanto, las autoridades franquistas se vieron con las manos atadas para vetar de nuevo a los soviéticos en caso de que se clasificaran, cosa que lograron, como los húngaros. La fase final estuvo rodeada de una morbosa expectación. Amancio lo culminó marcando el dos a uno a Hungría en la segunda parte de la prórroga, mientras que la URSS derrotó fácilmente a Dinamarca por tres a cero. La España de Franco, como si fuera el argumento de una película de José Luis Sáenz de Heredia, volvió a batallar con éxito contra los rojos, que de ese color vistieron los jugadores soviéticos en la final, ante el azul de los españoles.

Aquel primer gran triunfo se mantuvo aislado y único hasta 1992, cuando ya en democracia, se consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Años después, la madurez de la convivencia social y política lo igualó y superó, porque en 2008 y 2012 repetimos la proeza (Campeones de Europa) y en 2010 la superamos con creces (Campeones del Mundo).

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez, cuando a toda plana, en la portada, podíamos leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”, mientras soñamos, impacientes, que vuelvan a alumbrarnos los rayos y remates de los solsticios de verano con otro gran triunfo del fútbol español.

miércoles, 9 de agosto de 2017

El Eclipse F. C., el equipo del proletariado


Por fin hemos llegado a Santander. Entramos por la calle Marqués de la Hermida y un semáforo en rojo obliga a descansar al vehículo. A la derecha, contemplo el campo polideportivo que antes era la lonja de pescado (mi madre, pescadera de la Esperanza, decía que “su oficina”), y la imaginación se me va hasta los tiempos en los que no había nacido. Antes de que se encienda la luz verde, hago una pregunta con la seguridad de que mis acompañantes no tienen ni idea: “¿Sabíais que justamente aquí, el Real Madrid jugó un partido oficial? Se me han notado las ganas que tengo de contar una de mis batallitas de fútbol…

Felices años 20

La historia siempre tiene que ver con aquel año mágico del fútbol español, el año de 1920, el año en que la recién creada selección española obtuvo la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes. Fue un éxito que impulsó la práctica del fútbol en toda España, y también en Santander, no en vano, uno de los protagonistas era el racinguista Pagaza. Así que comenzaron a proliferar equipos y más equipos de fútbol. Buscaban recursos económicos con las recaudaciones de rifas, fiestas y cuotas de sus asociados (la mayor parte de ellos, los propios jugadores). Con el dinero, si llegaba, se compraban camisetas, pantalones, botas, medias, espinilleras y balones. Sin poder federarse, lo que requería disponer de un campo cerrado y reglamentario, aquellos equipos tenían como única razón de ser la de disputar partidos, generalmente en los campos de los Arenales, la zona ganada al mar en torno a la hoy Biblioteca Central. Uno de esos equipos era el Eclipse F. C. que se fundó en 1921. Pero el Eclipse tenía algo muy especial en relación al resto.

Desde una fábrica de betunes

Desde su instalación en la cuesta de Canalejas, la fábrica de betunes ‘Societé générale Cirage Français’ mantuvo cierto vanguardismo social con el trato a sus trabajadores. En 1918, por ejemplo, comenzó a dar un mes de sueldo, como prima gratuita, a las obreras que alumbraran un hijo. Otra iniciativa que fue muy celebrada fue el patrocinio de un equipo de fútbol. La idea partió del entusiasmo de Eugenio Otero, hombre “modestísimo, con su traje azul de obrero, con su cariño hacia los muchachos y con su prestigio de empleado modelo” que fue el primer presidente y convenció a los patrones para que financiaran al equipo. Los empresarios, abiertos al deporte como instrumento de provecho para sus operarios, también se convencieron de lo acertada de la idea al beneficiarse comercialmente, ya que el nombre del club iba a ser la marca de uno de los betunes que ponía en venta: Eclipse.

El Eclipse F. C. llegó a inscribirse en la Federación Regional Norte y cuando en 1923 se fundó la Federación Cántabra de Fútbol y se organizó el primer Campeonato Regional, fue uno de los 28 equipos que participó en aquel torneo histórico. Muy pronto comenzó a ser respetado en el panorama futbolístico y en 1924 ascendería a la serie A del Campeonato Regional. El auge que fue obteniendo contribuyó a animar a ‘Cirage français’ a conseguir la concesión de una parcela de Los Arenales donde se acondicionaría un campo de fútbol. Los críticos deportivos lo estaban reclamando, y al fin se inauguró el 11 de octubre de 1925 con un partido que disputaron el Eclipse y la Unión Montañesa, y que por cierto finalizó con empate a dos goles. Y como mandan los cánones, tenía sus porterías fijas, su perímetro acotado por vallas de madera, su modesto vestuario y una pequeña grada.

Los buenos tiempos de La República

Años más tarde, el Eclipse F. C. se consolidaría como uno de los grandes equipos de la serie A, aunque sin inquietar al Racing que era, con grandes diferencias, el más potente del campeonato. Su procedencia obrera le proporcionaría cierta representatividad como equipo del proletariado, siendo la mayor parte de sus incondicionales trabajadores con aspiraciones republicanas. Y precisamente recién proclamada la II República, el modesto Eclipse F. C. y su fértil campo de Los Arenales tuvieron el bautismo de esplendor recibiendo en partido oficial al Real Madrid, que con el cambio de régimen político había pasado a denominarse Madrid F. C.

