lunes, 18 de julio de 2016

El baloncesto de Mario Camus

Mario Camus (izquierda) y Maxi García
Fue el momento clave. En el pabellón polideportivo cesaron los chirridos de las zapatillas sobre el suelo, los botes del balón, sus golpeos sobre el tablero y sus rápidas caricias rozando la red de los aros. El entrenador les había llamado y todos le rodearon en silencio.

Con su acento platense conquistó la atención y sus palabras entraron como una limpia canasta de tres puntos: “Hay que saltar y correr para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir. Seguir, aunque no se vaya a ninguna parte”.

El espíritu del baloncesto ya había penetrado años antes en el interior de Mario Camus (Santander, 1935). Quizás por eso se animó a dirigir y a estrenar en 1985 la película ‘La vieja música’, protagonizada por Federico Luppi, Charo López, Antonio Resines, Francisco Rabal y los jugadores del Breogán de Lugo. El entrenador (Federico Luppi), en realidad buscaba recuperar un viejo amor y por eso lanzó a sus pupilos aquel mensaje de perseverancia, mientras que Mario Camus, con aquella película, acaso intentó recuperar parte de su juventud, cuando se convirtió en uno de los mejores jugadores de baloncesto que tuvo el Santander de los inicios de este deporte, coincidiendo con el apogeo de las desaparecidas instalaciones del Frente de Juventudes de la calle Vargas, que por cierto tuvieron el honor de estrenar las primeras canastas de hormigón en España. Eran cuatro plantas que, además del polideportivo cubierto, albergaría la primera piscina bajo techo de la ciudad. Estaban escoltadas por una pista donde se practicaba el baloncesto y por otra donde se jugaba a los bolos. Aquellas instalaciones de la Alameda de Oviedo, que también se llamaban así, fueron cuna de una renovada generación de deportistas y clave para perfeccionar las habilidades baloncestísticas de Camus.

Lectura, cine y deporte

El director de películas como ‘La colmena’ o ‘Los santos inocentes’, tuvo en su juventud tres grandes aficiones: la lectura, el cine y el deporte. Comenzó a jugar al baloncesto en 1950 en el Imperio F. J. y luego, aprovechando sus estudios en el colegio La Salle, en el juvenil de este centro que se fusionaría con el Frente de Juventudes de Santander. Fue en este equipo donde destacaría participando en diversos campeonatos de España, aunque en algunos no pudo acudir a la fase final requerido por el equipo de natación, disciplina donde Mario también sabía desenvolverse como pez en el agua.

En 1953 fue subcampeón de España de Baloncesto del Frente de Juventudes después de derrotar a La Coruña (51-46), Valencia (44-36) y caer en la final con el potente equipo de Madrid (73-51). En aquel equipo, además de Camus, jugaban Evaristo, Urtiaga, Moreno, Maxi García, Rafa Garayo, Higuera y Aja. En 1954, con el también cántabro Maxi García, se proclamó campeón de Europa en los Juegos Escolares de FISEC (Federación Internacional de Deportes de Escuelas Católicas).

Camus continuaría jugando a baloncesto cuando se trasladó a Madrid a estudiar Derecho. Formó parte del equipo del Colegio Mayor José Antonio, con el que sería campeón de España, y fue seleccionado para el equipo nacional del SEU (Sindicato Español Universitario), jugando varios partidos de carácter internacional, como el disputado contra Brasil al que España derrotó por 49-44, con compañeros como Trujillano, Alfonso, Imedio, Sanz, Escrig, Muñoz y Bonet.

El baloncesto de su juventud comenzaría a alejarse de la vida de Mario Camus cuando ingresó en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid, la escuela oficial de cine de entonces. Fue un momento clave para su carrera profesional, porque cesarían los chirridos de las zapatillas sobre el suelo, los botes del balón, sus golpeos sobre el tablero y sus rápidas caricias rozando la red de los aros. En su lugar aparecieron las claquetas, el rebobinado de rollos, los magnetoscopios y el tumulto de grúas y jirafas en la filmación.

Y como en el baloncesto, también en el cine Camus comprendió el valor del equipo. Detrás de sus exitosas series de televisión y más de 30 películas, reconocería el mérito de todas las personas que participan en la elaboración de cada obra. Ése fue su principal argumento en el discurso de la gala de los Premios Goya de 2011, cuando recibió la estatuilla de honor y apareció en la pantalla una de sus frases: “Un oficio al que quieras y respetes te puede ayudar a vivir”. Como el consejo de un entrenador de baloncesto que entra como una limpia canasta de tres puntos: “Hay que saltar y correr para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir, seguir, aunque no se vaya a ninguna parte”.

domingo, 17 de julio de 2016

Arriquión y su agonía invencible

En la parte central del estadio, los dos luchadores esperaban el combate final mirándose fijamente a los ojos, tanteando quién sería el primero en retirar la mirada. Fue Arriquión quien lo hizo, aunque no por falta de entereza, sino por dejarse llevar por el vuelo de unas palomas que surgieron tras el rostro de su adversario, el gigante Eurymenes de Opunte. Aquello lo interpretó como una señal favorable y se arrodilló, inclinando la cabeza. Rogaba a los dioses por la victoria cuando observó una insignificante hormiga que recogió entre sus dedos. Luego se levantó erguido, y ofreciéndosela en sacrificio a Zeus, la aplastó desafiante contra su frente, haciendo estallar voces exaltadas que se repitieron como una cascada: “¡Arriquión el invencible!, ¡Arriquión el invencible!”. Se vivían los días más calurosos del verano del año 564 antes de Cristo y, como cada cuatro años, los pueblos griegos se reunían en paz para exaltar el antagonismo en los Juegos de Olimpia, la ciudad sagrada.

Arriquión había nacido en Figalia, ciudad empobrecida por sus guerras contra espartanos y aqueos, en el seno de una familia de humildes labradores. Además de una talla y peso destacable, sus cualidades como luchador le otorgaron una enorme pericia para improvisar golpes y presas que desconcertaban a sus rivales, algo que aplicaría con éxito al pancracio, una modalidad menos elegante que la lucha o el pugilato, donde no había normas y se permitía todo tipo de golpes y lesiones.

