domingo, 17 de julio de 2016

Arriquión y su agonía invencible

En la parte central del estadio, los dos luchadores esperaban el combate final mirándose fijamente a los ojos, tanteando quién sería el primero en retirar la mirada. Fue Arriquión quien lo hizo, aunque no por falta de entereza, sino por dejarse llevar por el vuelo de unas palomas que surgieron tras el rostro de su adversario, el gigante Eurymenes de Opunte. Aquello lo interpretó como una señal favorable y se arrodilló, inclinando la cabeza. Rogaba a los dioses por la victoria cuando observó una insignificante hormiga que recogió entre sus dedos. Luego se levantó erguido, y ofreciéndosela en sacrificio a Zeus, la aplastó desafiante contra su frente, haciendo estallar voces exaltadas que se repitieron como una cascada: “¡Arriquión el invencible!, ¡Arriquión el invencible!”. Se vivían los días más calurosos del verano del año 564 antes de Cristo y, como cada cuatro años, los pueblos griegos se reunían en paz para exaltar el antagonismo en los Juegos de Olimpia, la ciudad sagrada.

Arriquión había nacido en Figalia, ciudad empobrecida por sus guerras contra espartanos y aqueos, en el seno de una familia de humildes labradores. Además de una talla y peso destacable, sus cualidades como luchador le otorgaron una enorme pericia para improvisar golpes y presas que desconcertaban a sus rivales, algo que aplicaría con éxito al pancracio, una modalidad menos elegante que la lucha o el pugilato, donde no había normas y se permitía todo tipo de golpes y lesiones.

El espectáculo tan desatado de la desnudez humana expuesta a puñetazos, patadas, llaves, torceduras, dislocaciones y estrangulamientos, incomodaba a las clases más tradicionales y pudientes que veían en este tipo de lucha salvaje algo indecoroso e insultante hacia el mismo Zeus. Además, Arriquión, como la mayoría de los mozos brutales que practicaban el pancracio, era tosco e inculto, procedente de las zonas más retrasadas de Grecia, y al entender de algunos, no merecía el alto honor de la victoria olímpica.

Invencible

Pero ese honor, congratulado e insistente, descansaba en aquel hombre que jamás había perdido un combate y comenzaba a ser considerado como un semidiós. Desde que los Juegos incorporaron la modalidad del pancracio, nadie había logrado repetir el triunfo, y Arriquión, no sólo lo había conseguido hacía cuatro años, sino que ahora llegaba para intentarlo por tercera vez, y como ‘triastres’, tener derecho a una escultura de mármol que prolongaría el recuerdo inmortal de su nombre. Nada molestó tanto a quienes renegaban del pancracio y de la fama de Arriquión. Así que tres noches antes del inicio de los Juegos, y fuera de sus actos litúrgicos, miembros de conocidas familias aristocráticas de Olimpia, sacerdotes, antiguos entrenadores y ‘hellanódicas’ (jueces de los Juegos), ascendieron hacia el bosquecillo del Altis, donde se encontraba el gran altar de Zeus, para rogar por la muerte de Arriquión. Tras el sacrificio de reses y la ofrenda de tesoros, se proclamaron los augurios y se profetizó que Arriquión moriría durante los Juegos.

Filóstrato de Lemos dejó escrito los detalles de aquel combate. El de Figalia sufrió una presa mortal cuando el codo de su rival le ahogó rodeándole su garganta e inmovilizó sus piernas con las rodillas y pies. Su duración levantó un murmullo de comentarios que esperaban que el dedo índice se elevara en señal de rendición. Pero Arriquión, embotados sus sentidos, seguía sin rendirse, mientras su oponente, acaso fiándose del triunfo, cometió el error de aflojar las piernas. Fue cuando Arriquión de Figalia “apoyándose con todo su peso sobre el costado izquierdo, apretó con su pierna replegada el pie de su adversario, retorciéndoselo con fuerza hasta desencajarle el tobillo”. Sin aliento y en los estertores de su agonía, Arriquión logró contener una fuerza increíble con la que fracturó el dedo gordo del pie de su rival, produciéndole tanto dolor que obligó a éste a declararse vencido.

Inmóvil en el suelo

El bullicio de quienes contemplaron tal escena, fue apagándose a medida que Arriquión continuaba en el suelo, inmóvil, sin levantarse tras su sorprendente victoria, convirtiéndose en pesado silencio cuando anunciaron que había muerto. No se admitió la reclamación de Eurymenes de Opunte, que ante el fallecimiento de su rival pretendía ser el ganador, ya que él mismo se había derrotado al alzar su dedo en señal de rendición. Así que el heraldo dio publicidad oficial del veredicto y ciñó la frente del cadáver con una cinta de lana, a la espera de que en la ceremonia final, junto con el resto de los campeones, recibiera la corona de olivo.

Aunque los detractores de aquella prueba salvaje se impusieron, y el pancracio se retiró de los antiguos juegos olímpicos, la memoria de aquel luchador perduró sólida como el mármol de su estatua que se erigió solemne en el templo de Figalia.

Durante varios siglos, aquella tregua sagrada que paralizaba guerras y unía a los pueblos de Grecia, siguió guiando por el sendero del cauce del Alfeo a los mortales dignos de entrar en el Olimpo. Y cuando la falange de atletas, procedentes de Elis, llegaba cada cuatro años a los pies del monte Cronos, la muchedumbre seguía buscando entre ellos las hechuras de aquel luchador que fue capaz de derrotar a su adversario después de morir: Arriquión de Figalia, Arriquión el invencible, Arriquión el inmortal.

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