Dos goles al legendario Ricardo Zamora

El Racing y el Eclipse, como campeón y subcampeón de Cantabria, respectivamente, tenían el derecho de disputar los dieciseisavos del Campeonato de España, y al Eclipse le tocó en suerte emparejar la eliminatoria contra el Madrid F. C., donde actuaba como guardameta el gran Ricardo Zamora. En el partido de ida, que se disputó en Chamartín el 26 de abril de 1931, los santanderinos perdieron 4-0. El partido de vuelta se jugó en Los Arenales con un campo repleto de espectadores. Fue la tarde del domingo, 3 de mayo. El Eclipse alineó a Crespo, Ayala, Elizalde, Quintana, Vega, Saavedra, Eloy, San Emeterio, Carral, Pérez y Cavada, mientras que el Madrid dispuso a Zamora, Escobal, Quesada, Bonet, Esparza, J. M. Peña, Eugenio, Leoncito, Morera, Cosme y Olaso. El delantero centro del equipo betunero, Nobel Carral, le marcaría dos goles al afamado portero madridista, aunque finalmente el Eclipse volvería a perder, esta vez por el resultado de dos a cinco. No importó la derrota. Los Arenales, que desaparecerían años después para permitir la expansión de la ciudad, habían dejado una brillante estela deportiva en la vida de Santander.

Ya no queda nada de aquel Eclipse, ni de aquella fábrica de betún, ni de aquella heroicidad de marcarle dos goles al gran Ricardo Zamora en los humildes Arenales. Pero cada vez que pase por la calle Marqués de la Hermida y un semáforo en rojo detenga mi entrada en Santander, pienso seguir con mis preguntas para despertar la curiosidad de mis acompañantes: “¿Sabíais que justamente aquí, el Real Madrid jugó un partido oficial?”

jueves, 22 de junio de 2017

Nettie Honeyball, la futbolista de la igualdad

Unos 10.000 espectadores acudieron aquel día al campo del Crouch End Athletic de Londres para ver el partido. En realidad era algo más que un partido. Era el anuncio de una revolución que, por el momento, muy pocos se iban a tomar en serio. Pero la curiosidad y el morbo, por lo inusitado, atrajeron a una multitud de personas de ambos sexos para ver aquel espectáculo de mujeres jugando al fútbol. Y uniformadas con blusas, gorras y bombachos, con unos pantalones muy amplios que se ceñían a la pierna un poco más abajo de la rodilla, aquellas jóvenes se lanzaron a perseguir el balón ávidas de demostrar que las mujeres no eran criaturas ornamentales e inútiles, y que algún día también podrían sentarse en el Parlamento y tener voto en los asuntos que a todos concernían. Era el 23 de marzo de 1895, la fecha del primer partido de fútbol femenino de la historia.

Pionera del fútbol femenino

La aventura de aquel partido fue cosa de una mujer que la FIFA considera pionera del fútbol femenino mundial. Se llamaba Nettie J. Honeyball y había nacido en Londres en 1871. El movimiento sufragista aún no había nacido, pero Honeyball había montado su propio mecanismo para reivindicar el valor de la mujer y su emancipación social. Y eligió el fútbol para el inicio de aquella conquista de la igualdad. Su primer paso fue publicar en la prensa londinense un anuncio para convocar a chicas que se unieran a ella para formar un equipo. Fueron treinta las jóvenes que acudieron a su llamada y que fundarían el British Ladies Football Club, el primer equipo femenino de la historia. Convenció a la aventurera y feminista Lady Florence Dixie para que presidiera el club y logró que les entrenara un futbolista del Tottenham Hosspur. Así que dos veces por semana, las jugadoras se ejercitaban en un parque público con el balón, ante la mirada de los curiosos que dudaban en expresar su burla o su escándalo.

El gran día

Tras meses de preparación, llegaría el gran día. El encuentro tuvo carácter benéfico y las jugadoras se dividieron en dos equipos, uno representando al norte de la ciudad y cuya capitana era Honeyball, y la otra al sur. Las primeras iban vestidas de rojo y las segundas de azul. La experiencia no tuvo buenas críticas. La prensa escribió sobre señoras que vagaban sin rumbo por el terreno de juego, de carreras descoordinadas y sin gracia, de torpeza en el dominio de la pelota y de acciones “impropias de su sexo”. Incluso hubo asociaciones médicas que aseguraron que la práctica del fútbol era perjudicial para las mujeres. También hubo muchas risotadas y un importante número de espectadores, indignados, se marcharon en el descanso.

Una huella imborrable

Pero aquel partido no fue un fracaso. Dejó una huella que años después rastrearían otras mujeres, cuando la Gran Guerra irrumpió en la vida de los ingleses y ellas dejaron sus hogares para trabajar en la industria de las municiones. Se creó una Sección de Salud y Asistencia Social donde se apoyaba la actividad deportiva. Y las municioneras eligieron de forma mayoritaria el fútbol. Surgieron equipos femeninos en torno a las fábricas, alcanzando gran popularidad en 1917 y 1918. En 1921, durante la huelga de los trabajadores del carbón, las jóvenes futbolistas de las minas del norte de Inglaterra comenzaron a jugar partidos para recaudar fondos y sostener la protesta. Se calcula que se llegaron a crear unos 150 clubes femeninos. Incluso durante un tiempo se comenzó a jugar un pequeño campeonato liguero, hasta que la Football Association emitió ese mismo año el célebre comunicado donde se aconsejaba a los clubes miembros que rechazaran el uso de sus instalaciones para el fútbol femenino. Aquella prohibición se mantuvo ¡sorprendentemente! medio siglo, hasta 1971.