El espectáculo tan desatado de la desnudez humana expuesta a puñetazos, patadas, llaves, torceduras, dislocaciones y estrangulamientos, incomodaba a las clases más tradicionales y pudientes que veían en este tipo de lucha salvaje algo indecoroso e insultante hacia el mismo Zeus. Además, Arriquión, como la mayoría de los mozos brutales que practicaban el pancracio, era tosco e inculto, procedente de las zonas más retrasadas de Grecia, y al entender de algunos, no merecía el alto honor de la victoria olímpica.

Invencible

Pero ese honor, congratulado e insistente, descansaba en aquel hombre que jamás había perdido un combate y comenzaba a ser considerado como un semidiós. Desde que los Juegos incorporaron la modalidad del pancracio, nadie había logrado repetir el triunfo, y Arriquión, no sólo lo había conseguido hacía cuatro años, sino que ahora llegaba para intentarlo por tercera vez, y como ‘triastres’, tener derecho a una escultura de mármol que prolongaría el recuerdo inmortal de su nombre. Nada molestó tanto a quienes renegaban del pancracio y de la fama de Arriquión. Así que tres noches antes del inicio de los Juegos, y fuera de sus actos litúrgicos, miembros de conocidas familias aristocráticas de Olimpia, sacerdotes, antiguos entrenadores y ‘hellanódicas’ (jueces de los Juegos), ascendieron hacia el bosquecillo del Altis, donde se encontraba el gran altar de Zeus, para rogar por la muerte de Arriquión. Tras el sacrificio de reses y la ofrenda de tesoros, se proclamaron los augurios y se profetizó que Arriquión moriría durante los Juegos.

Filóstrato de Lemos dejó escrito los detalles de aquel combate. El de Figalia sufrió una presa mortal cuando el codo de su rival le ahogó rodeándole su garganta e inmovilizó sus piernas con las rodillas y pies. Su duración levantó un murmullo de comentarios que esperaban que el dedo índice se elevara en señal de rendición. Pero Arriquión, embotados sus sentidos, seguía sin rendirse, mientras su oponente, acaso fiándose del triunfo, cometió el error de aflojar las piernas. Fue cuando Arriquión de Figalia “apoyándose con todo su peso sobre el costado izquierdo, apretó con su pierna replegada el pie de su adversario, retorciéndoselo con fuerza hasta desencajarle el tobillo”. Sin aliento y en los estertores de su agonía, Arriquión logró contener una fuerza increíble con la que fracturó el dedo gordo del pie de su rival, produciéndole tanto dolor que obligó a éste a declararse vencido.

Inmóvil en el suelo

El bullicio de quienes contemplaron tal escena, fue apagándose a medida que Arriquión continuaba en el suelo, inmóvil, sin levantarse tras su sorprendente victoria, convirtiéndose en pesado silencio cuando anunciaron que había muerto. No se admitió la reclamación de Eurymenes de Opunte, que ante el fallecimiento de su rival pretendía ser el ganador, ya que él mismo se había derrotado al alzar su dedo en señal de rendición. Así que el heraldo dio publicidad oficial del veredicto y ciñó la frente del cadáver con una cinta de lana, a la espera de que en la ceremonia final, junto con el resto de los campeones, recibiera la corona de olivo.

Aunque los detractores de aquella prueba salvaje se impusieron, y el pancracio se retiró de los antiguos juegos olímpicos, la memoria de aquel luchador perduró sólida como el mármol de su estatua que se erigió solemne en el templo de Figalia.

Durante varios siglos, aquella tregua sagrada que paralizaba guerras y unía a los pueblos de Grecia, siguió guiando por el sendero del cauce del Alfeo a los mortales dignos de entrar en el Olimpo. Y cuando la falange de atletas, procedentes de Elis, llegaba cada cuatro años a los pies del monte Cronos, la muchedumbre seguía buscando entre ellos las hechuras de aquel luchador que fue capaz de derrotar a su adversario después de morir: Arriquión de Figalia, Arriquión el invencible, Arriquión el inmortal.

Los remos en alto de los pedreñeros

Hunde el remo doblándolo como vara de avellano. Las dos embarcaciones están demasiado cerca y sus palas casi se tocan. Apenas se ha iniciado el bogar para completar las cuatro millas. No sabe qué es más salado, si el sudor de su frente o el salitre que el viento le quema la cara. Tampoco sabe cuál es el ritmo que impulsa su tronco y sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso los octosílabos del poeta: “Avante, pues, pedreñero,/ boga, boga, más y más,/ que el mar se torna espumero/ do rima trovas el viento/ de tus remos al compás…”

Se han preparado a conciencia para batirse en el agua. Cuando los barcos llegaban de la pesca y dejaban en el muelle los carpanchos de sardinas y chicharros, ellos salían de nuevo a mar abierta, a ejercitarse hasta las Quebrantas y la Isla de Santa Marina. Y por fin llegó el gran día, el 21 de septiembre de 1919. 

La prueba tiene garantías de seriedad. Está organizada por el Club Náutico Montañés, con la siempre excelente disposición del marqués de Valdecilla, Ramón Pelayo, donante de una copa de oro que lleva el nombre del rey: la Copa Alfonso XIII. Además de la copa, el ganador recibirá un premio en metálico de 500 pesetas. Participan cinco embarcaciones: ‘La Flor’, de las Presas; ‘María Cruz’, de Peñacastillo; ‘Rosalía’, de Santander; ‘María de los Ángeles’ de San Martín y los ‘Santos Mártires’ de Pedreña. Esta última es la que está patroneada por Ti-Alfredo (Alfredo Bedia Vélez), hombre curtido por el viento y los soles del Cantábrico que en 1895 ganó como remero la famosa bandera de Los Cabildos. En su barco de pedreñeros hay varios familiares suyos, como sus hermanos, Generoso y Antolín Bedia, y sus hijos, Julio, Hilario y Venancio Bedia Sota. También reman otros Bedia, como José Bedia Sierra, que años más tarde sería el afamado patrón Pepe Bedia, así como los hermanos Román y Jacinto Castanedo Bedia y Amalio Bedia Rodríguez. El resto de los doce remeros de los ‘Santos Mártires’ son Esteban Portilla Oria, Diego Portilla Portilla y Manuel Corino Teja.