Espíritu invencible

Hoy no hay burlas, ni escándalos, ni risotadas en las gradas de un partido de fútbol femenino. No llevan blusas, gorras, bombachos ni pantalones amplios que se ciñen a la pierna por debajo de la rodilla, pero siguen conservando ese espíritu invencible de la misma revolución que inspiró Nettie J. Honeyball, la de las jóvenes persiguiendo un balón ávidas de demostrar que las mujeres no son criaturas ornamentales e inútiles, y que pueden regatear a los hombres en cualquier jugada, dejándonos sentados en el suelo, mientras rebasan la línea de gol con el balón en sus pies y el ejemplo de una futbolista por la igualdad.

sábado, 10 de junio de 2017

El revólver que indultó a Nando García

Las leyes guardan silencio cuando surgen las armas. Por eso no se escuchaba ni una mosca durante aquella reunión de la Comisión Disciplinaria de la Federación Mexicana de Fútbol. El general José Manuel Núñez, Jefe de Policía de la ciudad de México y dueño del Atlante, uno de los más importantes clubes del país, dejó hablar con aparente tranquilidad al portavoz de la comisión de la Liga Mayor argumentando que la suspensión del jugador del Club Asturias era irrevocable. Fue entonces cuando el revólver colt 45 salió de la funda del general y con un ruido contundente, se posó encima de la mesa.

El escritor George Orwell decía que el deporte es una guerra sin armas, y así es en la mayoría de las veces. Pero siempre hay excepciones, porque en México se jugaba al fútbol con negociaciones literalmente bélicas. Y a México había llegado Fernando García Lorenzo (El Astillero, 1912-1990), huyendo de la España de 1936, en la que los deportistas tuvieron que coger las armas para dedicarse a la guerra verdadera.

Sus comienzos en El Astillero

Nando García fue un jugador con un poderío físico extraordinario. Derrochaba sus facultades por el campo con una exquisita técnica y calidad. Comenzó a jugar en el Unión Club y en 1931 se incorporó al Racing. Tras ser cedido al Sestao Sport, regresó al conjunto santanderino en 1933 para convertirse en el motor del centro del campo racinguista. Fue uno de los mejores medios de España y por eso el seleccionador nacional, Amadeo García de Salazar, pensaba llevarle en 1934 al Mundial de Italia, aunque una lesión se lo impidió. Tras su recuperación no perdió fuelle y debutó en la selección en 1936, en el estadio Metropolitano de Madrid, ante Austria. Al final de esa temporada fue fichado por el F. C. Barcelona, que entrenaba Patrick O’Connell, técnico que anteriormente había dirigido al conjunto cántabro y conocía de primera mano las referencias del futbolista. Poco después, estalló la guerra y se marchó de gira con su nuevo equipo, recorriendo ciudades como París, La Habana, México, Nueva York y Buenos Aires, estableciéndose finalmente en México, donde se convertiría en uno de los mejores jugadores de su época.

En México y el puñetazo al 'silbante'

Fichó con el Club Asturias de México durante la estancia del F. C. Barcelona en Nueva York, y en 1939 contribuyó de forma decisiva a ganar el campeonato de Liga. Su calidad y fortaleza física resaltaban en los campos de fútbol mexicanos. García no daba por perdido un balón, se entregaba al máximo en cada encuentro y protegía la pelota con los brazos de una forma muy peculiar, semejando las alas de un ave rapaz. Por eso los periodistas comenzarían a apodarle ‘El Gavilán’. Sin embargo, el compromiso emocional y las ganas que el astillerense proyectaba en cada partido destaparían su grave defecto de no acatar con disciplina las decisiones de los árbitros, con quienes tenía la costumbre de discutir, a veces de forma insistente. En uno de los partidos de Liga de 1939, el colegiado, otro español de nombre Filiberto de la Osa, que ya conocía a García de la Liga española, fue intolerante con las protestas y la discusión terminó con el cántabro agrediendo al “silbante” con un puñetazo que le noqueó. El castigo impuesto fue de un año sin jugar.

En la Jefatura

Poco después de anunciarse el castigo, la policía se personó en el domicilio de García para llevarle a la jefatura. ‘El Gavilán’ entró en el despacho del comisario con preocupación, pero el general Núñez le recibió con una amplia sonrisa y le propuso que fichara por su equipo, el Atlante, y que a cambio se encargaría de retirar el castigo que pesaba sobre su conducta. Nando García aceptó y el general Núñez esgrimió en su rostro otra amplia sonrisa, la misma con la que retiró su revólver colt 45 de la mesa de la Comisión Disciplinaria de la Federación, después de que todos sus miembros (algunos de ellos pálidos y sudorosos) aceptaran retirar el año de suspensión al jugador español.

Fernando García hizo que el Club Atlante fuera campeón de la Copa mexicana en su primera temporada (1940). Luego su fama se extendería por Argentina, jugando en el C. A. Vélez Sarsfield (1940-41) y en el C. A. San Lorenzo de Almagro (1941-42). Tras su experiencia argentina regresó al Atlante (1942-44) y después jugó en el Real España (1944-45), donde consiguió otro título liguero con su antiguo compañero en el Racing, Enrique Larrínaga. Volvería a España para cumplir su compromiso con el Barcelona en 1946, pero una lesión le hizo hacer las maletas para viajar a México, donde continuó en el España (1947-50), colgando las botas en el Marte (1950-51).

Quizás el deporte, como decía Orwell, sea una guerra sin armas, aunque con excepciones, porque en México se jugaba al fútbol con negociaciones literalmente bélicas, donde los argumentos que se ponían en la mesa pesaban menos que el revólver de un general. Por eso las leyes guardan silencio cuando surgen las armas, porque ellas son, a pesar de todo, la forma más temible e imperativa de autoridad.

sábado, 15 de abril de 2017

El futbolista que regateó al exterminio

Nemes con la camiseta del Hungaria
Aquellos prisioneros eran esqueletos andantes. En cada paso hacia ninguna parte se escapaban pedazos de sus almas perdidas en trabajos forzados, sufrimientos y lágrimas. Soldado de un ejército enemigo de la Alemania nazi, aquel chaval de poco más de veinte años era un estudiante de Educación Física y un prometedor futbolista en su Hungría natal, hasta que el servicio militar le llevó a defender a su país de la ocupación alemana y fue hecho prisionero, con el agravante de que era judío. Cuando en el campo de concentración tuvo que soportar cómo moría su amigo íntimo y también futbolista, Vidor, presintió que pronto se acabaría su historia. Pero siempre hay salidas para un buen delantero.

Una coz que marcaría su camino

Hay patadas que cambian el rumbo de una vida, como la que impactó en la cabeza del joven Gyorgi Neufeld Frommer (Budapest, 1919-Madrid, 1988) cuando ordeñaba una vaca en la granja de su padre. Tenía como ídolo deportivo a su hermano, Alexander, futbolista internacional húngaro que se hacía llamar Nemes. El chiquillo jugaba al fútbol en los infantiles del M. T. K. de Budapest y lo hacía muy bien, pero su padre quería que se dedicara al negocio familiar de la importación y exportación de ganado. Hasta que aquella coz le dejó conmocionado. Fue una especie de señal que el destino enviaba sobre el futuro de Koko, que así se le llamaba cariñosamente, ya que su padre comprendió que la ganadería no sería su porvenir. Así encarriló su camino de futbolista el nuevo Nemes, un extremo derecho rápido, habilidoso y goleador que cautivó al entrenador Janos Kalmar para que firmara su primer contrato profesional con sólo 17 años.

En el campo de concentración nazi

Cuando se convirtió en una de las más firmes promesas del equipo profesional, llegó la locura de la guerra, la ocupación nazi, los fusiles amenazantes, la rendición y el hacinamiento en los campos de concentración por el frente del Este. En 1942, en el campo alemán de Voronyesh, cerca de Stalingrado, Nemes logró escaparse de las garras alemanas, aunque lo hizo para caer en otro campo de prisioneros, el de Marsanks, controlado por el bando ruso que le trataría mejor, ya que debido a los conocimientos adquiridos en su primer año de estudios de Educación Física, estuvo exento de los trabajos forzados y ayudó en la atención de los enfermos.

Cuando en 1945 llegó la paz mundial, Nemes encontró un panorama desolador en su patria. Sus padres y seis de sus once hermanos fueron asesinados, cayendo en una honda depresión. Sólo el fútbol era capaz de recuperar su ánimo y la llamada del Hungaria le abre el camino. Pero Budapest es una ciudad llena de recuerdos que le aplastan. Por eso se traslada a Francia, donde vive su hermana Katherine, y ficha por el Stade Français, que le cede al F. C. Sete (1946-48) y luego al F. C. Girondins de Burdeos (1948-49), equipo con el que consigue el ascenso a Primera División, proclamándose máximo goleador de la categoría. Es cuando conoce al representante Luis Guijarro, que le animará a jugar en España, y más concretamente en Santander, en un equipo que se estaba reforzando en un gran proyecto liderado por su presidente, Manuel San Martín.

En Santander

En Santander recuperó la alegría y el fútbol feliz de antes de la guerra mundial. Debutó con el Racing en el primer partido de la temporada 1949-50, el 4 de septiembre, cuando el equipo cántabro presentó la alineación formada por Ortega, Lorín, Amorebieta, Ruiz, Herrero, Felipe, Nemes, Cánovas, Mariano, Herrera y Echeveste. Nemes fue autor de uno de los dos goles que derrotaron al Ferrol en una tarde donde un tornado se llevó parte de la cubierta de la grada norte de los Campos de Sport. Sin embargo el verdadero tornado de aquella temporada fue el propio Racing. Nemes, junto con el talento de Rafael Alsúa, sería una de las piezas básicas de aquel ascenso tan impactante en el fútbol nacional, gracias a su rapidez, habilidad, potencia de disparo y capacidad goleadora. Marcó 21 goles en los 28 partidos oficiales que jugó aquella temporada. El Real Madrid no desaprovechó la ocasión para ficharle, aunque la fractura de una de sus piernas durante un entrenamiento le tendría apartado varios meses de la temporada 1951-52. Acabó sus días como profesional en el Hércules de Alicante, fijando luego su residencia en Madrid.