Suena el cañonazo

A las cinco y doce minutos suena el cañonazo y comienza la regata. Las camisas blancas de los remeros esconden brazos de cabria y pechos de fuelles. Sus caras de bronce viejo se arrugan dibujando expresivas muecas de esfuerzo. La boga es vigorosa desde el principio, y aunque nadie es capaz de asegurar qué trainera ha tomado la delantera, algunos intuyen que es la proa de los ‘Santos Mártires’ la que recorta el agua con más filo.

Cuando llegan a la primera boya se confirma la previsión. Los pedreñeros entran y salen de la maniobra en primer lugar. Luego le sigue ‘La Flor’ a una distancia de un largo aproximadamente, y en tercer lugar, con una ciaboga bastante deficiente, navega la ‘María Cruz’, que poco después, a unos cuatrocientos metros de la primera boya, abandona la regata. La pugna entre los ‘Santos Mártires’ y ‘La Flor’ deja atrás a la otra traina, mientras que los pedreñeros aumentan la ventaja sobre sus seguidores.

A punto de enfilar la línea imaginaria de la llegada, alguien cuenta 45 paladas por minuto, y en esa boga profunda, el barco de Pedreña entra victorioso mientras el aire se escandaliza con aplausos, lanzamientos de cohetes y sirenas de los barcos que han contemplado la lucha de los hombres de mar en los muelles santanderinos. Es cuando los remos se desarman, flotando descansados, arrastrados e inertes por la inercia del navegar y luego, recuperados y altivos, se alzan en señal de triunfo, como mástiles que esperan vestirse con una bandera.

Aún jadean los remeros, dudando si es más salado el sudor de su frente o el salitre que el viento les quema las caras. Tampoco saben cuál fue el ritmo que impulsó sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso haya sido el de los octosílabos del poeta: “En alto tienen los remos/ y más en alto las frentes,/ y aún vienen bogando lejos,/ admirados y maltrechos,/ los que creyeron vencerles…” 

Aquella tripulación fue el principio de una serie de éxitos que convertirían a la S. D. de Remo Pedreña en el orgullo del Cantábrico. Ganó el primer campeonato de España de Traineras celebrado en Portugalete en 1944, logrando el triunfo también en 1947, 1948, 1965, 1966, 1967, 1968 y 1970. En 1945 fue la primera embarcación no vasca que obtuvo la Bandera de la Concha, que también conseguiría en 1946, 1949, 1976 y, por qué no decirlo, también en 2005, porque la justicia del esfuerzo en la mar siempre se impondrá a los caprichos partidistas de jueces de regata que no saben perder. Así que, incluso aquel día, los remos inertes por la inercia del navegar, se recuperaron altivos para alzarse en señal de triunfo, como mástiles que esperan una bandera que siempre flameará al son de la lírica épica: “Por Cantabria, que tiene por galas/ los harapos de sus navegantes,/ levantad, remadores, las palas/ de los remos como armas triunfantes…”

Balones de guerra y paz


Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto genera pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol.

El capitán Wilfred Percy Neville, un joven inglés de 22 años que había sido ‘suportter’ del Everton F. C., había preparado a sus hombres para ese gran momento de correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. Tomó con sus manos uno de los balones de fútbol reglamentario que había comprado en Londres, y con un potente chut, comenzó a escribir la victoria de una batalla. Y todos saltaron enloquecidos tras el balón, mientras sonaban los disparos, las ráfagas de las ametralladoras y los secos y terribles cañonazos de los alemanes.

El capitán terminó destrozado por un proyectil y sus restos se esparcieron por un campo sembrado de cadáveres. Pero él y su balón se convirtieron en símbolos de heroísmo. Los aliados ganaron una de las batallas más largas y sangrientas de la historia de las guerras, la batalla de Somme, donde hubo un millón de muertos por ambos bandos. Dos de los cuatro balones adquiridos por el capitán Neville, aún se conservan en museos militares británicos.

La Nochebuena de 1914

Pero no todos los balones tuvieron la misma suerte. En la Nochebuena de 1914, también en el frente occidental de la Gran Guerra, los soldados prefirieron dar la espalda a la heroicidad convencional. El alto mando alemán, por iniciativa del káiser Guillermo II, hizo llegar al frente árboles y luces de Navidad para levantar la moral de su ejército. Con los abetos llegaron raciones de pan, alcohol, tabaco y salchichas. De esta manera, la línea de trincheras alemana apareció iluminada cuando vino la noche y sus soldados comenzaron a cantar villancicos. Los británicos y franceses, atónitos ante lo que estaban viendo y escuchando, no resistieron la tentación de dejarse llevar por las melodías, entre ellas la popular ‘Noche de paz”, y respondieron uniéndose a los cánticos en su propio idioma.

Dicen que fueron los alemanes los que llevaron la iniciativa de aquel gesto espontáneo que pasaría a conocerse como la Tregua de Navidad, y que se extendió por varios lugares donde los enemigos mantenían escasa distancia entre sí, llegando a compartir comida, bebida, tabaco e incluso fotografías familiares. Y en varios de esos lugares, la aparición de un balón proporcionó la oportunidad de disputar uno de los partidos de fútbol más bellos que se haya jugado nunca. Incluso en uno de ellos, se supo que los alemanes ganaron tres a dos a los aliados. 

Pero ninguno de aquellos balones se guardaría en los museos. Las noticias de aquel revolucionario impulso de paz, no fueron bien recibidas por los altos mandos de ninguno de los ejércitos, y mucho menos aquel partido de fútbol más que amistoso. Se confiscaron buena parte de las fotografías y cartas que hablaban de ello, aunque el famoso ‘Daily Mirror’ publicaría la noticia en primera página. Se prohibió tajantemente mantener relaciones con el enemigo que no fueran los disparos, y por parte francesa, se llegaron a fusilar a varios participantes de aquella tregua.

Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto continua generando pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol en Navidad. Es cuestión de jugar con balones de guerra o balones de paz.

El dios del emboque

Después de limpiarla y acariciarla con la yema de los dedos, ha acercado la bola a su cara. Parece que habla con ella, convenciéndola para que se dirija al punto exacto que el jugador sólo presiente. Luego la reverencia con una flexión de todo su cuerpo para, finalmente, elevarla al cielo con la incertidumbre de una plegaria.

“Pequeño, pero no flojo”, decían de aquel hombre menudo cuando se acercaba a la bolera y levantaba un murmullo de admiración. Rogelio González Viñoles (1896-1960), vecino de Bielva, lanzaba las bolas como nadie. Cuando éstas se alzaban al aire, el público respiraba al unísono preparado para emocionarse ante cualquier inimaginable filigrana bolística.

“Pequeño, pero no flojo”, Rogelio González siempre llevó a las boleras unas manos curtidas y grandes, una semblanza humilde y una sonrisa honrada. Por eso sus emboques resultaron ser mágicos. Quizás no sea una casualidad que entre todos los bolos, precisamente el pequeño sea el único diferente a los demás, pero el que mayor grandiosidad aporta.

Manuel Llano y el emboque

Entre estirpias de panojas, parejas de bueyes, huertos de alquiler y gamellas relucientes, nació, en Sopeña, Manuel Llano, el hombre que supo describir con sencillez y ternura la estampa rural poblada de colores y leyendas. Desde la humildad de lazarillo de su padre ciego, desde su primer empleo a los diez años como sarruján en los montes de Cabuérniga, Manuel Llano decía que “lanzar bien los buenos pensamientos, es lo mismo que hacer emboques en la bolera”, y añadía sobre el estelar desenlace de los bolos: “Vencer por virtud, por inteligencia, por humildad, por afecto, por energía, es hacer en la bolera de la historia unos emboques resonantes, ejemplares, inolvidables...”

Rogelio González, ‘el Zurdo de Bielva’, se apretó el cinturón de sus anchos pantalones, se ató el último botón de su camisa blanca, se caló la boina y con las bolas con las que acudía a los concursos, se llevó el contenido de las palabras del escritor cabuérnigo. Sus emboques fueron “resonantes, ejemplares, inolvidables...”

Aunque su apodo le señala como zurdo, lanzaba indistintamente con las dos manos, y su facilidad para enfilar y derribar bolos obligó a que se birlara con la misma mano con la que se tira, tanta ventaja tenía el mítico jugador ambidiestro. Pero ninguna norma se interpuso ante su extraordinaria habilidad para embocar, a la mano o al pulgar. Quizás se debiera a su aire caribeño, que embrujaba las bolas que tocaba, y nadie duda de que la excepcionalidad de su destreza tiene una gran relación con su estancia en Cuba, donde emigró cuando tenía 22 años. Allí practicó el bolo cubano, una modalidad que por la distribución y el tamaño de los bolos, requería un magnífico pulso para tumbarlos, impactando directamente en su base. 

Rogelio había nacido en La Habana, pero cuando cumplió su primer año ya se encontraba en Bielva (Herrerías), lugar donde pronto sintió el hechizo de los bolos, aprendiendo a jugar en una bolera que él mismo había construido y cuidaba con esmero. En Bielva, junto a las casonas con pasado de hidalguía que aún mantienen en alto los escudos de armas de Celis y Estrada, junto a los muros de mampostería que recuerdan una antigua fortificación, junto a la capilla del Cristo que reposa en su retablo principal, Rogelio González comenzó a jugar a los bolos. Cuando regresó de Cuba, cual indiano que trae el espíritu de los que vuelven, plantó una palmera que hizo fatigar al viento exaltando el emboque. Y el emboque se quedó definitivamente en un paisaje de montañas y riscos; con robledos, hayedos, avellanos, pastos cubiertos de verde y bruma, y el juego de los bolos.

sábado, 16 de julio de 2016

El lanzamiento prohibido de un récord del mundo

No llevaba boina, pero tenía pinta de aldeano. Quizás hubiera pasado desapercibido en cualquier lugar de la España de los años cincuenta, pero aquel atleta navarro, aunque nacido en Madrid, estaba a punto de competir en el estadio ‘Jean Bouin’ de París ante un distinguido público.

Cuando llegó su hora, se presentó con un caldero de agua y una esponja ante el estupor de los espectadores y técnicos. Quizás hubo demasiadas y maliciosas sonrisas en las gradas cuando el lanzador comenzó a mojar la jabalina con agua y jabón, la prolongó por la línea extendida de su brazo, escondiéndola en su espalda, y en vez de correr en línea recta, comenzó a girar como los lanzadores de martillo para soltarla con un latigazo enérgico. 

Nadie tomó una imagen de las caras del público que aún sostenían burlonas las sonrisas. Nadie observó cómo a medida que la jabalina volaba, aquellas sonrisas se iban convirtiendo en muecas confusas, casi grotescas, dibujando rostros de incredulidad cuando se clavó en la hierba a 83,43 metros de distancia. El récord del mundo del polaco Janusz Sidlo estaba entonces en 83,66 metros. Faltaban seis semanas para que comenzaran los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956 y todos habían visto que aquel “aldeano” de caldero y esponja, ni siquiera se había despeinado. Aquel lanzamiento de Miguel de la Quadra Salcedo comenzó a despertar la alarma en la IAAF (Federación Internacional de Atletismo Amateur).