Años después dejó de ser refugiado político y pudo regresar a Budapest para visitar las tumbas de sus familiares. Y en cada paso por el cementerio volvieron a escaparse pedazos de su alma, como cuando los esqueletos andantes del campo de concentración caminaban entre trabajos forzados, sufrimientos y lágrimas. Y de nuevo soportaría la muerte de sus seres queridos y luego volvería a llenarse de las ganas de vivir que le enseñaron el fútbol, Santander y el Racing, porque siempre hay salidas para un buen delantero.

lunes, 13 de marzo de 2017

Aparicio, la pesadilla de Zarra

El gol se sueña. Es el primer entrenamiento del delantero. Orbita en el deseo de su subconsciente aliviando la fatiga de su constante búsqueda y de su anhelo irracional e incontrolable. El delantero sueña con el gol con los ojos cerrados, vuela por el campo alcanzando todos los balones, se estremece cuando las redes de la portería reciben sus remates y hasta, en un acto de bondad infinita, se compadece del portero y de los defensores batidos.

Pero a veces, el sueño de Telmo Zarra se queda atado a la frustración. Nota como alguien le sujeta de la camiseta, le impide moverse con la agilidad onírica que acostumbra y despierta enojado protestando de esa sombra que se anticipa a su pensamiento. Es la pesadilla de siempre, la pesadilla de Alfonso Aparicio.

Un empate histórico

Hacía frío en Madrid aquel 29 de enero, cuando Zarra y Aparicio se movían en el campo del Metropolitano como una pareja de baile mal avenida. Aquel encuentro de la temporada 1949-50 entre el Atlético de Madrid y el Athletic Club de Bilbao, encendió muy pronto la llama de los goles, elevando la temperatura. En el minuto 69, Iriondo había marcado el sexto gol de su equipo y el tercero de su cuenta particular, dejando el marcador en un seis a tres que dejaba claro que la victoria estaba sacando billete para ir a Bilbao. Pero Alfonso Aparicio, el gran defensa cántabro, comenzó a empujar a sus compañeros hacia la recuperación de la fe. Abandonó el marcaje de Zarra y se fue al ataque como un delantero centro, arrastrando la voluntad de todo su equipo.

Helenio Herrera se desesperaba en el banquillo, sobre todo porque no veía frutos en aquella osada e improvisada avalancha de sus pupilos. Por fin se señaló un penalti que convirtió en gol Ben Barek (4-6) en el minuto 84. Aunque no había demasiado tiempo, los madrileños renovaron su ímpetu, robaron la pelota tras el saque de gol de los vizcaínos, y un minuto después, Calsita anotó el 5-6. Todo era posible. Cuando los relojes marcaban el minuto 89, Alfonso Aparicio, acaso sintiéndose responsable de tanto gol encajado, se lanzó al centro de Mencía como un poseso y marcó de cabeza el último gol. El resultado de aquel partido sigue siendo el empate con más goles que se ha producido en la Liga española.

Seguidor del Racing

Alfonso Aparicio (Santander, 1919-1999) tenía ocho años cuando vio su primer partido en los Campos de Sport de El Sardinero. Creció como seguidor racinguista y con unas irrefrenables ganas de jugar al fútbol, iniciándose en los patios de recreo del antiguo colegio de los Agustinos de Santander. También jugó en los equipos del Daring Club y el Magdalena. Era tanta su afición y deseo por jugar, que en el Unión Juventud Sport de Santander llegó a pagar dinero por hacerlo, pero fue por poco tiempo, porque la guerra del 36 lo cambió todo.

Se alistó voluntario en el cuerpo de Aviación, algo que sería decisivo en su carrera futbolística. En Salamanca, zona de retaguardia, se creó en 1937 un equipo con los militares de este cuerpo, donde coincidiría con otros grandes futbolistas como el santanderino Germán o el torrelaveguense Fernando Sañudo. Cuando se reanudó el Campeonato de Liga en 1939, el denominado Club Aviación Nacional se fusionó con el Athletic de Madrid para poder participar en la competición, y el entrenador, el legendario Ricardo Zamora, contó con aquel mocetón de 1,80 metros de altura para el proyecto de su equipo, el Club Atlético Aviación, que ganó las dos primeras Ligas de posguerra.

Declarado en rebeldía

En 1942, y debido a unos desacuerdos económicos, Aparicio fue declarado en rebeldía. Las costumbres se habían militarizado en el club rojiblanco, y las reclamaciones del jugador no sirvieron de nada. Fue suspendido por dos años y medio y se marchó a Santander exiliado, pero no perdió su forma física porque continuó entrenando con el Racing. El exilio en su ciudad de nacimiento duró unos dos años, y estuvo a punto de fichar por el club cántabro. Sin embargo el problema con el Atlético de Madrid se resolvió y la incorporación oficial de Aparicio al Racing no pudo llevarse a cabo, aunque sí jugó algunos partidos amistosos con la camiseta racinguista.