Nueve veces campeón de España

Antes de conseguir la fama como reportero televisivo o aventurero y alma de la Ruta Quetzal, Miguel de la Quadra Salcedo había sido un atleta importante en el panorama nacional. Consiguió un total de nueve campeonatos de España, seis en disco, dos en peso y uno de lanzamiento de martillo, además de varias plusmarcas nacionales en lanzamiento de martillo y disco. Pero su nombre se hubiera escrito en letras de oro del atletismo si aquella técnica de lanzar la jabalina no hubiera escandalizado a los rivales y a los estamentos internacionales de este deporte. Aquella forma tan extraña de lanzar, fue idea del atleta vizcaíno Félix Erausquin, que se inspiró en los lanzadores de la barra vasca o palankaris. Los españoles lo habían practicado en las competiciones domésticas sin demasiados problemas. El mismo Erausquin, el guipuzcoano José Antonio Iguarán y el propio De la Quadra Salcedo, batían las marcas constantemente. Pero De la Quadra Salcedo participó en aquel encuentro en París contra la selección francesa y levantó la liebre.

Poco después, lanzó la jabalina a la increíble distancia de 112,30 metros, lo que hoy mismo hubiera supuesto un asombroso récord del mundo, ya que desde 1996, nadie ha podido batir la marca de los 98,48 metros del checo Jan Zelezny. El atletismo mundial quedó conmocionado, y se avivó el debate sobre aquella forma tan poco ortodoxa de lanzar la jabalina.

Miedo y polémica

El miedo de que unos provincianos con calderos arruinaran el prestigio y la estética de disciplinados deportistas, la mayor parte nórdicos, y se llevaran las medallas en Melbourne, encontró solución con el argumento de la seguridad. La IAAF interpretó que en el movimiento rotatorio, un lanzador inexperto podía impulsar la jabalina hacia el público con el consiguiente riesgo, y varió la reglamentación prohibiendo que la jabalina o el lanzador pudieran dar la espalda a la zona del lanzamiento. No sirvió para nada que la Federación Española recordara que lo mismo ocurría con el martillo y que las medidas de protección utilizadas podían ser las mismas. La injusticia se hizo patente cuando la fabulosa marca de De la Quadra Salcedo no se homologó, pese a que la prohibición de la técnica rotatoria se introdujo después del lanzamiento.

De la Quadra Salcedo nunca se desmoralizó. Con el más puro espíritu de Coubertin, tuvo el honor de viajar a Roma en 1960 para representar a España en los Juegos Olímpicos. No quiso ir con el resto de la delegación y viajó desde Pamplona a la capital italiana, con su hermano, en una vespa. En Roma fue reclamado para hacer varias exhibiciones de su forma de lanzar la jabalina. Pero su mayor disfrute fue el de viajar a Olimpia, la ciudad sagrada. Al abrigo de la noche, portando el idealismo de los antiguos griegos que personificó en la figura de Telémaco, corrió y lanzó en el antiguo estadio, sin límites ni prohibiciones que le impidieran batir un nuevo récord del mundo, el del romanticismo.

José María de Cossío, manjar para el Racing



Me uno a la voluntad de Javier Menéndez Llamazares para ondear, en lo más alto, el nombre de José María de Cossío Martínez-Fortún, presidente del Racing entre 1933 y 1936, que al menos fue socio del club desde 1924. Menéndez Llamazares le da vueltas a la idea de formar una peña racinguista con el nombre del académico de la Lengua y eterno alcalde de Tudanca. Que cuente conmigo. Que un club de fútbol haya tenido como máximo dirigente a uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, es un orgullo y un mérito que no puede exhibir el resto.

Confío en que esa idea no desemboque en el olvido, como en 1988, cuando los alcaldes del valle del Nansa, también con el ánimo de honrar la figura de Cossío, propusieron al Ayuntamiento de Santander que el nuevo campo municipal llevara el nombre de este presidente racinguista. Nadie hizo caso de aquella petición. Y ahí esta el nuevo campo, sin nombre propio, aún con el aliento de los antiguos y ajenos aires de El Sardinero o los Campos de Sport.

Cossío se envenenó de fútbol en 1920, cuando sufrió uno de los golpes más amargos de su vida, la muerte de su amigo, el torero Joselito, corneado en el coso de Talavera de la Reina. La depresión que sufrió le alejó de las plazas de toros, y buscó otras multitudes para desahogar su tristeza. El fútbol entonces vivía momentos de efervescencia, acaso su primer salto cuantitativo de interés en España, gracias al éxito de la selección española en Amberes. Y Cossío no fue ajeno a aquella oleada de la que se empapó en Santander, ligado a diversas tareas en torno a la Biblioteca Menéndez Pelayo.

Gestiones a favor del Racing

No fueron escasas ni insignificantes las gestiones que Cossío realizó en esos años a favor del Racing y del mismo fútbol nacional, ya que participó activamente en las asambleas de clubes de la Federación Española. Fue el principal defensor de la entrada de extranjeros en la Liga española. Por eso el Racing fue uno de los primeros en integrarlos a su plantilla, fichando a los mexicanos Alonso y Fuente. También logró que el Racing participara en los campeonatos suprarregionales, evitando la monotonía de los campeonatos regionales cántabros que siempre ganaba.

Pero hay otro mérito que yo quisiera apuntar de Cossío. Este “glotón de la poesía ibérica”, que así le llama Rafael Gómez, supo trasladar la inquietud taurina entre los jóvenes poetas de la época, y de la misma manera, aunque con menos trascendencia, también influyó en introducir el fútbol en los ambientes intelectuales y literarios que tanto frecuentó para dinamizarlos, ambientes que se abrían a una generación que se integraba en la modernidad, también por medio del deporte. Porque poetas como Gerardo Diego, Miguel Hernández, Rafael Alberti o José del Río, no desdeñaron la expresión de emociones en torno a la temática futbolística en sus versos. El ejemplo más claro fue la Oda a Platko, exaltación al guardameta del F. C. Barcelona que Rafael Alberti escribió en 1928, después de acudir a los Campos de Sport invitado por Cossío.

Son tiempos amargos para el racinguismo. Por eso, además de los goles, echar un vistazo atrás parece la única manera que conduce al consuelo, porque cuando faltan nombres para prestigiar a las entidades, hay que rescatarlos del archivo. Y en ese aspecto, el Racing conserva una copiosa despensa para alimentar estados de ánimo. José María de Cossío es uno de sus mejores manjares.

jueves, 14 de julio de 2016

Lilí Álvarez, la distinción de la plenitud

Fue el título de una de sus obras, ‘Plenitud’ (1946). Su autora gritó entre sus renglones contra la rutina, el tópico, el adocenamiento y los hábitos retrógrados. Prototipo de mujer moderna, independiente y progresista, Lilí Álvarez (Roma, 1905-1998) aseguraba que “el estudio o la cancha son las puertas por las cuales se sale al universo”. Y con sus triunfos deportivos e inquietudes culturales se forjó un universo pleno donde supo imponer la defensa de la mujer con la exquisitez de la elegancia. 

Brillante tenista, patinadora, automovilista y esquiadora, Lilí Álvarez fue también escritora, periodista y defensora de los derechos de la mujer. De familia de burgueses y aristócratas, nació en el hotel Majestic de Roma durante un viaje de placer de sus padres y fue una mujer cosmopolita que ayudó a cambiar los esquemas mentales de una sociedad en la que las mujeres estaban supeditadas a ser madres y esposas. Y lo consiguió sobresaliendo en el campo más masculino, el deportivo.

Su padre le introduciría en el deporte en la Suiza alpina, donde vivió su infancia debido a la delicada salud de su madre. En la estación de Saint-Moritz aprendió a esquiar y a patinar sobre hielo, consiguiendo la medalla de oro internacional en esta última modalidad. Cuando su familia se trasladó a vivir a la Riviera francesa, en 1923, se produce su despegue tenístico, ganando diversos torneos, alguno de ellos jugando con el rey de Suecia, Gustavo V. Fue la primera mujer española, junto a su pareja deportiva, Rosa Torras, en participar en unos Juegos Olímpicos, concretamente en París (1924). Además de dobles de féminas participó en individual y en dobles mixtos, haciendo pareja con Eduardo Flaquer y consiguiendo en ambas categorías el quinto puesto. 

En Wimbledon

Pero su celebridad internacional la obtuvo en su participación en el torneo de Wimbledon, donde fue finalista en 1926, 1927 y 1928. En la primera ocasión, con los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia en el palco de honor, estuvo a punto de ganar a la británica Kitty McKane Godfree, pero como ella misma decía “se me fue el santo al cielo”. En las siguientes finales no pudo hacer nada con la poderosa número uno de la época, la norteamericana Helen Wills.

Atrevida e intrépida en la vida, también en la cancha exponía su temperamento. Su juego más característico era el de avanzar a la red para jugar de volea. En 1929, haciendo pareja con la holandesa Kornelia Bouman, ganó el título de dobles en Roland Garros.

Vestía modelos de Chanel y la gente se agolpaba para verla cuando entraba en un restaurante o en una tienda debido a su estilo y popularidad. En 1931 conmocionó el mundo del tenis jugando en Wimbledon con una falda de tenis blanca dividida en dos, diseñada por Elsa Schiaparelli, la precursora de los pantalones cortos femeninos.

Aristócrata y escritora

En 1934, se casó con el conde de Valdéne, el francés Jean de Guillard. Pero en 1939 perdió a su único hijo y la pareja se separó. Luego volvió a España donde continuó activa en los deportes, siendo campeona de esquí en 1940. No congenió con el régimen de Franco y comenzó su actividad literaria y cultural. Renacentista del siglo XX y mujer de vanguardia, su trayectoria intelectual está jalonada con obras como ‘Plenitud’ (1946), ‘En tierra extraña’ (1956), ‘El seglarismo y su integridad’ (1959), ‘Feminismo y espiritualidad’ (1964), ‘El mito del amateurismo’ (1968), ‘Mar adentro’ (1977), ‘Mi testamento espiritual’ (1985), ‘La vida vivida’ (1989) y ‘Revivencia’ (1993). También fue corresponsal de la prensa inglesa y colaboradora de revistas y diarios de Madrid y de Barcelona. En sus textos fue crítica con el afán mercantilista del deporte al olvidarse del aspecto formativo y humano. Acuñó el término de “parejismo” como una fase más avanzada y conciliadora del feminismo (basado en la confrontación) que identificó con la verdadera igualdad. Ofreció una trayectoria coherente con la defensa de un humanismo espiritualista y defendió la plenitud como proceso formativo hacia la perfección por medio de la mística, la sencillez y la humildad.

Fue el título de una de sus obras, ‘Plenitud’. Allí gritó Lilí contra la rutina, el tópico, el adocenamiento y los hábitos retrógrados. Sus triunfos deportivos e inquietudes culturales le forjaron un universo donde supo imponer la defensa de la mujer con la exquisitez de la elegancia. A los 93 años de edad, en Madrid, se fue a la red y colocó una media volea sensacional para cerrar una vida plena “que siempre entendió como un partido de tenis, en el que no valía la pena quedarse en el fondo de la pista”.

martes, 12 de julio de 2016

El mejor portero del mundo

Sus saques a bote pronto silbaban como obuses cuando, bajos y paralelos al suelo, pasaban cerca de las cabezas de los jugadores. Sus saltos, elegantes y adornados, hacían dudar si aquel portero era un hombre o un ave rapaz. Sus despejes de puño, limpios y precisos, eran capaz de noquear al balón de rosca más peligroso que se acercara a su territorio. Sus paradas, ¡ay sus paradas!, sencillamente retaban a lo imposible.

Ya sé que es una afirmación demasiada ambiciosa. Ya sé que mi amigo Carlos Bribián (mi más severo crítico) me echará la bronca por la fragante sospecha de falta de rigor. Y acaso tenga razón, porque nunca vi jugar a ‘Zamoruca’, el mejor portero del mundo. Pero todos los que le vieron actuar debajo de una portería me expresaron lo sorprendentemente seguro y espectacular que era. Y el brillo de esos ojos, mientras me describen mil y una jugadas, no admite dudas.