Con Helenio Herrera como entrenador consiguió otros dos títulos de Liga. En 1951 abandonó el Atlético de Madrid para jugar sus últimas campañas en el Boavista de Oporto, equipo que llegó a entrenar. Aparicio fue uno de los primeros que jugó de defensa central, ya que hasta entonces sólo había dos defensas laterales, y el sistema de la WM se iba introduciendo en España. Aquella nueva forma de entender el fútbol también contribuiría a que se convirtiera en la pesadilla de Telmo Zarra, despertándole de sus sueños de gol y enojándole como sombra que siempre se anticipó a su pensamiento.

jueves, 16 de febrero de 2017

El nombre de un estadio

Dicen que nadie muere si se pronuncia su nombre, como si se evocara el alma con el exacto orden de las letras y surgiera, como la vida misma, la esencia más profunda del lenguaje. El nombre de Vicente Calderón, para muchos simplemente el nombre mil veces repetido de un estadio de fútbol, ha comenzado a diluirse con la puesta en marcha del nuevo estadio del Atlético de Madrid, pero como decía Saramago en su ‘Ensayo sobre la ceguera’, “dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos”. 

El hombre

Sí, es cierto. Vicente Calderón Pérez-Cavada es algo más que el nombre de un estadio. Nació en Torrelavega (Cantabria) el 27 de mayo de 1913. Sus padres, Raimundo y Benita, tuvieron seis hijos, de los que Vicente fue el menor. Estudió en Santander, en el colegio Salesianos, donde guardaría un entrañable recuerdo, aunque el padre don Rómulo a veces solía castigarle con la pena que más le dolía, quedarse sin jugar al fútbol. Jugaba de delantero centro en el colegio y su equipo favorito era el Racing. Una de las anécdotas que contaría a su amigo y periodista, Juan Hernández Petit, fue cuando acudió a los Campos de Sport, con la elegancia de los domingos de la época, para ver un partido del Racing contra el Athletic Club de Bilbao, y un inesperado chaparrón le encogió el traje recién estrenado, siendo centro de las burlas de varios amigos. 

A los 15 años dejó el colegio y tuvo que ponerse a trabajar para ayudar económicamente a su familia. Fue botones y repartidor de una droguería y de una sastrería en Santander, y con parte del dinero que ganaba, pagaba a un profesor que le daba clases por la noche. Intentó abrirse camino acudiendo a Madrid, a casa de su tía Josefa, aunque pronto regresaría a Santander. Poco después, cuando tenía veinte años, morirían sus padres. Durante la guerra civil se casó con María de los Ángeles Suárez, con la que se instalaría en Madrid y con la que tendría cuatro hijos: Vicente, María de los Ángeles, Paloma y Yolanda

Su primer negocio

Su primer negocio fue una pequeña fábrica de velas y cola de pegar, y como escaseaban los elementos grasos, tuvo que importar velas desde Canarias. Sus contactos en el archipiélago le derivaron a África. Más tarde sus negocios prosperarían y se diversificarían, llegando a presidir varios consejos de administración de construcciones inmobiliarias, industrias químicas, barcos de pesca, industrias del frío y exportación de zumos de frutas. 

En Madrid comenzó a vivir cerca del estadio del Metropolitano y continuó manteniendo su afición al fútbol, llegando a ser socio de varios clubes, entre ellos del Real Madrid y del Atlético de Madrid. Fue la cercanía del Metropolitano y la presencia de varios jugadores cántabros en el club rojiblanco, como Germán, Aparicio o Manín, lo que inclinaría su apego hacia este equipo, aunque decidió aceptar el compromiso como dirigente tras la muerte de su esposa, ocurrida en 1963, en parte para olvidar el dolor de su ausencia. 

El Atlético de Madrid y su nuevo campo

Entonces el Atlético de Madrid tenía como objetivo la construcción de un nuevo campo junto al Manzanares cuyas obras comenzaron en 1959, pero el proyecto estuvo a punto de hundirse en 1961, cuando el ayuntamiento ordenó paralizar las obras. En 1964, Vicente Calderón accedería a la presidencia del Atlético de Madrid apoyado por Manuel Olalde y un grupo de directivos. Su incorporación fue decisiva para desbloquear las múltiples trabas que impedían la construcción del estadio que se inauguró el 2 de octubre de 1966. En 1971, la Asamblea General del club, como reconocimiento a la labor de su presidente, decidió bautizarlo como ‘Vicente Calderón’, y tras completar una remodelación, se reinauguró en 1972 con un partido de la selección española contra la de Uruguay. Dimitió de su cargo el 16 de junio de 1980, entrando el club en una fase complicada, con la polémica presidencia del doctor Alfonso Cabeza y tres presidentes provisionales, hasta que regresó en 1982, manteniéndose en la presidencia del club hasta su muerte, el 24 de marzo de 1987. 

El presidente más importante

Calderón ha sido el presidente más importante del Atlético de Madrid. En sus 21 años al frente del mismo consiguió cuatro Ligas, cuatro Copas y una Copa Intercontinental tras ser subcampeón de Europa. Además, aumentó en más de 50.000 el número de socios, impulsó las secciones deportivas de la entidad y proporcionó prestigio y categoría al equipo en todo el mundo. 