Le llamaban 'Zamoruca'

Goyo ‘Zamoruca’ (Gregorio de la Fuente Perales, Santander 1931-2011) comenzó a jugar al fútbol en su infancia, en el colegio de los Salesianos de Santander, y allí tomó contacto, por casualidad, con el excepcional puesto que el portero supone para un equipo. Había que jugar un partido entre los alumnos externos e internos del colegio, y Goyo, que acostumbraba a jugar de interior izquierdo, tuvo que ponerse en la portería ante la lesión del guardameta titular. En el camino de aquel portero de patio de recreo, se cruzaría el Torneo de los Barrios, donde ‘Zamoruca’, allá por la temporada 1945-46, participaría con el C. D. Calle del Sol, para ya en la siguiente edición, hacerlo con el equipo de su barrio, el C. D. Callealtera.

Luego tuvo la suerte de formar parte del Kostka, un gran equipo entrenado por el inolvidable Samuel Lamarca, en el que tenía como compañeros a chavales como Marquitos o Moruca, ganando el Torneo Barrios de 1948, tras imponerse en la final al Perines. La alineación de aquel gran Kostka, que fue el primer equipo en practicar la WM y lanzar el penalti en dos tiempos (cosas del irrepetible Lamarca) estaba formada por: ‘Zamoruca’; Baldor, Iza; Casuso, Julián, Marquitos; Amancio, Barrilaro, Diego, Zalo y Mora. Con algunos de estos compañeros formó ‘Zamoruca’ en la selección juvenil de Cantabria.

En ese tiempo de adolescencia, y como alumno de la Escuela de Comercio, también defendió la meta en los partidos que jugaba en los torneos escolares, y poco después ya estaba jugando en el Juventud Real Santander (1950-51) a las órdenes del gran Germán Gómez. Cumplió el servicio militar como voluntario en el Regimiento Valencia, donde practicó fútbol, atletismo, baloncesto y balonmano en compañía de otros racinguistas, como Santín, Gento, Lolo Gómez, Campón o Villita. Luego jugó en el Rayo Cantabria y desde aquel entrañable filial saltaría al primer equipo del entonces denominado Real Santander, que jugaba en Primera División teniendo al inigualable Rafael Alsúa como referencia creativa y atacante.

En la última jornada liguera de la temporada 1952-53, concretamente el 3 de mayo de 1953, aquel jovencito que admiraba tanto a Ricardo Zamora se puso debajo de los palos de la portería racinguista para enfrentarse al Real Valladolid Deportivo, en los Campos de Sport. Los locales formaron entonces con: ‘Zamoruca’; Marquitos, Barrenechea, Ruiz; Felipe, Nando; Magritas, Alsúa, León, Martínez y Gento.

La maldita lesión

Todo era un camino de rosas. Todo era un sueño. Por fin un jugador joven supo mantenerse seguro y ágil en la puerta del Racing, y además con un prometedor futuro. Cuántos proyectos hermosos revolotearon por el entorno futbolístico de ‘Zamoruca’, hasta que llegó el día de la maldita lesión. Fue el 9 de enero de 1955. Aquel día, el equipo santanderino jugaba el partido liguero en el estadio Metropolitano ante el Club Atlético de Madrid. Con el marcador en empate a uno, el guardameta chocó con su compañero y amigo, el defensor Santín, de tal manera que le produjo una doble fractura del húmero de su brazo izquierdo.

La lesión había coincidido con la llamada del seleccionador nacional, Ramón Melcón, que había acudido a verlo. Y el lance tan desgraciado también se prolongaría fuera de los terrenos de juego. ‘Zamoruca’ pasó mucho tiempo entre médicos y hospitales para intentar recuperarse físicamente, pero a pesar de todos los intentos, ya nunca volvería a jugar al fútbol. El 14 de enero de 1955 sufrió la primera de las operaciones quirúrgicas de un calvario que acabaría con su retirada definitiva de los terrenos de juego, con un adiós en forma de partido homenaje que se disputó el 14 de mayo de 1961, entre una selección de jugadores cántabros y el Athletic Club de Bilbao. 

Después de aquella lesión, sacó el título regional de entrenador en Santander (1960), así como el título nacional, en Madrid (1962). Ya había comenzado su carrera de técnico en la temporada 1957-58 en el Santoña C. F., donde estuvo cuatro años hasta que llegó, en 1963, a la Cultural Deportiva Guarnizo, en sustitución de Félix Elizondo, permaneciendo hasta el final de la temporada 1973-74. Luego sería entrenador de la S. D. Velarde, S. D. Unión Club, Rayo Cantabria, C. D. Villamarín, C. D. Cayón y C. D. San Agustín. También entrenó a la selección juvenil de Cantabria y a finales de la década de los setenta entró en la Escuela Municipal de Fútbol de Santander, donde estuvo más de veinte años, los últimos once en solitario dedicándose a la enseñanza y perfeccionamiento de los porteros.

El 17 de julio de 2004, en las instalaciones del Club Parayas, se celebró un cálido homenaje que sus amigos del fútbol organizaron, desde entrenadores, jugadores, presidentes, aficionados, alumnos, padres de alumnos, periodistas y admiradores de su gran labor deportiva. El Real Racing Club le ofreció aquel día una copia metálica del acta fundacional de la entidad, y posteriormente le entregaría la insignia de oro y brillantes del club durante el partido contra el Málaga C. F. que se disputó el 9 de enero de 2005.