El esqueleto sin gente que ya es el ‘Vicente Calderón’ desaparecerá pronto para convertirse en otro edificio. Algunos aficionados insisten en que el expresidente dé nombre a la estación de metro de Pirámide, cerca del estadio, de la misma manera que la de Lima se cambió por la de Bernabéu. Ojalá que así sea, porque nadie muere si se pronuncia su nombre, como si se evocara el alma con el exacto orden de las letras y surgiera, como la vida misma, la esencia más profunda de este cántabro que dio nombre a un estadio.

martes, 7 de febrero de 2017

"Tener un balón, Dios mío"

Gerardo Diego
Sólo es un objeto esférico que encierra una porción de aire, pero también es un invento mágico que alguien hizo volar para esparcir su incesante llamada de búsqueda y dominio. No importará demasiado discutir sobre quién pateó una pelota por primera vez, o en dónde, o si la pelota en cuestión era de cuero relleno de estopa, de paja y cáscaras de granos, de vejiga de buey, de relleno de crines o de caucho. Lo importante es que, con un perímetro de unos setenta centímetros, es capaz de cautivar a millones de seres en todos los continentes.

Hay una hermosa frase del poeta galés Dylan Thomas, que me ayuda a introducirme en un fútbol de hace más de cien años: “La pelota que arrojé, cuando jugaba en el parque, aún no ha tocado el suelo”.

Tampoco ha terminado el partido en el que Gerardo Diego lanzó su balón de fútbol sobre los Arenales de Maliaño, un espacio surgido en Santander durante los primeros años del siglo XX, cuando las dragas de la bahía escupían arena cubriendo marisma. Aún no se había creado el Racing, pero algunos de los muchachos que más tarde se reunirían en la Plazuela de Pombo para fundar el club, ya jugaban en este lugar donde, como si fueran conquistadores de un nuevo mundo, marcaron sus huellas y porterías (con montones de ropa o palos hincados en el terreno), los primeros futbolistas de la ciudad. Entre aquellos futbolistas es muy probable que estuviera Gerardo Diego, que retuvo en su memoria aquel lugar de su niñez donde los equipos se batían con tanto entusiasmo juvenil. De aquellas vivencias alrededor de un balón de fútbol surgiría el poema incluido en su obra ‘Mi Santander, mi cuna, mi palabra’ cuyo título es “El balón de fútbol”. 


Los Arenales

En 1906, Gerardo Diego ingresó en el Instituto General y Técnico de Santander, actual Instituto de Santa Clara, donde estudiará los seis años de bachillerato. En ese tiempo, las dragas de la Junta de Obras del Puerto ya habían comenzado a crear los Arenales de Maliaño, situados en las inmediaciones de la actual calle Marqués de la Hermida, cerca del antiguo edificio de Tabacalera que hoy es Archivo Histórico y Biblioteca Central de Cantabria, y que irían extendiéndose hasta el Parque de la Marga, antaño asentamiento de una fábrica de maderas. Era un suelo perfecto para jugar al fútbol, amplio y más cercano al centro de la ciudad que La Albericia o El Sardinero, con mejores opciones para que la lluvia no almacenara charcos debido a su suelo arenoso, y con el atractivo de que era un lugar público, sin uso y muy accesible, y por lo tanto, más cómodo y barato que atender el trámite de una autorización o alquiler. De esta manera, se convirtieron en los campos preferidos de los equipos infantiles y modestos.

Aquellos equipos

Algo más de una docena de equipos, en los que se agrupaban estudiantes, vecinos de barrio, dependientes de comercio o aprendices de talleres que se retaban los domingos a jugar, frecuentaban los Arenales de Maliaño en 1907. Ese mismo año se creó el Santander F.C, de mayor entidad, que puso sus miras en el campo de la península de la Magdalena, aunque también acostumbraba a jugar en Los Arenales. Los partidos de los equipos modestos disponían de diversos niveles de formalidad que se pactaban antes del comienzo, afectando al número de jugadores (no siempre eran de once contra once) o a las dimensiones y líneas reglamentarias que, surcando la tierra arenosa, se marcaban con palos o estacas. Los mismos jugadores mandaban retos y crónicas a los periódicos locales, y gracias a su publicación podemos constatar el dinamismo futbolístico que estos campos imprimieron a la ciudad durante décadas.

Con este ceremonial jugaban en Los Arenales equipos como la Recreativa, la Tierruca, la Sportiva España, la Comercial, la Camelia, la Escolar, la Montaña, el Piquío o el Plazuela, mencionados los dos últimos en la poesía de Gerardo Diego. Uno de estos equipos, el Plazuela, que reunía a los mozalbetes que vivían en torno a la Plaza de Pombo, nos conduce al comienzo de la historia del Racing, ya que, como ocurría con la Escolar, jugaban chavales que, amantes de las palabras inglesas que revoloteaban el ‘foot-ball’, muy pronto serían fundadores del ‘Santander Racing Club’. 