Ya sé que en el Racing hubo extraordinarios guardametas: Raba, Solá, Pedrosa, Ortega, Juanito, Santamaría, Damas, Pereira, Liaño, Moncaleán, Alba, Ceballos… que España está plagada de inolvidables nombres que inspiraron seguridad debajo de los palos: Zamora, Martorell, Eizaguirre, Ramallets, Iríbar, Arconada, Zubizarreta, Casillas, Valdés… y que en el ancho mundo futbolístico, porteros como Amadeo Carrizo, Gordon Banks, Lev Yashin, Fillol, Dino Zoff, Zenga, Schmeichel, Chilavert, Buffon, Petr Cech o Manuel Neuer han frustrado las aspiraciones de cientos de geniales delanteros ante sus disparos a puerta. Pero yo sigo pensando que Goyo ‘Zamoruca’ fue el mejor portero del mundo. Así lo vi en el brillo de los ojos de quienes me describieron las maravillas de las mil y una jugadas de aquel inolvidable deportista.

lunes, 11 de julio de 2016

Pérez Francés, el coraje del Tour

Es el sueño inconfesable de un ciclista. Escaparse desde el principio, retar a la voracidad colectiva del pelotón y, tras recorrer en solitario toda la etapa, llegar destacado a la meta entre el clamor del público. El 2 de julio de 1965, un santanderino de Peñacastillo reivindicó su nombre para incluirse entre esos privilegiados deportistas que sorprenden al mundo, despiertan admiración, y dejan rastros de sueños que alimentan las fantasías. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso. 

Nacer en pleno bombardeo imprime carácter. El 27 de diciembre de 1936, con los aviones de la Legión Cóndor sobrevolando Santander, nació en un improvisado refugio antiaéreo, uno de los mejores ciclistas cántabros de todos los tiempos. Así, en plena guerra, comenzaría a forjarse en José Pérez Francés esa virtud que no escapa nunca a la hipocresía, y que algunos llaman coraje. Un coraje que continuaría creciendo en el garaje de bicicletas de su padre, remolcando a pedales los cuadros que se preparaban en el taller, y que fueron alimentando unas piernas y un corazón en los incontables recorridos entre Santander y Torrelavega.

Un coraje que con quince años eligió romper con su progenitor, vivir con su madre y su hermana y hacerse ciclista. Fue una bendición que aquel coraje cayera en las manos de Antonio San Miguel, el primer ganador de la Escalada a la Cuesta de La Atalaya, allá por 1938, y mentor perfecto para aquel diamante en bruto que ganaba todas las carreras. San Miguel tuvo que abrir caminos para que aquel chaval pudiera progresar. Gracias a su amistad con Guillermo Timoner, introdujo a su pupilo en Mallorca, y de allí se desplazó a Barcelona, en donde se abriría paso en el panorama nacional e internacional, siempre a base de coraje y carácter. Quizás demasiado coraje y demasiado carácter.

Arisco y poco sociable

Arisco, poco sociable y sin pelos en la lengua, su mayor éxito estuvo ensombrecido por la falta de entendimiento con Federico Martín Bahamontes en el Tour de 1963. En la décima etapa entre Pau y Bagnères de Bigorre, bajando el puerto de Aubisque, Bahamontes se negó a dar relevos a Pérez Francés y los dos españoles fueron cazados por Poulidor y Anquetil. El santanderino no le perdonaría nunca y juró venganza. Días después, cuando Bahamontes iba fugado camino de Chamonix para conquistar el Tour, Pérez Francés se puso al servicio de Jacques Anquetil y llevó en volandas al francés para el triunfo final. Ni para ti, ni para mí.

Pero quedar tercero en el Tour no le dio tantas satisfacciones como ganar aquel 2 de julio de 1965 en el Circuito de Montjuich. El día anterior, entre Bagnères de Bigorre y Ax Les Thermes, se agarró un cabreo monumental. Durante la carrera comenzó a flaquear y pidió ayuda a uno de sus compañeros de equipo. Éste se negó pensando que retrasaría su marcha, y acaso aquella negativa desató la furia de sus piernas que recobraron la energía. Y qué energía. Llegó en cuarta posición y si la carrera hubiera tenido 500 metros más, la hubiera ganado.

Pero cuando se apeó de la bicicleta su enojo no desapareció. Se encerró en la habitación del hotel, indignado por la falta de apoyo de su equipo, el Ferrys. Le dijo a su director que no tomaría la salida al día siguiente. Sólo había una voz que era capaz de convencer a Pepe de que continuara. Y esa voz estaba esperando al otro lado de la puerta. Su mentor, Antonio San Miguel, con su hijo Jesús Manuel, fueron los únicos a los que Pérez Francés dejó entrar en su habitación aquel día. Sus palabras convencieron el coraje de aquel talento de la bicicleta: “¿Quieres retirarte?, pues hazlo en Barcelona ganando la etapa”.

Al día siguiente, Pérez Francés fue uno de los corredores que emprendió el camino de la undécima etapa del Tour de Francia de 1965, entre Ax Les Thermes y Barcelona. Había por delante 243 kilómetros y un pensamiento que se agitaba en su cabeza: “¿Para qué necesito a un equipo?”. Se escapó en el kilómetro 17 y comenzó a sacar ventaja y ventaja sobre un pelotón que pensaba que aquello era una locura. Pero entre las locuras y las heroicidades, no hay tanta distancia.

Entró en primer lugar en el puerto de Puymorens, a un minuto y cuarenta y cinco segundos del pelotón, comandado por el líder, Felice Gimondi. Cuando pasó la frontera, estuvo arropado por el público español, entusiasmado al ver a uno de sus compatriotas en primera posición. En el alto de la collada de Tosses, Pérez Francés había obtenido una ventaja de ocho minutos y treinta segundos. “¿Para qué necesito un equipo?, seguía pensando el bravo corredor.

Su entrada en Barcelona

Su entrada en Barcelona fue apoteósica. La ciudad se paralizó. Ya estaba afincado en esa ciudad e incluso pasó por su barrio del Poble Sec, junto al bar de su hermana. Ni siquiera vio a su madre, ni a su esposa, ni a su pequeña hija, tan concentrado estaba para que los raíles del tranvía no le tiraran al suelo. Cuando se encontró con Antonio San Miguel y éste le dijo que ya podía retirarse, su respuesta fue un abrazo hacia un padre que acaso siempre echó de menos. Dicen que si el equipo KAS de Langarica no hubiera tirado aquel día del pelotón, Pérez Francés hubiera ganado aquel Tour. Ni para ti ni para mí.

Al menos fue un sueño de un ciclista hecho realidad. Retó a la voracidad colectiva del pelotón en solitario y convirtió su hazaña en una exaltación del coraje individual. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso.
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