El canto al balón de la infancia

Gerardo Diego nos dejó constancia de aquel fútbol con su canto al balón, un balón perseguido con rimas de infancia y recuerdo, trotando con octosílabos, salpicado de anglicismos, percibiendo olores y organizando un partido de siete contra siete. Entre sus versos hay patadas, inconvenientes, estrategias y hasta un famoso café de tertulia, el Royalty, acaso introducido por la exigencia de la rima, y que albergaba tres famosas tertulias, entre ellas la deportiva del Catastrófico, futuro embrión de las primeras peñas racinguistas. También hay un montón de añoranza y énfasis en aquellas emociones esperando la llegada del jugador que portaba la pelota. Eran instantes donde “tener un balón” significaba poder gozar y repartir el gozo multiplicándolo en el juego:

“Tener un balón, Dios mío.

Qué planeta de fortuna.

Vamos a los Arenales:

cinco hectáreas de desierto,

cuadro y recuadro del puerto…”

Sólo es un objeto esférico que encierra una porción de aire, pero también es un invento mágico que alguien hizo volar para esparcir su incesante llamada de búsqueda y dominio. Muchos de nosotros continuamos persiguiendo aquel balón que Gerardo Diego soltó sobre los Arenales de Maliaño.

jueves, 29 de diciembre de 2016

Arteche, el defensa de la lealtad

El ejemplo es el mejor profesor de los valores humanos, también entre los futbolistas. En un grupo marcado por el inevitable egoísmo de querer jugar, ser un verdadero compañero puede resultar complicado. Pero siempre hay hombres más fuertes que los demás, que dan un paso adelante para enfrentarse con el problema y son capaces de transmitir los secretos de la lealtad.

A Juan Carlos Arteche, entonces capitán del Atlético de Madrid, no le tembló la mano cuando el 14 de abril de 1988 entregó a los periodistas un comunicado en defensa de su compañero, Quique Setién, y contra “las descalificaciones, insultos personales y humillaciones, así como las continuas injerencias de la dirección del club en forma de veladas o manifiestas amenazas”. Había comenzado el caprichoso y dictatorial periodo de Jesús Gil, y el comunicado, leído por el propio Arteche en el vestuario y aprobado por todos los jugadores, suponía toda una declaración de guerra al impetuoso dirigente. 

Sus primeros pasos deportivos

Aunque nacido en Maliaño, Juan Carlos Arteche se vino a vivir con su familia al barrio de Porrúa de Santander cuando contaba seis años de edad. Tras estudiar en el colegio Puente Porrúa, comenzó a jugar al fútbol en los equipos escolares del colegio La Salle, donde terminaría el bachillerato, aunque en un principio se tomó más en serio los partidos de tenis y de baloncesto, donde destacaba por su altura. Se incorporaría al equipo juvenil del Racing y luego a la selección cántabra de esa categoría que dirigía Manuel Fernández Mora. Fue precisamente Fernández Mora, que pasó a dirigir a la Gimnástica de Torrelavega, el que solicitó su cesión para incorporarle a su equipo en la temporada 1975-76, donde debutó en Tercera División. Cuando regresó al Racing, Arteche se estableció en el primer equipo, con el que debutó oficialmente el 22 de septiembre de 1976, en un partido de Copa del Rey disputado en el campo de Linarejos, contra el Linares C. F. El resultado fue de empate a dos. Al mes siguiente, el 24 de octubre, debutaría en Primera División en Mestalla, donde los santanderinos perdieron por cuatro a dos ante el Valencia C. F. 

Después de formar en el Racing una eficacísima línea defensiva con compañeros como Pedro Camus, Manolo Díaz, Lolo, Portu y el emblemático y veterano Manolo Chinchón, fue traspasado al Atlético de Madrid en el verano de 1978, después de haber jugado con el Racing 56 partidos y anotado 4 goles. 

En el Atlético de Madrid

Central de gran seguridad, inteligencia, fuerza, entrega y contundencia que se manejaba muy bien en el juego aéreo, Arteche mejoró esas cualidades, obteniendo otras en el Atlético de Madrid, como el sentido de la colocación y el control de balón, influenciado por su compañero de equipo, el brasileño Luiz Pereira. Con los atléticos ganó la Copa del Rey de 1985, derrotando al Athletic Club de Bilbao. También ganó la Supercopa de España esa temporada, y en 1986, fue subcampeón de la Recopa de Europa tras perder en la final de Lyon (Francia) ante los entonces soviéticos del Dinamo de Kiev. Además, en cuatro ocasiones fue jugador internacional con la selección nacional absoluta. 

El ejemplo es el mejor profesor de los valores humanos y, afortunadamente, siempre hay hombres más fuertes que los demás, que dan un paso adelante para enfrentarse con el problema y son capaces de transmitir los secretos de la integridad. En la temporada 1982-83, el entonces presidente cántabro del Atlético de Madrid, Vicente Calderón, había entregado a Arteche, en un hospital, la insignia de oro y brillantes del club, después de haber marcado dos emocionantes goles, dar la victoria a su equipo ante el Betis (4-3) y salir del campo en camilla con la rotura del menisco. Aquello no lo tuvo en cuenta Jesús Gil que expulsó a Arteche porque no pudo soportar que un hombre fuerte se cruzara en su camino, y menos que convenciera a sus compañeros para mantenerse fieles a un compromiso de honradez. Su muerte en 2010 resaltaría la figura de este profesor de valores humanos y de este seguro, inteligente, fuerte, entregado y contundente defensa de la lealtad.

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